No me cansaré de repetir que los políticos de este país tienen poca intención de mejorar el estado ruinoso de nuestro empleo público. En general, existen en sus argumentos y torpes respuestas, excesiva informalidad, un ansia desmesurada por buscar el aplauso del día y mucha ignorancia técnica en el contenido de las políticas públicas formuladas, tanto, que a veces, éstas parecen destinadas a liquidar lo poco rescatable que puede quedar en los sistemas de recursos humanos de las organizaciones del Poder público. Y lo peor de todo, es que no se quiere entender (y no se comprende en definitiva) que la trillada reforma del Estado (que en el fondo encierra la reforma administrativa, la transformación del Poder más extendido y de habitual impacto social) sólo es posible si se pone en el centro de estos emprendimientos al ser humano que labora y está puesto a su servicio.
Por otro lado, considero que lo que más se debe evitar en una reforma son las medidas normativas desarticuladas y temporales, poco eficaces en los intentos por reconstruir los tropiezos u omisiones del Estado. En general, es necesario que nuestros representantes políticamente elegidos, sobre todo el Presidente y los Parlamentarios, acepten ciertas líneas matrices imposibles de cambiar, las cuales bien podrían ser resumidas así: “Nada de programas espectaculares, ni de reiterados enunciados de intenciones; a ninguna parte conducen. La valoración de las reformas administrativas, de todos los países, y de todos los tiempos, ha sido siempre negativa y decepcionante. Demasiado ruido y pocas nueces. La Ley, y en general la norma jurídica, sólo tienen valor como instrumento de transformación social –y eso es precisamente lo que se pretende- cuando hay una moral y una voluntad de llegar a un objetivo determinado. Es aquí donde es preciso hacer hincapié: en la voluntad política para afrontar la transformación de la Administración”.[1]
Ahora bien, a mi modo de ver, la instauración del CAS no va en la ruta descrita, pues si revisamos el argumento de fondo usado para explicar su puesta en marcha, repetido en diversos estamentos y foros -la restitución de los derechos laborales más elementales para los más de 81 mil trabajadores que se adscribían al yugo del irregular sistema de la locación de servicios– nos será fácil descubrir que éste es más una razón parcial y efectista, antes que una decisión bien lograda capaz de construir un funcionariado profesional que permita el funcionamiento y la consecución de fines del Estado social democrático de derecho al margen de los vaivenes propios de la democracia representativa.
Mi ánimo negativo hacia esta figura tiene varios puntos de apoyo. En primer término, ésta ni cumple realmente, por su propia diagramación conceptual, con las finalidades tuitivas planteadas en el anterior párrafo. Luego, muestra serios problemas de armonización entre los mecanismos, institutos y principios extrapolados de diversos sectores jurídicos (principalmente los de Derecho administrativo y Derecho laboral privado). Y, finalmente, esta categoría tiene muchas grietas de cara a la Constitución, tantas, que la ponen en una posición débil y de viabilidad dudosa en el futuro cercano.
Pero más allá de lo señalado, lo más relevante debido a su directa conexión con la salvaguarda del interés general, es que no se sabe si este régimen cumplió algún papel en la regeneración de lainstitucionalidad de nuestro aparato administrativo, verdadero cambio que a voz en cuello se reclama al Gobierno de turno. Si se quiere, resulta difícil extraer las bondades del CAS de cara a afrontar temas tan concretos como: “la baja moral y escepticismo del funcionariado, con un desenganche psicológico casi absoluto respecto a la tarea que debe cumplir (…) Productividad y horarios de trabajos espectacularmente reducidos (…) Desequilibrio e irracionalidad en el reparto de funciones (…) Resolución tardía de los asuntos, si es que tal resolución llega realmente a producirse (…) Formalismo y, a veces, juridicismo a ultranza, sin entrar con frecuencia en los temas de fondo, que van quedando sin resolver (…) Tramitaciones lentas y engorrosas que sólo se justifican en sí mismas (…) Politización innecesaria y excesiva (…) Abandono por nuestra Administración de lo cotidiano –resolución de expedientes y actuaciones concretas, cuando cabría plantear si la Administración no es precisamente lo cotidiano– mantenimiento de una excesiva y patológica tendencia –a semejanza de lo que ocurre con la clase política– a incidir en lo excepcional, pretendiendo con ello asumir y mantener de modo permanente de un cierto poder carismático de innovación”[2].
