IUS360 – El portal jurídico de IUS ET VERITAS

El 1 de marzo del año 2013 miles de chiclayanos iniciaron un masiva y ruidosa manifestación en contra del Alcalde Provincial y los funcionarios municipales pertinentes por las inconclusas obras de saneamiento que se ejecutaron en el centro y ciertas zonas periféricas de la ciudad heroica, las cuales han degrado -a la mínima expresión- la vida cotidiana de estos peruanos. Hoy, un año después de esta movilización ciudadana, la situación local ha empeorado, y, a pesar que han aparecido algunos actos de control político del más alto nivel e infinidad de denuncias de corte penal planteadas por colectivos e incluso impulsadas por la propia Procuraduría Regional Anticorrupción, pareciera que Chiclayo se encuentra condenado a una exclusión abierta de la agenda nacional y de la propia atención reparadora de un Estado acostumbrado a mirarse hacia su propio seno, con reacciones ejecutivas siempre posteriores a la calamidad. En el mismo sentido, casi en similares condiciones aciagas y de insalubridad galopantes, se encuentra la segunda ciudad de la Región Lambayeque, la urbe que también lleva el mismo nombre de raíz muchik, y que no puede -siquiera- tener el servicio de agua potable por más de tres horas continúas (debido a las fugas producidas a lo largo del sistema tubular subterráneo de reciente colocación).

Todo lo antes señalado ha quedado reflejado en una de las conclusiones del Informe de la Comisión de Fiscalización del Congreso de la República, órgano parlamentario que revisó estas escabrosas y mal ejecutadas obras públicas, indicando en su contenido de manera dramática que:

«El Proyecto Mejoramiento de redes de agua potable y alcantarillado con conexiones domiciliarias del casco central de Chiclayo antiguo y colectores Pedro Ruiz, Francisco Cabrera y Elvira García y García -Chiclayo no solo se habría llevado a cabo irregularmente, sino se habría afectado la salud pública y del medio ambiente, lo que ha generado malestar en la población por los malos olores, la presencia y proliferación de insectos vectores de enfermedades trasmisibles, poniendo en riesgo la salud de las personas aledañas«[1].

Así, los ejemplos actuales de estas dos ciudades separadas por quince kilómetros, materializan las contradicciones del innegable avance peruano (incremento de la economía personal y colectiva sustentado desde lo más profundo del hombre de a pie, pero que viene enmarcada en caos, desorden, individualismo ramplón y una evidente falta de intervención ordenadora de los Poderes Públicos competentes). Además, cada una de estas urbes, en sus respectivas realidades, adolece de la concretización de uno de los retos más formidables de la intervención municipal, el cual deberá ser acometido sin tapujos en el presente contexto del país, esto es, el crecimiento equilibrado y urbano de todos los territorios de la República, pero sin descuidar nuestras fundamentales zonas rurales, a fin de permitir el ejercicio pleno de los derechos constitucionales de cada ciudadano.

Todo este panorama aciago me permite introducir al lector en un tema inexplorado en nuestro Derecho Administrativo, con pocos trabajos escritos y una casi inexistente jurisprudencia en sede contencioso-administrativa, más allá de algunos datos o casos producidos a la luz de la nunca comprobada responsabilidad por prácticas ambulatorias o de hospitalización en establecimientos sanitarios públicos antes pertenecientes al Ministerio de Salud (ahora descentralizados y en manos de cada Gobierno Regional existente en el país). Me estoy refiriendo a la responsabilidad patrimonial de las Administraciones Públicas por sus propias actuaciones como organización del Poder Público (en el caso presentado al inicio, por el mal desarrollo o ejecución de una obra pública contratada con un tercero contratista, que debía ser luego incorporada a la infraestructura de saneamiento de las respectivas ciudades favorecidas por el desaparecido Programa Estatal «Agua para todos»).

En primer término, quiero plantear algunas cuestiones generales del instituto. Por un lado, la responsabilidad jurídica, entendida de manera extensa como una “situación de un sujeto sometido a los efectos reactivos de una regulación jurídica en relación a deberes coercibles”[2], no es una figura desconocida ni dejada de lado en los textos normativos del ordenamiento peruano. Es más, en fueros propios del Derecho Administrativo, el Legislador ha puesto empeño en regular secciones enteras -el título V de la LPAG sería una muestra de ello- de aspectos relativos a obligaciones exigibles al personal administrativo y un conjunto de elementos coercitivos de resarcimiento económico o disciplina frente a un incorrecto o nulo incumplimiento de éstas. Sin embargo, después de diez años de entrada en vigor de este régimen, nada ha cambiado, pues la vida de los ciudadanos de este país sigue ligada a la descarada indemnidad frente a lo que hagan o dejen de hacer las organizaciones administrativas, muestra de ello son los casos presentados al inicio de este trabajo. Por eso, cada vez más resuena frente a estas situaciones injustas, el título del libro escrito por el profesor francés Michel Crossier denominado “No se cambia la sociedad por decreto”, y la consideración que la responsabilidad sigue siendo una figura de escasa significación para nuestros operadores de toda condición (incluidos políticos, empleados públicos y jueces), incluso es genéticamente descartada en nuestra cultura.

