En los últimos años se viene sugiriendo la posibilidad de emplear el mercado para la protección de los recursos naturales y el medio ambiente. Así, entre los autores que proponen esta idea se encuentran: Terry L. Anderson[1]y Carol M. Rose[2]. La idea es sencilla, si es que se reconoce u otorga un derecho de propiedad susceptible de negociación, entonces el mercado contribuirá a sincerar la explotación de los recursos y favorecer su conservación.
El resto del discurso de los promotores de esta corriente es meramente una consecuencia lógica de este punto. No se me malinterprete, no es mi intención menospreciar esta idea, en realidad lo que deseo es describir y condensar fielmente esta posición, toda vez que los autores se esmeran en explicar cómo el mercado generará incentivos adecuados sobre los “titulares” de los derechos de propiedad sobre “recursos naturales” y el “medio ambiente”.
Dentro de los incentivos que se resaltan se encuentran:
(i) la difusión de información acerca del valor de los derechos, garantizando su posterior asignación a usos más eficientes;
(ii) el mejor aprovechamiento del recurso, pues su titular procurará no sobre explotarlo y por ende se preocupará por implantar prácticas que aseguren su conservación; y,
(iii) la reducción de la intervención estatal, sea por medio de organismos públicos, sea de políticos; minimizando las posibilidades de corrupción.
A pesar de compartir gran parte del planteamiento debo subrayar ciertos defectos. Por ejemplo, Anderson reconoce que existe una correlación entre renta y calidad ambiental, o, en términos sencillos, mientras más rico sea el país tendrá un mejor medio ambiente (p. 10); y sostiene que es un índice de la formación del denominadoambientalismo de libre mercado (p. 11), cuando, tal vez, no sea más que la comprobación de que en una sociedad con mayores ingresos (e información) los ciudadanos exigirán a sus políticos mejores condiciones de vida o, siendo suspicaz, la constatación de que las empresas de estas “nacionalidades” desarrollan sus actividades contaminantes en otras latitudes (sea porque allí encuentran el recurso, por mejores condiciones impositivas o de régimen laboral, etc.). En esta línea de ideas, cabe mencionar que Anderson reconoce que en el itinerario necesario para lograr el crecimiento económico inicialmente existirá una degradación ambiental, pero que ello se revertirá una vez que el crecimiento se alcance (p. 10). Tal afirmación me suscita algunas reservas, acaso la principal sea que el desarrollo económico no se encuentra garantizado por la implementación de ciertas políticas públicas o por la abstención estatal en el mercado.
Por tal motivo, es posible que los sacrificios ambientales de hoy no logren ser compensados con los beneficios en esta misma área que podrán ser establecidos cuando en el país emergente se logre el ansiado crecimiento (debido al riesgo de desarrollo y por el desconocimiento del nivel real de degradación ambiental a nivel global, vale decir, el incremento de contaminación en el que se embarcarían todas las naciones emergentes por el período necesario para lograr su crecimiento económico podría ser tan alto que impida que las políticas posteriores reviertan tal degradación).
Esta constatación lleva, por ejemplo, a Rose a reconocer que los derechos de propiedad privada “no necesariamente conducen a la protección medioambiental” (p. 19). Sin embargo, cuando Rose reseña las posturas de Garret Hardin y Elinor Ostrom nos presenta un cuadro más acabado sobre el potencial impacto positivo del mercado en el manejo de recursos naturales y en el cuidado del medio ambiente. Acaso este último punto merezca algunas precisiones adicionales.
En principio, en las reseñas hechas a Hardin y Ostrom no se alude al rol del mercado pero sí sirven de insumo para demostrar los méritos de un régimen de propiedad colectiva que se concibe como distinto a un régimen de libre acceso (pp. 8-9). De Hardin se extraería aquel riesgo que subyace a la mala asignación de determinada titularidad (la llamada tragedia de los bienes comunes), vale decir, el peligro de sobre explotación y destrucción del recurso; situación que se producirá cuando no existan instituciones formales o informales que regulen aquellos actos que se pueden realizar respecto del “bien común” (p. 9). De otro lado, con Ostrom se pueden percibir las posibilidades de autorregulación de los individuos que están enlazados al “bien común”. Estoy seguro que alguien podrá replicarme que no hay intervención explícita o directa del mercado y… ¡ese es precisamente el punto! Aquí son las personas quienes encuentran la solución, sin que el mercado intervenga en términos estrictos, pero si entran a tallar otras figuras (como la abstención del Estado).
Lo apenas resaltado me sugiere una idea: no necesariamente a consecuencia de la ausencia de la intervención estatal se debe dar paso a un mecanismo de mercado. En efecto, como nos enseña Ostrom,podría suceder que ciertas comunidades opten por mantener la propiedad colectiva no sólo por respeto a sus tradiciones, sino porque las reglas creadas permiten un uso adecuado de los recursos y porque garantizan su conservación a largo plazo. Naturalmente admitiré que como todotertium genus tiene ciertos ecos de las opciones tradicionales: aquí se reconoce a los particulares las libertades básicas requeridas para concurrir en el mercado pero, paralelamente, la elección de los particulares imita parcialmente una solución estatal que extrae al bien o recurso (y muchas veces las titularidades sobre él) del mercado.
Empero, no significa que los esquemas de libre mercado no deban ser empleados. Lo único que se sugiere, a semejanza de lo indicado por Rose, es que cuando por razones de eficiencia o por propia elección de los individuos el mecanismo de mercado se imponga (“derechos modernistas”) esto no garantiza que se protegerán los recursos y el ambiente (a pesar del deseo de crear derechos de propiedad medioambientales, pues su propia aparición se da tardíamente –pp. 23 y 24–); como tampoco existe garantía con los esquemas de Hardin y Ostrom.
Finalmente, una preocupación que me suscita esta teoría es la idea de que la propiedad privada permitirá necesariamente la correcta asignación de los recursos. A primera vista parecería que no debo preocuparme puesto que el principal mérito del mercado reside en la asignación de recursos. Sin embargo, puede llegar a ser un problema dado que en este espacio la valuación subjetiva sólo se materializa a través de actos de consumo, por lo que si uno no realiza tales actos no demostrará si tiene una alta (o baja) valuación subjetiva. Así, el acceso al mercado es una condición más que fundamental. Adicionalmente, cuando uno concurre en el mercado es porque requiere encontrar a alguien que le provea de un bien o recurso que reúna una relación calidad/precio que se ajuste a nuestras limitaciones presupuestarias y necesidades; entonces el riesgo de que las personas en situación de pobreza reciban menor cantidad de recursos y con una menor calidad se acentuará (si bien el “riesgo” ya es un dato de la realidad cotidiana), sobre todo porque los particulares que más “necesitan” (o quienes pueden concurrir al mercado a efectuar actos de consumo) son quienes realizan actividades económicas. En tal sentido, y a fin de evitar que las personas en situación de pobreza, no tengan acceso a ciertos bienes y/o recursos (sin olvidar los incentivos perversos que se pueden generar en el particular para controlar la producción de un recurso de por sí escaso) el Estado deberá entrar a regular o arbitrar en este nuevo mercado, por lo que su participación sólo se habrá visto alterada más no eliminada.
En este orden de ideas, considero que los planteamientos de los autores –en términos generales– resultan sugerentes, pero exigen un análisis más detallado para establecer si su implementación beneficiará la explotación y la conservación de recursos naturales, y en última instancia al medio ambiente.