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Hace un tiempo, al terminar un taller con mujeres de organizaciones de base en Ayacucho, se me acercó una señora que me dijo que me quería contar algo pero en privado. Nos sentamos en un lugar aparte del salón principal y me contó que , luego de participar en ese encuentro en el que habíamos hablado de violencia sexual, se había animado a contar lo que le había pasado durante los años de violencia y me narró una historia terrible de violación sexual que había sufrido y que nunca había contado. “Recién ahora me siento con fuerzas para hablar”, me dijo.

Esta historia no es extraña para cualquier persona que ha trabajado con víctimas de violencia sexual y que sabe lo difícil que les resulta contar lo sucedido.  Miedo, culpa, vergüenza, temor a las represalias son las razones más comunes para guardar silencio, sin duda. Pero en muchos casos la propia víctima no es consciente de que ha sufrido una agresión sexual sino mucho tiempo después de haberla padecido. En el caso concreto de las mujeres que se educan y crecen en contextos de discriminación, formas de violencia sexual como el acoso callejero y los tocamientos indebidos se naturalizan de tal forma que las víctimas prefieren no denunciar los hechos y vivirlos como parte de la vida cotidiana, en la que tienen que desarrollar mecanismos propios de defensa frente a la indiferencia estatal y social. Si a eso se le suma la posibilidad de haber sufrido violencia sexual en la niñez -que tampoco es denunciada con facilidad- constatamos que nos encontramos ante una agresión particular y distinta a otras formas de violencia.

Ahora bien, en contextos de violaciones masivas de derechos humanos, como las dictaduras y los conflictos armados, el silencio de las víctimas de violencia sexual es aún peor, debido al miedo generalizado que suele vivirse, la suspensión de garantías, al temor a las represalias por parte de los agresores y  la desconfianza en las autoridades, las que muchas veces son los responsables de estos hechos. Asimismo, la situación particular de los grupos afectados –como por ejemplo, pertenecer a la población LGTBI, indígena o afrodescendiente-  hace más difícil la denuncia por violencia sexual.

Por otra parte, el estigma que rodea a las víctimas, la necesidad de la sobrevivencia familiar o la búsqueda de los desaparecidos pone en segundo lugar la investigación y denuncia de los hechos de violencia sexual. En muchos casos, las madres que buscan a sus hijos desaparecidos prefieren ocultar las agresiones sexuales que sufren en esa búsqueda, como resultado de la socialización de género que prioriza el rol de la mujer como madre frente a sus derechos individuales.

Adicionalmente, en las situaciones en que las mujeres quedan embarazadas producto de la violación sexual, muchas de ellas prefieren ocultar el hecho incluso de sus propios maridos y criar a los niños y niñas como parte de su familia, elaborando una historia familiar que no romperán por una denuncia cuyo resultado es incierto pero que seguramente alterará su tranquilidad familiar.

Sin embargo, hay casos en los que las víctimas sí se deciden a hablar y denunciar los hechos, como cuando encuentran escenarios de confianza en los que puedan compartir su historia, cuando reciben un acompañamiento psicosocial adecuado y cuando son conscientes de que lo que les sucedió es una violación a sus derechos humanos y, por tanto, tienen derecho a justicia y reparación. En sociedades desiguales donde las víctimas de las violaciones masivas de derechos humanos pertenecen a los sectores de mayor vulnerabilidad, este proceso de toma de conciencia de derechos y de posterior denuncia suele tomar tiempo y, en el caso de la violencia sexual, este tiempo es esencialmente distinto.

Por ello, la violencia sexual no puede recibir un tratamiento similar al que pueden tener la desaparición forzada o las masacres, por ejemplo. Así, mientras estas violaciones de derechos humanos acaban al pasarse de la dictadura a la democracia o del conflicto armado al post conflicto, la violencia sexual es permanente en cada una de estas situaciones en una suerte de continuidad perversa. Pueden cambiar los actores y las circunstancias pero lo cierto es que la violencia sexual subyace en cada momento histórico de un país donde la discriminación, la exclusión y la violencia son cotidianas.

En este sentido, es menester reconocer que las víctimas de violencia sexual manejan un “tiempo propio” al momento de elaborar lo sucedido y decidirse a denunciarlo. Un ejemplo de ello son los procesos judiciales que se han dado en América Latina como, por ejemplo, en Argentina donde la primera sentencia de violencia sexual se dio en el 2010 en Mar del Plata en el caso contra Rafael Molina, cuando una víctima decidió romper más de 30 años de silencio y denunciar los hechos. El caso argentino es particularmente interesante porque los juicios por las violaciones de derechos humanos ocurridas en la dictadura se inician en 1985 pero los primeros hechos de violencia sexual son visibilizados mucho después. En el caso guatemalteco, la sentencia Sepur Zarco sobre violencia sexual como crimen de lesa humanidad se dio en el año 2016, es decir, 20 años después de que se firmaran los Acuerdos de Paz y luego de que en el 2010 se realizara el Tribunal de Conciencia sobre la violencia sexual contra las mujeres en el conflicto armado interno en Guatemala.

Reconocer la particularidad de las víctimas de violencia sexual puede enmarcarse, por tanto, en la aplicación amplia de la debida diligencia, entendida  como una norma que contribuye a la erradicación de la violencia contra la mujer, tal como lo ha desarrollado la Relatora Especial del tema en su informe del 2006[1]. Asimismo, este tiempo propio corresponde a lo señalado en los Principios  y Directrices de las víctimas de Naciones Unidas, los cuales establecen que los Estados deben velar para que su derecho interno disponga que “las víctimas de violencia o traumas gocen de una consideración y atención especiales para que los procedimientos jurídicos y administrativos destinados a hacer justicia y conceder una reparación no den lugar a un nuevo trauma”[2].

Por tanto, la justicia transicional y los mecanismos de verdad, justicia y reparación que se apliquen a la violencia sexual, deben ser diseñados desde esa realidad particular de las víctimas, contemplando un respeto por ese “tiempo propio” que requieren para comprender que lo sucedido no fue su culpa, que quienes deben sentir vergüenza son los agresores y que el Estado tiene una obligación con ellas que debe cumplir a cabalidad.


IMAGEN: goo.gl/mLqByi

[1] Relatora Especial sobre la violencia contra la mujer, sus causas y consecuencias, “La norma de la debida diligencia como instrumento para la eliminación de la violencia contra la mujer”, E/CN.4/2006/61, 20 de enero de 2006, http://www.acnur.org/fileadmin/Documentos/BDL/2006/4169.pdf?view=1

[2] Principios y directrices básicos sobre el derecho de las víctimas de violaciones manifiestas de las normas internacionales de derechos humanos y de violaciones graves del derecho internacional humanitario a interponer recursos y obtener reparaciones, diciembre del 2005.

 

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