Ahora bien, ya propiamente la responsabilidad patrimonial administrativa debe ser estimada como una verdadera respuesta frente a las carencias que plantea la responsabilidad civil (o aquiliana) por daños, construida  sobre la base de la culpa o negligencia del causante, pues esta última resulta desequilibrada para atender las afectaciones patrimoniales causadas por las actividades propias de la Administración pública, marcadas en toda su extensión por las potestades y privilegios habilitados por el Ordenamiento a este organización del Poder Público, los cuales son completamente distintos al ejercicio de derechos y libertades presentados en las acciones de los particulares. Si se quiere, se trata de una regulación separada del Código Civil que “es teóricamente más ventajosa para el dañado porque se trata de una responsabilidad en la que no hay que demostrar culpa o negligencia alguna sino únicamente la existencia de una lesión imputable causalmente a la Administración por el funcionamiento de los servicios públicos, interpretada esta expresión en un sentido genérico como equivalente a actividad administrativa”[3]. Cabe asumir entonces, como lo indicó BERMEJO, que este tipo de sistema debe estimarse como un “contrapeso de las prerrogativas o potestades típicas de la Administración (…) por la cual las Administraciones públicas han de responder por toda lesión que los particulares sufran en sus bienes o derechos e intereses legítimos, siempre que tal lesión sea consecuencia del funcionamiento normal o anormal de los servicios públicos y con la salvedad de los casos de fuerza mayor”[4].

Por ende, la responsabilidad objetiva de la Administración se configura como una auténtica garantía sustanciada “en un criterio de solidaridad social, por cuya virtud los daños generados por la acción de los poderes públicos no deben pivotar azarosamente sobre el patrimonio de los privados de quienes se ven afectados por su actividad: los efectos perjudiciales indirectos de una actividad dirigida a lograr beneficios colectivos y a actuar en intereses sociales deben ser igualmente asumidos por toda la colectividad y si los beneficios de las funciones administrativas alcanzan potencialmente a todos, también los perjuicios deben repararse por todos”[5].

En otro orden de ideas, vale tener en cuenta que este régimen por riesgos alude expresamente a los términos y medidas conceptuales propios de la responsabilidad extracontractual, inclusive en su contenido “debe diferenciarse (…) de la responsabilidad cuasicontractual que deriva del llamado enriquecimiento injusto o sin causa (prestaciones de particulares no contratadas pero recibidas por la Administración, por ejemplo) y de otros supuestos en que la Administración está obligada a abonar una cantidad a un particular por causas diferentes (devolución de ingresos indebidos, por ejemplo)”[6].

Por otro lado, sea bajo el antiguo numeral 238.1 de la LPAG, o con la introducción de ciertas palabras incrustadas en esta disposición por el artículo 1 del Decreto Legislativo 1029, el sistema de responsabilidad patrimonial de nuestras organizaciones administrativas sigue estando conformado por los conceptos de lesión y servicio público. Por un lado, la lesión es considerada como el daño o perjuicio antijurídico, sea económico, físico o  moral, que el administrado afectado por la acción administrativa no tiene el deber jurídico de soportar[7]. Este daño debe poseer algunas características básicas como que tiene que ser efectivo (realmente producido en la esfera jurídica del administrado), evaluable (medible económicamente en cualquiera de sus configuraciones)[8] e individualizado o fácilmente individualizable (sobre un sujeto o un conjunto determinado de éstos)[9], según lo establecido por el numeral 238.4 de la LPAG. En el mismo sentido, la antijuridicidad (objetiva) le da carta de naturaleza al menoscabo sufrido por el privado, especificándolo como tal y permitiendo que sea la cobertura jurídica para un posible resarcimiento pecuniario, no importando para esto la legalidad o ilegalidad de la acción administrativa que cause el daño, ya que la responsabilidad se deriva tanto de actuaciones u omisiones ilícitas como de actuaciones lícitas, dado la amplitud de supuestos que permiten “los actos de la administración o los servicios públicos directamente prestados por aquéllas”[10]. En sentido inverso, y bajo estricta necesidad de conformación casuística en la vía judicial[11], no se podría resarcir los atentados patrimoniales por causas justas impuestas por el Ordenamiento, tales como por ejemplo las exenciones preceptuadas en el numeral 238.2 de la LPAG, centradas en actuaciones administrativas enérgicas, razonables y proporcionales cometidas “en defensa de la vida, integridad o los bienes de las personas o en salvaguarda de los bienes públicos”, o, surgidas de manera amplia en aplicación del principio de igualdad ante las cargas públicas por “daños que el administrado tiene el deber jurídico de soportar de acuerdo con el ordenamiento jurídico y las circunstancias”. A esto, cabe agregar unas causales de indemnidad bastante puntuales por situaciones de fuerza mayor, caso fortuito o eventos derivados por acción directa del damnificado o de un tercero, sin que en estos casos el Legislador haya mencionado algunas características básicas para sus respectivas conformaciones tales como si los hechos lesivos deben ser exteriores, imprevisibles o no, indeterminados o no, inevitables o no, o cuáles son los conceptos que guían la introducción de causas ajenas a la organización administrativa (ver el escueto numeral 238.2. de la LPAG).

