Escrito por Gustavo Zambrano (*)
En el último año, he trabajado en evaluaciones de riesgo a derechos humanos como parte de diagnósticos de debida diligencia. Esta experiencia me ha evidenciado una convergencia fundamental entre los avances y logros ya alcanzados en sostenibilidad y la identificación de riesgos que enfrentan los terceros con los que las empresas interactúan, en particular al ejercicio de sus derechos. En este contexto, la materialidad de impacto se presenta como una herramienta clave para conectar ambos enfoques, permitiendo no solo reconocer los efectos de la actividad empresarial en las personas y comunidades, sino también transformar este conocimiento en estrategias de gestión más responsables y sostenibles capaz de saber que esos impactos están relacionados de alguna manera con el ejercicio de derechos humanos. Por lo anterior, que las empresas al gestionar sus impactos bajo la lupa de la sostenibilidad, garantizan a su vez el respeto de los derechos de las personas involucradas con tales impactos. A partir de esta experiencia, quiero compartir algunas reflexiones sobre cómo abordar la materialidad de impacto y la identificación de riesgos en derechos humanos de manera efectiva.
La sostenibilidad ya no es solo un compromiso voluntario, sino un pilar estratégico que define la capacidad de las empresas para operar en un entorno cada vez más regulado y exigente. La doble materialidad se ha convertido en un concepto esencial en esta evolución, pues obliga a evaluar tanto cómo los factores ambientales, sociales y de gobernanza afectan la rentabilidad empresarial (materialidad financiera), como también cómo las actividades corporativas impactan en la sociedad y el entorno (materialidad de impacto). Es esta segunda dimensión, la materialidad de impacto, la que es capaz de colocar a los derechos humanos en el centro del debate, revelando las profundas interacciones entre la actividad económica y la vida de comunidades, trabajadores y ecosistemas.
Históricamente, la sostenibilidad en el sector privado ha sido abordada desde una perspectiva de gestión de riesgos financieros y reputacionales. Sin embargo, este enfoque requiere ser complementado frente a la creciente presión de regulaciones internacionales, inversionistas responsables y consumidores más informados. La Directiva de Reporte de Sostenibilidad Corporativa (CSRD) de la Unión Europea, los Principios Rectores de la ONU sobre Empresas y Derechos Humanos y los estándares del Global Reporting Initiative (GRI), así como estándares planteados por la OCDE, son solo algunos de los marcos normativos que exigen a las empresas rendir cuentas no solo sobre sus riesgos, sino sobre el impacto real de sus operaciones en los derechos humanos.
El reconocimiento de la materialidad de impacto obliga a las empresas a repensar su papel en la sociedad. Un ejemplo claro es la necesidad de garantizar procesos participativos en la toma de decisiones que afectan a grupos de interés clave. Por ejemplo, las empresas que desarrollan nuevos productos o servicios con un impacto significativo en comunidades locales —desde la instalación de centros logísticos hasta el diseño de plataformas digitales que recopilan datos personales— deben implementar mecanismos de consulta efectiva. Ignorar estas interacciones puede derivar en conflictos, desconfianza y pérdida de legitimidad. Del mismo modo, la globalización de las cadenas de suministro ha expuesto a las empresas a riesgos vinculados a condiciones laborales precarias, trabajo infantil y vulneración de derechos fundamentales. Evaluar estos impactos no es solo una cuestión de responsabilidad social, sino una estrategia que refuerza la estabilidad de las operaciones y la reputación corporativa. Y al hacerlo, debe preguntarse adicionalmente si al generarse tales impactos, cuáles son los derechos humanos de esas personas que podrían estar en riesgo. No olvidemos que el compromiso de las empresas en materia de debida diligencia es respetar los derechos humanos de los terceros con los que se relaciona, evitando posibles riesgos a estos.
Otro aspecto fundamental es el vínculo entre el impacto ambiental y los derechos humanos. La contaminación del agua, la deforestación y el cambio climático tienen repercusiones directas sobre la salud y el bienestar de millones de personas. Empresas en sectores como la agroindustria, la energía y el comercio minorista deben asumir su responsabilidad y desarrollar mecanismos de mitigación y compensación efectivos. A su vez, los actores financieros juegan un rol determinante en este escenario. Bancos e inversionistas que continúan financiando proyectos con alto impacto negativo pueden enfrentar no solo cuestionamientos éticos, sino también riesgos legales y pérdida de confianza en los mercados globales. De ser así, es pertinente tener en cuenta qué acciones llevar a cabo para prevenir tales impactos, y al hacerlo, señalar que respetan derechos humanos.
La convergencia entre sostenibilidad y derechos humanos es no solo posible, sino necesaria, y su implementación no tiene por qué ser compleja. El camino recorrido en materia de sostenibilidad proporciona a las empresas un marco claro para evaluar sus impactos y definir estrategias efectivas. La clave está en comprender en esa tarea, qué derechos están en juego para los grupos de interés con los que interactúa la empresa y garantizar su respeto a través de medidas concretas. Más que un desafío, esta integración representa una oportunidad para construir modelos de negocio más resilientes, éticos y sostenibles. La sostenibilidad se traduce en acciones que redefinen el éxito corporativo que al hacerlo puede evidenciar el respeto de derechos humanos.
(*) Sobre el autor: Profesor TPA Auxiliar Ordinario de la Pontificia Universidad Católica del Perú PUCP y especialista en derechos humanos y derecho ambiental, en particular en temas de pueblos indígenas vinculados a la gestión territorial, el manejo forestal, el cambio climático, la gestión de reservas para pueblos indígenas en situación de aislamiento, y consulta previa.