En los últimos tiempos hemos visto algunos acontecimientos interesantes en el Perú y el mundo, relacionados de una u otra forma con la libertad de expresión. En el presente trabajo, intentamos un ejercicio de reflexión conceptual, a partir de ellos, esperando que ello ayude a poner este derecho en perspectiva.
Miles de personas en el mundo, indignadas por el brutal asesinato de artistas/periodistas de la revista francesa Charlie Hebdo (por parte de extremistas musulmanes y como consecuencia de haber publicado caricaturas ridiculizando al profeta Mahoma), protestaban recientemente, enarbolando la frase “yo soy Charlie Hebdo”, es decir, no sólo defendiendo la libertad de expresión, sino identificándose (“yo soy”) con las víctimas. Entonces, uno se pregunta si, en efecto, todas estas personas que protestan contra el asesinato se identifican con la línea irreverente de Charlie Hebdo ¿Acaso para defender la libertad de expresión de alguien, tengo que estar de acuerdo con sus ideas? Si así fuera, todo el tema perdería sentido. Personalmente, yo no soy Charlie Hebdo. No comulgo para nada con muchas de las ideas que propugnan y, sobre todo, no comparto la forma, agresiva, provocadora y ofensiva que tienen de expresarlas. Pero defiendo su libertad de expresión porque es un derecho fundamental, y me opongo a toda forma de censura. (Además, evidentemente, repudio también cualquier asesinato).
Hace poco, un grupo importante (aunque no mayoritario ni mucho menos) de peruanos protestaba en plazas, calles y redes sociales, contra programas de Televisión que ellos consideran “TV Basura”. Pero, la verdad, si los fans que apoyan los mismos programas organizasen una manifestación, ésta probablemente sería más grande y multitudinaria. Uno se pregunta, entonces. ¿Será que estas manifestaciones de protesta pretenden dar la impresión de mayoría y presionar por ahí? ¿O es que son una minoría y lo saben, pero se manifiestan para llamar la atención como minoría? ¿Hace alguna diferencia a la validez de su protesta el hecho de ser mayoría o minoría? Como veremos más adelante, el derecho a la libertad de expresión suele proteger a las minorías contra la censura de las mayorías que, digamos, se “adueñan” de la verdad. En este caso, parecería que estamos ante una minoría que pretende restringir la libertad de expresión censurando algunos contenidos porque no está de acuerdo con lo que la mayoría elije. Paradójico, ciertamente. Personalmente, si no me gusta un programa, simplemente no lo veo, pero no por ello pido que se le censure. No importa si a la mayoría le gusta o no. Si les gusta a muchos, tendrá gran audiencia y sobrevivirá. Si gusta a pocos, no sobrevivirá. Alguno preguntará: ¿Y qué ocurre si muchos tienen mal juicio? Habría que preguntar, entonces, ¿Y quién dice qué es bueno y qué es malo?
Vimos hace un tiempo a un obispo católico, referirse como “maricón” a un congresista defensor de los derechos de los homosexuales, apelando a una absurda excusa terminológica pero con la muy visible intención de ofender (“esa es la palabra en castellano, si le ofende, entonces le pido disculpas”). Por otro lado, el Papa Francisco, refiriéndose al tema Charlie Hebdo, declara que si alguien insulta a la madre de otro, no es extraño que el agredido reaccione propinándole una bofetada. Luego aclara que, en teoría, no puede discutirse el derecho a la libertad de expresión del que ofende, pero que no se puede tampoco ignorar las consecuencias o reacción que esa conducta puede tener en la práctica, por lo que esa libertad tiene que ser ejercida con prudencia. Creo que tiene razón, y que debería hablar con el mencionado obispo, porque podría caerle una trompada. Cabe notar una diferencia, que veremos luego con algo más de detalle, entre la ofensa de Charlie Hebdo, dirigida hacia un símbolo religioso, como parte de una manifestación artística, y la ofensa del obispo, dirigida hacia una persona en particular.