A mayor abundamiento, y en concreto acerca de las exenciones de fuerza mayor y caso fortuito, es pertinente mencionar que un estudio reciente del profesor BACA ONETO ha puesto en evidencia una mini-crisis normativa, conceptual y terminológica creada por la reforma introducida por el Decreto Legislativo 1092, en cuanto a un régimen que se hace llamar objetivo pero que cuenta con figuras propias de la responsabilidad por culpa. Así, sobre estas causales de indemnidad ha mencionado que “para un observador no familiarizado con el Derecho Civil peruano, la reciente modificaciones de la LPAG realizadas por el Decreto Legislativo 1029 daría una pista definitiva sobre el carácter subjetivo de la responsabilidad, pues frente a la redacción original, que siguiendo a su fuente española, sólo liberaba a la Administración por fuerza mayor, introdujo el caso fortuito como causa de exclusión. Y si la máxima virtualidad de la responsabilidad objetiva es hacer responsable a la Administración por los accidentes; es decir, por el caso fortuito, la responsabilidad sería subjetiva en el Derecho peruano, pues aquella no respondería por éstos. Sin embargo (…) el art. 1972 del Código Civil peruano incluye entre las causas al caso fortuito (…) por lo que nada podríamos deducir del Decreto Legislativo 1029 (…) la inclusión de estas causas de exclusión de responsabilidad y su correspondencia (relativa) con el Código Civil si podrían servir como una pista para determinar el sistema de responsabilidad vigente, pues la fuerza mayor y el caso fortuito se usan en la norma para excluir la responsabilidad objetiva, pues es innecesario contemplarlos expresamente para descartar la responsabilidad subjetiva, ya que basta la ausencia de culpa”[12].

Es evidente, que el Legislador ha atemperado el régimen objetivo, convirtiéndolo en un sistema mixto que admite ciertos conceptos de la responsabilidad aquiliana. Sin embargo, si me gustaría dejar en claro que ambas exclusiones de responsabilidad patrimonial nos llevan a pensar que el alcance universal y absoluto de esta figura se habría puesto en entredicho, si se quiere habría sido aminorado en supuestos concretos, no existiendo sustento para pensar que la Administración Pública deba responder ante todo hecho lesivo causado sobre un patrimonio ajeno, desde su actuar o sola presencia. Estas últimas afirmaciones deben complementarse con un entendimiento cabal acerca de los supuestos de estado de necesidad implantados en la LPAG, en cuanto a la producción de daños (¿jurídicos?) en esferas de administrados en defensa de ciertos derechos constitucionales y bienes jurídicos de importancia previstos en el ordenamiento (ver numeral 238.2), por los cuales “no se busca castigar a nadie, sino simplemente determinar qué patrimonio debe asumir el costo de los daños. Así, puede justificarse que en este caso no responda quien causó el daño, pero sí deba hacerlo quien se beneficio con él. Por tanto, si es daño se produjo en beneficio de terceros, es razonable que no haya responsabilidad administrativa, pues son ellos quienes deben responder”[13].

En otro orden de ideas, los servicios públicos introducidos en la LPAG se interpretan en versión funcional y amplia, como equivalentes a las actividades administrativas ordinarias de diversa índole, o según lo indicado por la jurisprudencia española como “la acción administrativa en su conjunto que abarca todo giro o tráfico normal (…) actividad, gestión o quehacer administrativo”[14]. En ese ámbito, quedarían enmarcados los actos administrativos (la actividad jurídico-administrativa por excelencia), además de “los actos puramente materiales, las vías de hecho, los actos administrativos declarados nulos por los Tribunales contenciosos y, en general, por las acciones u omisiones antijurídicas que el administrado no está obligado a soportar”[15]. Quedarían fuera de la materia indemnizable, por decisión del Legislador en el numeral 238.1. de la LPAG, todas las actividades técnicas gestionadas por concesionarios u otros contratistas que colaboran con las Administraciones Públicas[16], así como los actos “personales” practicados por los empleados públicos[17]. No considero, mereciendo por cierto un estudio particular, que los sujetos delegados a los cuales formalmente se les haya encomendado una potestad administrativa puedan ser directamente imputados por este régimen de la LPAG, sin embargo la Administración titular de esta competencia o función, por co-responsabilidad (culpa in vigilando) frente a los actos del agente delegado, si podría quedar sometida a los alcances de la responsabilidad objetiva.