Otra cuestión oscura de la figura son losconfusos impulsos que animaron su aprobación, los cuales no desencadenan ni por asomo en un producto final ordenado y sistémico. En particular, el caos empieza a notarse desde un puntual y no pequeño descuido. Se quiere legislar -al menos así lo hace saber la breve exposición preliminar contenida en el D.L. 1057- sobre materias tan importantes como elfortalecimiento institucional y la modernización del Estado sin mirar la raíz de todo: la Constitución. En ese sentido, nuestros políticos pretenden arrogantemente que un fin altísimo, el fortalecimiento y modernidad del Estado, se pueda alcanzar regulando materias solitarias y desconectadas pertenecientes a nuestro todavía imberbe Derecho de la Función Pública. Proponer soluciones sin mirar si quiera de reojo los contornos generales (constitucionales) del todo, es poco más que una quimera y completa irresponsabilidad. Es creerse simplemente un ser de corte absoluto cuando, ciertamente, se es uno minúsculo.
Más allá de lo explicado, los argumentos de fondo en nuestro tema se deberán encontrar en el obligatorio contraste que se debe hacer entre el novísimo régimen del CAS frente a la diagramación de la función pública recogida en nuestra CP. Y lo primero que encontramos, directamente y sin escarbar mucho, es una protección sólida que otorga la Carta magna a un régimen estatutario de carrera pública, a través de la garantía institucional contenida en su seno (artículo 40), a fin de que éste sea el sistema ordinario y regular que permita materializar de manera correcta el ejercicio de potestades llevado adelante por los funcionarios (y trabajadores en general) puestos “al servicio de la Nación” (artículo 39).
De estas normas constitucionales se infiere sin mayor problema, que las funciones públicas deberán ser encauzadas a través de la carrera pública, ya que la práctica de la primera no puede ser instrumentada en formas o especies jurídico-privadas, ni menos, permitirse que en bloque se extrapole todo su régimen a instituciones del Derecho privado[3]. La sumisión a normas distintas sólo será posible cuando el propio Derecho Administrativo haga “las remisiones correspondientes o la apertura o habilitación precisas para que la Administración se sujete a esas otras ramas distintas del Ordenamiento, estableciendo las condiciones o límites que correspondan”.
En suma, sólo y bajo los requerimientos detallados, asumiendo el carácter residual y perfectamente ligado al núcleo duro de Derecho administrativo, se podrá poner en marcha modelos bajo regímenes jurídico-privados (utilizando el Derecho laboral, por ejemplo). Dicho esto, la diagramación de nuestro empleo público quedaría marcada por una carrera estatutaria constituida como un “sistema profesional de función pública, como regla general, compatible con otros que deberían tratarse comoexcepcionales”.
No se puede cambiar de un plumazo la opción escogida por el Constituyente, al menos, el que escribe no conoce una manera regular para que los detentadores temporales de los Poderes constituidos puedan modificar (o desconocer quizás) las instituciones de la CP sin pasar por un proceso de reforma. Y digo, exactamente desconocer, porque esto es lo que se hace cuando se regula instituciones o nuevos regímenes de empleo público, con retazos de uno y otro lado (como sucede con el CAS), sin tomar en cuenta o de espaldas a las definiciones, reglas y principios generales del sistema básico. A la larga, lo que se ha generado y permite implementar es un molde extra constitutionis.
Pero, la situación se complicaría si los iniciales esfuerzos tuitivos que motivaron la formulación del dispositivo comentado, terminan constituyéndose en realidades estériles que no miran ni siquiera las elementales y mínimas pautas existentes en el régimen de trabajo del Derecho privado (que es de donde provienen buena parte de sus impulsores). Tenemos, entonces, materialmente, un apartamiento de más de 81 mil personas (y plazas de la Administración pública) del estatuto funcionarial regular y un grave problema de aplicación de más de 15 años de la Carta Magna en la práctica cotidiana.
Quizás, el legislador delegado ha olvidado al momento de poner en vigor el CAS, que existe esta decisión y protección constitucional puestas en favor de la carrera pública; amnesia que por lo demás no es nueva, pues, como refiere DANÓS, muchos impulsores de proyectos normativos provenientes esencialmente del Derecho laboral, algunos años atrás, habían pretendido excluir –con un poco más de fortuna que en la actualidad- el refuerzo descrito de esta institución. Ahora bien, lo fundamental frente a esto es entender, sin indiferencias dolosas o negligentes, que resulta imposible “que en el futuro el legislador pueda disponer sin más la aplicación a todo el personal de la administración pública del régimen laboral ordinario propio de los trabajadores del sector privado”[4]. Es decir, en términos más cercanos a nuestro objeto de estudio, existe una expresa prohibición para que plazas públicas puedan apartarse de la carrera pública ordinaria (o alguna especial), pasando -sin más- a regímenes “de Derecho administrativo” pero con salpicaduras de arriba a abajo del Derecho laboral-privado (como si los dos sectores se pudieran fusionar tan fácilmente), establecidos desde la conocida y dañina inventiva de nuestros políticos.