- Los derechos del vecino
Todos hemos escuchado decir que “los derechos de uno terminan donde empiezan los derechos del otro”, lo cual no deja de ser cierto, pero puede ser mucho más complicado de aplicar de lo que suena, puesto que las esferas de protección de los diferentes derechos tienden a ser borrosas, superponerse y entrecruzarse. En realidad, los límites de los derechos subjetivos son dinámicos, porque en su aplicación a situaciones concretas, van a depender, precisamente, de los derechos y objetos de protección jurídica con los que entra en conflicto. Un concepto de gran ayuda, desarrollado por la doctrina constitucional, es el de “núcleo duro”: un contenido esencial, mínimo e irreductible, que no se puede afectar porque vaciaría el derecho de sentido, trastocando el ordenamiento. También es importante entender que muchos derechos, y en particular los derechos fundamentales, existen y son reconocidos como resultado de procesos sociales y políticos que ocurrieron en determinado momento histórico. El derecho al voto, a la propiedad y a la libertad religiosa, son resultado de luchas, revoluciones y cambios generacionales. De otro lado, siendo que el devenir histórico es un proceso continuo, muchos derechos continúan evolucionando después de haber sido reconocidos en primer lugar. Para no ir más lejos en el tiempo, hace menos de 100 años, por ejemplo, las mujeres no votaban en el Perú y en el Reino Unido la homosexualidad era un delito, denominado “indecencia”. Y hace 20 años, el derecho a la “autodeterminación informativa” aún no existía. Así, la determinación del alcance de un derecho puede ser doblemente dinámica. Por un lado, dependiendo de los derechos con que puede entrar en conflicto y, por el otro, dependiendo de su propia evolución.
- La libertad de expresión y las élites
Como consecuencia de su génesis y evolución, este derecho tiene probablemente uno de los contenidos esenciales más amplios e irrestrictos. En el pasado, la libertad de expresión ha sido repetidamente vulnerada como consecuencia de intereses e intolerancias diversos, que terminaron imponiendo su censura, cuando no castigos peores, contra quienes pensaban distinto. Los regímenes políticos, incluso los menos autoritarios, han tenido siempre la tentación de silenciar las críticas, de modo que su popularidad y aceptación parezcan mayores, buscando conjurar de ese modo los peligros de la oposición de ideas. De otro lado, la intolerancia ha tomado el nombre de la religión, de la moral, de la ciencia o del bien común, entre otras justificaciones, para silenciar a aquellos con quienes no se estaba de acuerdo. Galileo Galilei fue acusado de hereje por decir que la tierra giraba alrededor del sol y la medicina no tradicional fue tildada de hechicería. Luego, la historia demostraría que el silencio y la censura son los mejores cómplices de las peores dictaduras, que los hechiceros y herejes tenían muchas veces razón, y que la intolerancia sólo consigue retrasar el desarrollo del conocimiento y de la cultura. Los movimientos que han revolucionado las artes y las ciencias, por definición, han comenzado siempre como movimientos marginales, opuestos a las corrientes mayoritarias y han sido históricamente ferozmente combatidos por éstas. Por ello, hoy día, se proscribe toda forma de censura y es muy claro que ésta no se justifica bajo ninguna circunstancia, aun cuando provenga de las mayorías o de las esferas del orden establecido. Las ideas, opiniones y todo tipo de manifestaciones culturales, necesitan ser respetadas de modo absoluto, incluso cuando resulten ofensivas o absurdas para el resto, porque de otro modo regresaríamos a las épocas de la inquisición y la caza de brujas. La historia ha decidido ya que las sociedades necesitan pluralidad, tolerancia y respeto para poder desarrollarse y vivir en paz. Y para que todo lo avanzado se pierda en un momento, podría bastar algo tan simple como creer que la censura está bien porque se hace de buena fe, por parte de una gran mayoría que honestamente cree que así contribuye al bien común.
- La protección al menor
En la mayoría de ordenamientos se acepta la restricción de determinados contenidos a los menores de edad. El fundamento consiste en que no se censura la expresión en sí misma, sino que se protege de ésta a un determinado público, dado que es un público de personas en formación, que carecen o podrían carecer de suficiente discernimiento. Bajo esas condiciones excepcionales, la sociedad, y en este caso sí opera el criterio de la mayoría y el orden establecido, determina aquellos contenidos potencialmente dañinos y protege de ellos a los menores (fundamentalmente, contenidos obscenos o violentos). El problema que se puede presentar es que tampoco es fácil siempre definir qué contenidos son potencialmente dañinos y merecen ser censurados para los menores. Por ejemplo, si los iluminados de turno así lo deciden, ¿puede prohibirse determinado contenido religioso o ideológico de cualquier otro tipo?