En cualquier caso, la obra pública sufragada con fondos públicos transferidos desde el Estado a una Municipalidad (recursos extraídos del citado y desaparecido Programa «Agua para todos»), ejecutadas de manera anómala según todos los indicios que se cuentan hasta ahora, resulta siendo un caso típico que se adapta a la cláusula extensa antes mencionada, razón que permitiría juzgar en el Poder Judicial a todos los daños jurídicos pertinentes ocasionados sobre ciertos particulares por parte de las Municipalidades competentes.

Pero, para llegar al anterior punto de un juzgamiento de actuación administrativa, debe existir un nexo causal que junte a la lesión y los servicios públicos, a fin de probar que el funcionamiento regular o no de las actividades administrativas ocasionaron el daño antijurídico, “de manera directa, exacta, exclusiva y sin intervención de elemento extraño alguno (la fuerza mayor, por ejemplo)”[18]. No cabe asumir como resarcibles aquellas lesiones que no cuenten con este elemento. Entonces, estamos en presencia de un requisito o presupuesto directo y exclusivo que permite valorar jurídicamente los hechos u omisiones que aparecerían en un caso concreto. Ahora, la cuestión enunciada de manera genérica no resulta nada sencilla de desenredar, ya que la existencia de relación de causalidad  imputada a la Administración Pública por un daño, presenta aristas que hacen difícil lograr su adecuada definición sin tropezar en un sinfín de problemas que han tratado de ser solucionados mediante teorías de los más diversos estilos (de la previsibilidad, causa remota, causa próxima, equivalencias de las condiciones, la causalidad basada en juicios de probabilidad)[19]. Lo dicho, en nuestro objeto de estudio, abre la discusión hacia dos tesis en razón de las actuaciones administrativas anormales (o ilícitas, por mala prestación de la actividad, tardanza u omisión de la misma), y, en segundo término, por las normales. Así, podemos indicar sobre estos supuestos los siguientes postulados:

a)    En caso de funcionamiento anormal la doctrina comparada se ha decantado por la denominada teoría de la “equivalencia de las condiciones” con objeto de “responsabilizar a la Administración, incluso en el supuesto de que concurra en la acción dañosa un hecho de tercero o haya culpa de la víctima”[20]. En nuestro ordenamiento, dicha tesis se ha visto mitigada, tal como habíamos adelantado y desarrollaremos luego, con la introducción de algunos supuestos abstractos de exclusión basados en la culpa exclusiva o concurrente por un “hecho determinante del administrado damnificado o de tercero” que produzca una determinada lesión.

b)    En cuanto al funcionamiento normal, la jurisprudencia comparada ha aceptado varias teorías “que discriminan la relevancia del hecho causal, es decir causalidad eficiente, causalidad adecuada, imputación objetiva (…) Según la primera de las teoría citadas, cualquiera de los hechos que intervienen en el proceso causal es susceptible de producir daño, mientras que de conformidad con las segundas, para que un hecho sea considerado causa del daño, debe ser idóneo en sí mismo para producirlo”[21]. Nuestro LPAG tiende a decantarse por la idea de un daño producido por actividades administrativas con cierta consistencia y características previas (como que tengan directa e inmediata relación con la lesión, y que sean provistas sólo por organizaciones administrativas). Por tanto, aunque extensa y tuitiva en su ámbito, de saque toda actuación administrativa debe tener ciertos grados de idoneidad de cara a la afectación, sin perjuicio que ésta luego -en sí misma- deba gozar de otras características previstas en el numeral 238.4 de la LPAG. Esto nos lleva a pensar que la ratio legis de este capítulo buscaba llamar la atención sobre el funcionamiento administrativo anormal, colocando en posición secundaria al regular. Esta preferencia impacta en la revisión de la materia litigiosa hecha por el Juez, debiendo éste asumir que el funcionamiento normal indemnizable se consolida desde ciertos criterios de referencia para el resarcimiento y un respeto escrupuloso por la discrecionalidad administrativa, con lo cual sus razonamientos deberán tomar en cuenta “las funciones de la responsabilidad. Y si antes decía que es, sobre todo, garantía y control, ahora añado (…) también seguro y precio. Seguro por el riesgo derivado de ciertas actuaciones inevitables e imprevisibles. Precio por el ejercicio legítimo de ciertas políticas. El riesgo relevante que hay que aceptar puede ser a veces explícito. El precio de la actividad remite a los daños expropiatorios o cuasiexpropiatorios”[22]. Todos estos criterios previos tienen un objetivo doble: evitar la parálisis futura de la organización condenada y un escape a su ejercicio cotidiano de potestades habilitadas por el ordenamiento.