Por lo descrito en el último párrafo, es que se requiere una ordenación positiva de Derecho administrativo que permita vincular al legislador ordinario sobre unos aspectos obligatorios y definidores del estatuto funcionarial que puedan protegerlo de una hipotética desaparición o transformación que lo hiciera indescifrable o sin contenido. Siendo así, considero que los conceptos esenciales de la carrera a normar son: el acceso y pérdida de la condición de funcionario, las incompatibilidades de éste, las situaciones de su régimen distributivo, la clarificación de sus derechos y deberes, las posibilidades de movilidad, el régimen disciplinario, algunas fórmulas de laboralización (como la negociación colectiva, huelga y participaciones sindicales), las posibles vías de resolución de conflictos y sistemas no procesales de resolución con la Administración empleadora.
Es el Derecho administrativo en pleno vigor, sin recortes camuflados o confinado a una mera cobertura nominal (como hasta ahora aparece recogido en los dispositivos del CAS), el que debe asumir las riendas del empleo público en el Perú. Las razones aportadas, además de tener (ni más ni menos) un origen constitucional, son las únicas que permitirían enlazar y comprender un fundamento definitivo de esta preponderancia y exclusividad ordenadora. Como indicaba LAGUNA DE PAZ, el Derecho Administrativo “es el fruto de la sabiduría acumulada durante siglos, especialmente desde que la Revolución francesa sentara las bases jurídico-constitucionales para el efectivo sometimiento del Poder a la norma. El Derecho Administrativo es, por tanto, antes que nada, un caudal de experiencia en la organización del Poder público y en la regulación de sus relaciones con los ciudadanos; es una manifestación cultural de primer orden, que permite la resolución pacífica de estos conflictos”[5].
No se puede desconocer la valía de este pilar de la ciencia jurídica en la búsqueda de “equilibrio entre la más eficaz consecución del interés público y la protección de los derechos e intereses de los ciudadanos. El Derecho Administrativo —dice P. WEIL— está orientado a la realización cotidiana de un auténtico milagro: hacer compatible el poder con la libertad, el interés público con el interés privado y asegurar la convergencia de tan dispares exigencias en un cierto punto de equilibrio. Y, durante dos siglos, contra todo pronóstico, el Derecho administrativo ha convertido ese milagro en realidad”.
En nuestra función pública, el camino rutinario detallado que le correspondería (por ser un Derecho administrativo especial), podría quebrarse si ésta se somete a dispositivos como el CAS, normas en las que el nombre, algunos institutos y principios son jurídico-administrativos pero -a la par- extrañamente aparecen reglas y contenidos de Derecho privado, confusa cuestión que no termina por comprender que este último se encuentra “inundado por normas garantistas, de ius cogens (…) lo cierto es que sigue estando pensado —y así debe seguir siendo— para personas que pueden regir sus actos por el principio de autonomía de la voluntad, algo que evidentemente no pueden hacer las Administraciones públicas”[6].
[2]Martín-Retortillo Baquer, Sebastián, El reto de una administración…Ob. cit. p.s. 22-23.
[3]Cfr. Martínez López-Muñiz, José Luis, “¿Sociedades públicas para construir y contratar obras públicas? (A propósito de algunas innovaciones de la Ley de acompañamiento de presupuestos del Estado para 1997)” en RAP, número 144, 1997, p. 60.
[4]Danós Ordoñez, Jorge, “El régimen de carrera pública y la necesidad urgente de su reforma” en Vol. Col. coordinado por Danós O. y otros El derecho administrativo y la modernización del Estado peruano, Grijley, Lima, 2008, p. 508.
[5]Laguna de Paz, José Carlos, “La renuncia de la administración pública al derecho administrativo” en RAP, número 136, 1995, p. 204
[6]Laguna de Paz, José Carlos, “La renuncia de la administración pública al derecho administrativo” en RAP, número 136, 1995, p. 204