- La verdad como límite
Si bien el contenido esencial de la libertad de expresión es unos de los más amplios e irrestrictos, ésta no está completamente exenta de límites. Un primer límite conceptual está dado por el respeto a la verdad. El valor verdad permite ser protegido de modo absoluto, porque tiene la ventaja de poder determinarse de modo objetivo (nos referimos a la verdad en el sentido que corresponde a los hechos de la realidad. No a la “verdad” derivada de la razón, las ideas o la fe). En virtud de la libertad de expresión uno puede opinar lo que quiera, pero no puede mentir, especialmente si con la mentira causa daño. En cuanto a ideas y expresiones culturales, la libertad de expresión es absoluta, pero en lo que respecta a hechos de la realidad comprobables objetivamente, tiene como límite el principio de veracidad.
Pueden existir matices, derivados de la posibilidad de que los hechos de la realidad, en efecto, puedan ser o hayan sido objetivamente determinados. Ello puede tiene importantes implicancias, por ejemplo, para la libertad de prensa e información. ¿Qué ocurre si por ejemplo ha ocurrido un asesinato, hay un sospechoso y no se ha determinado a ciencia cierta su culpabilidad? A nivel judicial ciertamente opera una presunción de inocencia, pero a nivel informativo operan otras reglas. En la jurisprudencia norteamericana que ha tratado con mayor extensión el tema, hay precedentes según los cuales un periodista que opina de buena fe que el sospechoso es culpable tiene derecho a expresar esa opinión. En la medida que la verdad no ha sido establecida y no hay elementos objetivos que determinen qué es cierto o falso, el tema es de opinión. Incluso después de absuelto, alguien puede opinar, válidamente, que el jurado se equivocó y que el sospechoso era culpable. Lo vimos en el caso de O.J. Simpson. Pero, evidentemente el tema es delicado. Una cosa es especular y opinar sobre hechos que no se conocen a ciencia cierta, dejando en claro que se trata de una opinión especulativa, y otra es afirmar e “informar” que los hechos ocurrieron de una determinada manera, cuando no hay evidencia que sustente esa información, pues esto último sí resultaría contrario a la verdad.
- La reputación y el honor
También existen límites derivados del conflicto con otros derechos, como la reputación y el honor. En algunos ordenamientos, no existe infracción legal si se dice la verdad o se expresa una opinión subjetiva, aunque ello ofenda a un tercero, mientras que en otros ordenamientos, como en el peruano, encontramos figuras como la injuria, un tipo penal que consiste en la pura ofensa intencional contra una persona, independientemente de que la frase ofensiva pueda ser objetivamente cierta. En países como los Estados Unidos, la ilegalidad se sustenta principalmente en el daño a la reputación y éste, en la falta de veracidad. Así, la prueba de verdad es una defensa absoluta. No habiendo tal excepción de verdad, la ilegalidad depende de que exista realmente un daño y entran en juego factores como, por ejemplo, si la víctima tenía una buena reputación y cuál era el valor de la misma. En ordenamientos como el Perú, además del derecho a la buena reputación, se considera el derecho al honor que, a diferencia del primero, no puede ser bueno o malo ni depende de la conducta, sino que es inherente a todo ser humano por su condición de tal. La veracidad no funciona como defensa, porque el daño no es a la buena reputación, sino al honor. No es un daño patrimonial, sino moral. En el primer tipo de ordenamiento, la libertad de expresión es posiblemente la libertad civil más importante y un pilar del sistema democrático como ellos lo entienden. El derecho al honor, en cambio, es un concepto menos desarrollado. En sistemas como el Perú, la libertad de expresión es también fundamental y de máxima importancia, pero el derecho al honor tiene un peso específico que genera una diferencia. Al poner ambos en la balanza, parece haber primado el criterio de que “para opinar no es necesario ofender”.
Cabe aclarar, en todo caso, que el conflicto con el honor se presenta únicamente cuando hay una persona particular involucrada como objeto directo de la ofensa. Por ejemplo, si un político le dice “panzón” a otro político, o “gordo” a un periodista, independientemente de las medidas de cintura de los aludidos, o si un predicador del amor cristiano le dice “maricón” a un congresista con la intención de ofenderlo, independientemente de que la homosexualidad de éste no esté en discusión. No cabría alegar daño al honor si se ofende a una figura simbólica, sea real o ficticia, viva o muerta (por ejemplo el profeta Mahoma, o Jesucristo) y es discutible si se ofende a un tercero (por ejemplo la madre).