Por otro lado, la imputación de responsabilidad a la organización administrativa implicará entender que no necesariamente toda intervención de terceros exime a la Administración pública de la posibilidad de resarcir económicamente, el Legislador ha incluido en el numeral 238.2 de la LPAG un concepto jurídico indeterminado –hecho determinante– que deberá aplicado e interpretado de manera prudente y moderada por los Jueces. En estos supuestos, existen verdaderas posibilidades de atemperar la responsabilidad administrativa (por concurrencia o compensación de culpas), incluso de quebrar el propio nexo causal (claro de probarse la calidad y autoría del hecho cometido por un privado)[23]. Al respecto, un crítico argumento de L. MARTÍN REBOLLO, puso en evidencia que el tipo de casualidad exigible para la responsabilidad objetiva (por riesgos) se convierte en la clave para dirimir los conflictos surgidos alrededor del sistema, pero en particular para resolver supuestos tan escabrosos como los anteriores, más todavía en tiempos como los nuestros donde los conocimientos y datos de diversa índole son abundantes y ultra especializados; por eso, por encima del uso de una palabra de acompañamiento o formales argumentos que adornen la sentencia, hace falta que el Juez ponga mucho empeño en definir la relación de causalidad entre el productor y la afectación cometida[24]. Todo esto, con mucho mayor énfasis, cuando se pretenda excluir la responsabilidad administrativa.

En conexión con lo anterior, siguiendo el mismo elemento conceptual y aristas del “hecho determinante” del numeral 238.3 de la LPAG, resultaría más claro el supuesto de exención del riesgo cuando la imputación directa y total del daño sea atribuible al propio administrado afectado, sin posibilidad alguna de poder trasladar, o esgrimir recodos de relación con actuaciones administrativas. Por tanto, la culpa de la víctima debe ser valorada y subsumida por el Juez como el presupuesto causal entre los hechos y las consecuencias patrimoniales negativas acaecidas. Entonces, estamos nuevamente ante la quiebra del nexo causal por concurrencia o compensación de culpas. En el mismo sentido, un par de ejemplos de estas situaciones, provenientes de la jurisprudencia española, podrían ayudar para dar mayores luces sobre este tema: así puede eliminarse la responsabilidad patrimonial por el suicidio de un detenido en una celda policial (STS de 18 de mayo de 2002), aunque en este caso se haya discutido abiertamente la culpa in vigilando y negligente custodia del preso; en segundo término, la explosión de un depósito de gas por descuido comprobado del particular (STS de 25 de enero de 1992)[25]. En estos dos casos, el argumento principal para consolidar la indemnidad es la prueba hecha por la organización administrativa involucrada, de que sus actuaciones se desplegaron normalmente (sean de guardia policial, fiscalización o inspección), sin errores u omisiones, tal como lo había efectuado anteriormente en otros casos de similar naturaleza o condición.

Una especificación más sobre la imputación jurídica. No basta con que el daño pueda ser endosable –a priori- a la Administración pública, resulta necesario que en cualquier caso esta lesión, sea en funcionamiento normal o anormal de las actividades administrativas, so pena de extender irregularmente la capacidad tuitiva de la responsabilidad objetiva hacia supuestos que no se incardinan en el servicio público; sea causada por un empleado público “realizando una actividad relacionada con el servicio, pues de otro modo no sería el servicio el que creara el riesgo, sino un sujeto particular; y ya se visto que sólo se puede imputar daño a aquel que ha creado el riesgo cuya realización ha causado el resultado lesivo. Por esta razón, no se imputan a la Administración los daños que los agentes públicos causen cuando actúen con desconexión total del servicio. Los daños que se imputan a la Administración son aquellos que derivan de la realización de los riesgos propios de los servicios públicos, por lo que si falta este elemento, la mera pertenencia formal del causante del daño a la organización administrativa no dará lugar a la responsabilidad de ésta”[26].