Lo que resulta infeliz, por decir lo menos, es la tipificación que se ha hecho del delito de difamación en el Perú, que sanciona el acto de atribuir a una persona, un hecho, una cualidad o una conducta “que pueda perjudicar su honor o reputación”. Ello tendría sentido si se tratase de “atribuir falsamente”, ya que estaríamos ante un supuesto donde se vulnera la verdad y además se causa un daño. Pero, extrañamente, este delito sólo admite liberarse de responsabilidad mediante la prueba de verdad en casos excepcionales. Es decir, habrá supuestos en que atribuir a alguien un hecho o conducta “que pueda perjudicar su honor o reputación”, aunque sea verdad, será delito. Ello es claramente inconstitucional, porque desnaturaliza completamente el contenido esencial de la libertad de expresión.
Es importante tener claros estos conceptos y la racionalidad que hay detrás, porque si realmente queremos ser coherentes con el precepto de que mis derechos terminan donde comienzan los del vecino, entonces es esencial, primero, entender cuáles son esos derechos, donde empiezan y donde terminan, especialmente los del vecino, porque de lo contrario se cae fácilmente en distorsiones como, por ejemplo, mis derechos son los que yo quisiera, y tus derechos terminan donde comienzan los míos.
- La apología de lo indeseable
También existen, como límites positivos a la libertad de expresión, algunos casos excepcionales en que ciertos ordenamientos han proscrito determinadas ideologías o doctrinas de naturaleza violentista, respecto de las cuales existe una experiencia histórica lo suficientemente negativa como para estar seguros de no querer que se repita. Nótese que aquí no opera el prejuicio, sino justamente lo contrario: una convicción basada en una experiencia histórica traumática. Es el caso de la apología del Nazismo en Alemania o la apología del Terrorismo en el Perú. Paradójicamente, de la misma manera que se protege la libertad de expresión para que no se repita la Inquisición, se pone límites a la misma libertad de expresión para que no se repitan Sendero Luminoso o el Nacional Socialismo. Más delicado y complejo es el caso de la “incitación a la violencia” o la “apología del delito” como conceptos generales o abstractos. No se trata ya de proscribir una doctrina que, históricamente, en un determinado espacio y contexto ha probado ser perniciosa. Se trata de conceptos bastante más generales, que podrían encerrar una forma selectiva de censura. En estricto, la forma penal de la apología del delito no se configura cuando uno está en desacuerdo con el tipo penal pero tiene una opinión contraria a la práctica. Por ejemplo, decir que opino a favor de la despenalización de las drogas y del aborto, y que considero que no deberían ser considerados delitos (justamente porque pueden y deben ser combatidos o prevenidos de manera más eficiente que mediante su criminalización). Una interpretación distinta sería contraria a la libertad de opinión y por lo tanto inconstitucional. En los anteriores ejemplos, además, queda muy claro que no se hace defensa alguna de la conducta-delito, sino del hecho de la criminalización.
¿Pero, qué ocurre si opino no sólo en contra de la criminalización de una conducta, sino a favor de la misma? Digamos, por ejemplo, que la prostitución es un delito (no es el caso en el Perú, pero sí de otros países) y yo opino no sólo que debería descriminalizarse la conducta, sino que no tiene nada de malo mientras se ejerza con libertad. ¿Dado que la opinión no es sólo en contra del tipo penal sino también a favor de la conducta, del delito en abstracto, podría esta opinión entenderse como “apología” del delito? Nuevamente, parece que claro que una interpretación en ese sentido sería contraria a la libertad de expresión, a favor del delito de opinión y por ende inconstitucional. La interpretación menos conflictiva, en todo caso, sería entender el tipo penal como referido a la defensa o alabanza de hechos concretos, donde una o más personas infringieron la ley y cometieron un delito. El razonamiento detrás de ello, sería que no se afecta la capacidad de opinar, por ejemplo en contra del tipo penal o incluso de la conducta en abstracto, pero que defender la conducta concreta de alguien que violó la ley no puede ser coherente con el ordenamiento. ¿Pero, qué ocurre entonces si, por ejemplo, el delito es un delito de opinión, inconstitucional y yo opino que el que lo ha cometido es un héroe?
El tema, como hemos dicho, es complejo y da para reflexionar mucho. Dejamos en el tintero, por ejemplo, el posible conflicto entre las libertades de expresión e información con derechos individuales como privacidad y autodeterminación informativa, que esperamos abordar en una siguiente entrega.
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