Un punto aparte que merece ser analizado es la regla introducida por el artículo 1 del Decreto Legislativo 1029, mediante la cual se reforma íntegramente el numeral 238.3 de la LPAG, preceptuándose la obviedad de que la declaratoria judicial o administrativa de nulidad de un acto administrativo “no presupone necesariamente derecho a la indemnización». Y digo esto, porque la nulidad genera un efecto inmediato, determinado por el vicio jurídico transcendente y grave, subsumido en una causal legalmente establecida y que ha quedado demostrado en la estructura del acto anulado; esto es su expulsión y la destrucción completa de todos los efectos que ha producido, imposibilitándose la emisión de otros nuevos. En suma, la nulidad declarada oficialmente por la autoridad competente, en tanto, el más enérgico instrumento de respuesta y remedio ante un acto inválido, permite el surgimiento efectivo de la máxima quod nullum est nullum effectum producit y la liquidación de la presunción de validez de éste (el principio de legalidad prima por sobre la estabilidad de las relaciones jurídicas y la seguridad jurídica)[27]. De ninguna manera, con la emisión de una declaración judicial o administrativa anulatoria, podría justificarse que el vicio invalidante produce una lesión contra un privado, con lo cual el nexo causal quedaría reservado para otro tipo de revisiones y probanzas que miren directamente a este presupuesto. Más aún, no todas las anulaciones pueden producir afectaciones patrimoniales a la esfera jurídica de los privados, porque en algunos casos la materialización de la invalidez de un acto es causada por el mismo administrado o provienen de la práctica de potestades discrecionales habilitadas por el Legislador a la organización administrativa para que conforme directamente el interés público, desde distintas opciones y criterios no necesariamente jurídicos. Al respecto, BLASCO ESTEVE ha destacado que la responsabilidad de la Administración se atenúa en las declaraciones de actos inválidos, restringiéndose sus posibilidades de efectividad por debajo de otros ejemplos como el resarcimiento por lesiones causadas frente a actos materiales o la desviación del poder, no siendo posible en estos supuestos llevar hasta sus últimas consecuencias la concepción objetivista de la institución[28].

Por tanto, debe entenderse la diversidad de causas y responsables que ocasionan la invalidez jurídica de un acto administrativo, apareciendo esta regla sólo para reafirmar la necesidad de probanzas judiciales a partir de una pretensión autónoma, destinadas a revisar los posibles presupuestos de responsabilidad patrimonial que hemos venido explicando. En ese orden de ideas, considero que los profesores ABRUÑA y BACA han hecho bien, a partir de los alcances de la regla establecida en el numeral 205.1 de la LPAG, en puntualizar que “esta previsión general de la obligación indemnizatoria debe ser matizada, pues únicamente debe indemnizarse cuando además, el particular no tenga el deber de soportar el perjuicio. Así, por ejemplo, ha de distinguirse entre la pérdida “subjetiva” de las condiciones que justificaron la emisión del acto, que generalmente no será indemnizable, y la pérdida “objetiva”, que si lo será”[29].

Para cerrar estas breves líneas, quisiera presentar una pieza conceptual que merece especial atención por impactar en el cauce (jurisdiccional) donde se definen los elementos antes vistos y la posibilidad consecuente de resarcir a un afectado; ésta es el principio de unidad jurisdiccional. La figura mencionada se desprende de la propia configuración del régimen de responsabilidad administrativa reconocido en la LPAG y de la pretensión procesal de más reciente aprobación preceptuada en el incorporado numeral 5 del artículo 5 de la LPCA, produciendo la obligación de que cualquier supuesto que se convierta en materia judicializada, deba ser ventilado -de manera exclusiva- en la sede contencioso-administrativa, salvo “la sola excepción de la jurisdicción penal cuando la responsabilidad civil deriva de un delito cometido por funcionarios; supuestos en el que la responsabilidad de la Administración es sólo subsidiaria”[30]. Podría afirmase la existencia de una excepción más al principio de unidad jurisdiccional, puntualmente cuando la organización administrativa, previa aceptación regulada por Derecho administrativo, se desprende de sus potestades y privilegios (ius imperium) para desenvolverse como un privado más sometido al Derecho común, claro en estos casos este sujeto se liga al sistema de responsabilidad civil del Código Civil, pero no por razones “ontológicas” (de naturaleza originaria), sino más bien porque existe un acto administrativo que permite y fundamenta la transformación temporal o casuística de la Administración en un sujeto de naturaleza privada. Por tanto, la unidad del fuero procesal no se desintegra de ninguna manera frente al caso presentado, por el contrario se reafirma, ya que todas las actuaciones administrativas de la organización administrativa, en tanto organización del Poder Público, podrían ser sometidas a su cauce jurisdiccional natural (el contencioso-administrativa), con la finalidad de revisar si producen afectaciones patrimoniales contra los administrados.

En el mismo sentido al explicado en el párrafo anterior, el profesor L. MARTIN REBOLLO acepta que la jurisdicción civil puede ser competente, no sólo para estas actuaciones residuales e instrumentales de las organizaciones administrativas en las que las afectaciones derivan de “la actividad estrictamente privada y ajena al servicio del funcionario”[31], sino también para daños ocasionados por empresas públicas de configuración jurídico-privada (sociedades mercantiles) y “cuando la Administración tiene asegurada su actividad y el dañado se dirige contra la entidad aseguradora (…) planteándose la delicada cuestión de quién verifica ab initio la realidad del daño y su extensión (…) Al refugiarse en la técnica aseguradora privada, la Administración no puede pretender evitar una consecuencia derivada de ella en garantía de las víctimas”[32].

Finalmente, a partir de todo lo expuesto, no deben quedar dudas que el camino del resarcimiento material ante los daños jurídicos continuos producidos sobre un sinnúmero de chiclayanos y lambayecanos se encuentra abierto y debe ser explorado por los interesados. No debe permitirse, al menos no bajo el avance actual de nuestra sociedad, que los ciudadanos de estas dos ciudades tan importantes del país, puedan ver melladas sus libertades económicas, la protección a la salud, el derecho a un medio ambiente sano y equilibrado, la libertad de locomoción, las propiedades en sus diversas modalidades, entre otras facultades; sin que las Administraciones Públicas generadoras de estas agresiones puedan hacerse económicamente responsables. Hacer lo contrario, y permitir que estas lesiones sean asumidas por los mismos afectados (quizás por su propia falta de defensa), sin que medie intervención reparadora, sería aceptar que las obras públicas son formas implícitas y aceptables de detrimento del patrimonio individual.


[1] Este documento de la Comisión de Fiscalización se denomina Informe Final del Grupo de Trabajo encargado de investigar las presuntas irregularidades en las obras: “Mejoramiento y Ampliación Integral de Sistemas de Agua Potable y Alcantarillado de la provincia de Lambayeque”- “Mejoramiento de las Redes de Agua Potable y Alcantarillado con conexiones domiciliarias del casco central de Chiclayo Antiguo y Colectores Pedro Ruiz, Francisco Cabrera y Elvira García y García -Chiclayo”.

[2] Vignocchi, Gustavo, “La responsabilidad civil, administrativa y penal de los Funcionarios del Estado (con especial referencia a la legislación italiana)” en Revista Documentación Administrativa, número 119, 1967, p. 11.

[3] Martin Rebollo, Luis, “La acción de regreso contra los profesionales sanitarios (Algunas reflexiones sobre la responsabilidad pública y la responsabilidad personal de los empleados públicos)”, pp. 9-10.

[4] Bermejo Vera, José, Derecho administrativo básico, Cívitas-Thomson, Madrid, 2008, p. 467.

[5] Gallardo Castillo, Miriam, Régimen jurídico de las Administraciones Públicas y del procedimiento administrativo común, Tecnos, Madrid, 2010, p. 696. (Las cursivas son nuestras).

[6] Sánchez Morón, Miguel, Derecho Administrativo. Parte General, Tecnos, Madrid, 2010, p. 916.

[7] Por todas se pueden revisar las sentencias del Tribunal Supremo Español de 8 de julio de 1971, de 27 de enero de 1971 y de 16 de febrero de 1999. También, es pertinente revisar la obra de Jiménez Lechuga, Francisco Javier, La responsabilidad patrimonial de los Poderes Públicos en el Derecho español, Marcial Pons, Madrid, 1999, p. 263.

[8] Esta característica elimina la posibilidad de indemnización del daño futuro, eventual, hipotético, condicionado, o que simplemente no demuestra su producción sobre un objeto determinado. En este punto, y siguiendo los primeros criterios, por su entidad económica y efectividad material, podrían ser indemnizables los daños morales pero no las supuestas lesiones causadas por las cargas regulares de la vida social (trazados por desvío de carreteras, pago de impuestos, eliminación de residuos sólidos o desperdicios). Vid. Bermejo Vera, José, Derecho administrativo básico, p. 469.

[9] Martin Rebollo, Luis, “Ayer y hoy de la responsabilidad patrimonial de la Administración. Un balance y tres reflexiones”, p. 345.

[10] Cfr.  Jiménez Lechuga, Francisco Javier, La responsabilidad patrimonial de los Poderes Públicos en el Derecho español, p. 254.

[11] Frente a lo señalado en el párrafo principal, el profesor L. Martín Rebollo ha caracterizado a este régimen de responsabilidad patrimonial indicando que es “un sistema sencillo, avanzado y generoso. Pero es también un sistema casuístico –lo cual es inevitable- y un sistema inseguro, lo cual cabe preguntarse si es igualmente inevitable”. Vid. Martin Rebollo, Luis, “Ayer y hoy de la responsabilidad patrimonial de la Administración. Un balance y tres reflexiones”, p. 345. (Las cursivas son nuestras).

[12] Baca Oneto, Víctor, “¿Es objetiva la responsabilidad patrimonial de la Administración Pública en el Derecho Peruano? Razones para una respuesta negativa” en Revista de Derecho Administrativo, número 9, año 5, pp. 247-248.

[13] Baca Oneto, Víctor, “¿Es objetiva la responsabilidad patrimonial de la Administración Pública en el Derecho Peruano? Razones para una respuesta negativa”, p. 248.

[14] Al respecto, es conveniente revisar la Sentencia del Tribunal Supremo Español de 27 de marzo de 1980.

[15] Jiménez Lechuga, Francisco Javier, La responsabilidad patrimonial de los Poderes Públicos en el Derecho español, p. 248.

[16] La regla general que impide la respuesta resarcitoria de la organización administrativa frente a daños ocasionados por contratistas o concesionarios, sujetos privados colaboradores de este Poder Público no integrados –evidentemente- en su estructura, se podría quebrar cuando cualquiera de los segundos actúa “cumpliendo una orden de la Administración, pues en estos supuestos está obligado a realizar todo aquello que la Administración le ha ordenado; con lo cual, le está considerando como un agente suyo (…) aunque en estos casos el daño lo haya causado el concesionario, no le es a él imputable, sino al autor mediato, que es la Administración, ya que se ha valido de este sujeto para realizar su voluntad”. Vid. Beladiez Rojo, Margarita, Responsabilidad e imputación de daños por el funcionamiento de los servicios públicos, Tecnos, Madrid, 1997, p. 151.

[17] Cfr. Morón Urbina, Juan Carlos, Comentarios a la Ley de Procedimiento Administrativo General, p. 762.

[18] Jiménez Lechuga, Francisco Javier, La responsabilidad patrimonial de los Poderes Públicos en el Derecho español, p. 256.

[19] Cfr. Baca Oneto, Víctor, “¿Es objetiva la responsabilidad patrimonial de la Administración Pública en el Derecho Peruano? Razones para una respuesta negativa”, p. 236. Este autor peruano sigue en este punto a la importante reflexión expresada por el profesor español Santamaría Pastor sobre las dificultades para conceptualizar la causa jurídico-administrativa. Vid.  Santamaría Pastor, José Alfonso, “La invalidez de los contratos públicos” en Vol.  Col. Comentarios a la Ley de Contratos de las Administraciones públicas, Cívitas, Madrid, 2004, p. 385 y ss.

[20] Bermejo Vera, José, Derecho administrativo básico, p. 471.

[21] Bermejo Vera, José, Derecho administrativo básico, p. 471.

[22] Martin Rebollo, Luis, “Ayer y hoy de la responsabilidad patrimonial de la Administración. Un balance y tres reflexiones”, p. 367.

[23]Cfr. González Pérez, Jesús y González Navarro, Francisco, Régimen jurídico de las Administraciones Públicas y del procedimiento administrativo común, Cívitas, Madrid, 1993, p. 125.

[24] Cfr. Martin Rebollo, Luis, “Ayer y hoy de la responsabilidad patrimonial de la Administración. Un balance y tres reflexiones”, p. 346.

[25] Bermejo Vera, José, Derecho administrativo básico, p. 473.

[26] Beladiez Rojo, Margarita, Responsabilidad e imputación de daños por el funcionamiento de los servicios públicos, p. 152.

[27] Cfr. Baca Oneto, Víctor,  “La Ley 27444 y la mal llamada nulidad de pleno derecho” en Revista Peruana de Jurisprudencia, número  48, 2006, compendio especializado, p. 7 y ss. También de este autor es pertinente revisar su trabajo “La inexistencia, una noción instrumental necesaria en el Derecho Administrativo Peruano” en Vol. Col. Derecho Administrativo Contemporáneo. Ponencias del II Congreso de Derecho Administrativo, Palestra, 2007, p. 252 y ss.  En la doctrina comparada existen innumerables trabajos sobre esta materia, pero siempre es necesario revisar a Santamaría Pastor, José, La nulidad de pleno derecho de los actos administrativos, Instituto de Estudios Administrativos, Madrid, 1972.

[28] Blasco Esteve, Avelino, La responsabilidad de la Administración por actos administrativos, Cívitas, Madrid, 1985, p. 34 y ss.

[29] Abruña Puyol, Antonio y Baca Oneto, Víctor, Notas al curso de derecho administrativo, pro manuscrito, 120.

[30] Martin Rebollo, Luis, “Ayer y hoy de la responsabilidad patrimonial de la Administración. Un balance y tres reflexiones”, p. 345.

[31] Martin Rebollo, Luis, “Ayer y hoy de la responsabilidad patrimonial de la Administración. Un balance y tres reflexiones”, p. 353.

[32] Martin Rebollo, Luis, “Ayer y hoy de la responsabilidad patrimonial de la Administración. Un balance y tres reflexiones”, p. 354.

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