Enrique Cavero Safra[1]
La transformación digital es el proceso que nos viene conduciendo, a pasos agigantados, del presente como lo conocemos hacia un futuro que será (casi) completamente digital, en las muchas maneras que ya intuimos y también en formas que aun ni imaginamos. Este proceso afecta de manera transversal a todas las actividades y formas de relacionarnos con el mundo, caracterizándose fundamentalmente por el uso masivo e intensivo de tecnología, software, comunicaciones e información. La interconectividad móvil y las avanzadas tecnologías de computación permiten, cada vez más, recopilar, almacenar, procesar, compartir y aprovechar los más diversos tipos de información en cantidades virtualmente ilimitadas y en tiempo real.
Ello, a su vez, determina cambios estructurales en todos los ámbitos, impactando profunda e irreversiblemente nuestras vidas. No nos vamos a enfocar aquí en los aspectos políticos y sociales, sino más bien en los económicos, pero cabe notar, referencialmente, como Internet y las redes sociales han cambiado las reglas en ese ámbito y, tarde o temprano, cambiarán también las de la política. Los partidos del futuro se parecerán mucho a Facebook, y no sólo las elecciones sino todo el proceso participativo incluyendo las campañas serán virtuales, transformando por completo el ejercicio de nuestros derechos ciudadanos. Imaginemos, por ejemplo, que el proceso de revocatoria de una autoridad, o un referéndum para la probación de una Ley pudiesen hacerse en plazos y a costos mínimos, por medios electrónicos. Así, conceptos tan centrales como democracia, inclusión o igualdad están siendo reconfigurados como parte de este proceso. Del mismo modo, fenómenos como los fake news y los deep fakes, para poner solo dos ejemplos, están presentando retos sumamente complejos con relación al ejercicio de derechos tan fundamentales como la libertad de expresión y el derecho a la información, con correlatos en múltiples otros derechos, como la intimidad, la privacidad, la reputación y el honor.
Desde el punto de vista económico, uno de los aspectos centrales de la transformación digital es la proliferación y liderazgo de modelos de negocio basados en el uso de información. He allí el común denominador entre las cinco marcas más valiosas del mundo (Amazon, Apple, Google, Microsoft y Facebook). No se trata, entonces, de la simple introducción de tecnología (esa revolución ya fue hace 150 años) sino de agregar valor a través del uso de datos relevantes, apalancados en software, tecnología y comunicaciones. El valor agregado resultante puede darse, evidentemente, en grados diversos, y producir desde una utilidad marginal para la empresa hasta la disrupción total de la industria y el aniquilamiento de los competidores.
Una primera forma de valor agregado es aquella que genera eficiencias productivas y ahorros al interior de la empresa, pero sin alterar su oferta, usualmente con base en información no personal, o “data de las cosas”.
En una industria como la minera, por ejemplo, la introducción de tecnología “internet de las cosas” (IoT, por sus siglas en inglés, que implica obtener y medir toda la información posible al interior del proceso de producción a través de sensores omnipresentes), puede generar enormes eficiencias y ahorros, porque le permite a la gerencia saber con exactitud, en tiempo real, desde el porcentaje de cada componente químico en un determinado subproducto, hasta el día y la hora en que un vehículo o máquina va a necesitar un cambio de repuesto. Y el futuro más probable es que la industria no requiera la presencia de trabajadores en la actividad de minado propiamente dicha, pues esas labores podrán ser realizadas por robots inteligentes.
En la industria logística y en negocios como el retail de grandes superficies, la introducción de un microchip en cada ítem de la tienda o almacén permite que un proceso de inventario que tomaba días o semanas tome segundos. Ello puede significar no solo ahorros cuantiosos, sino también una importante ventaja competitiva para los primeros en hacerlo (es el caso de Zara). Luego, como los códigos de barra, será un estándar.
Una segunda forma de innovación es aquella que modifica la oferta al cliente (empresa) o consumidor (persona natural) y, generalmente, con base en información o insights (necesidades, preferencias, hábitos, etc.) de estos. Aquí es donde encontramos, entre otros, los negocios basados en la llamada economía colaborativa que, fundamentalmente permite, a través del uso de información y software, aparear la oferta y la demanda en segmentos no tradicionales o marginales del mercado y/o eliminar intermediarios. Algunos ejemplos clásicos son Uber, AirBnb o Trivago. Estos negocios, además de su naturaleza disruptiva, presentan dos características importantes: a) tienen eficiencias de red, es decir, funcionan mejor en tanto más gente los utiliza y b) generan, como subproducto, grandes cantidades de información (big data) de sus usuarios, lo cual no sólo les permite continuar adaptando y mejorando su oferta dinámicamente (frecuentemente a través de herramientas sofisticadas como los procesos de data analytics o la inteligencia artificial), sino que dicha información suele tener un valor independiente que permite su utilización para otros negocios, bien sea por la propia empresa (generando a veces su expansión “atípica” a una industria completamente distinta (como ha sido el caso de Amazon con el negocios de infraestructura y servicios en la nube o el negocio del entretenimiento vía streaming) o bien mediante su transacción en el mercado (venta o licenciamiento) como activo intangible.
La innovación disruptiva puede ser 1) conceptual, cuando simplemente introduce una opción completamente novedosa. Este ha sido el caso de Facebook, Google, Amazon o Netflix en sus inicios; o 2) basada en una alta sofisticación, como el uso de inteligencia artificial de aprendizaje profundo (deep learning) como es el caso de las mismas empresas, en una etapa posterior. Usualmente, ambas modalidades se terminan retroalimentando al interior de los modelos de negocio más exitosos.
Si hay algo característico del entorno digital, dado que se encuentra en pleno proceso de vertiginosa evolución, es que es muy dinámico y requiere reinventarse permanentemente. En los mencionados ejemplos, las empresas que inventaron los modelos de negocio corrían el riesgo de ser fácilmente imitadas (la innovación conceptual es un “bien público”, difícil de hacer, pero fácil de copiar) por lo que se vieron en la necesidad de aprovechar al máximo su ventaja de pioneros y después construir permanentemente ventajas adicionales sobre las anteriores.
En este contexto, como es de esperarse, hay implicancias legales en prácticamente todos los ámbitos y aspectos. El entorno digital y la internet generan tantas o más formas de interacción que el mundo físico y, como en el mundo físico, cada una de estas interacciones tiene algún tipo de correlato legal, aunque con una serie de particularidades propias del entorno.
Las complejidades y retos legales que presenta el mundo digital son tantas y tan diversas que sería iluso pretender cubrirlos integralmente en este breve artículo. Trataremos, más bieny, de esbozar un panorama general a partir de algunos ejemplos y conceptos ilustrativos.
Un primer aspecto es la proliferación de contenidos (activos intangibles, culturales y tecnológicos) protegidos por leyes de propiedad intelectual, que otorgan derechos de uso exclusivo a sus titulares. Así, los contenidos originales como películas, videos, música, textos, fotografías, animaciones, videojuegos, diseños, personajes, algunos programas de software, etc., están protegidos por derechos de autor y aquellos que, incluso sin ser originales, son resultado de un esfuerzo de producción, como los espectáculos deportivos o de entretenimiento, los noticieros, entrevistas, webinars, entre otros, estarán protegidos por derechos análogos de copyright o “derechos conexos”.
La protección similar (derechos de exclusiva) de las marcas y otros signos distintivos es fundamental porque permite a las empresas construir reputación y a los consumidores distinguir a unos productos y servicios otros. Las patentes protegen la innovación que está detrás de la tecnología, incluyendo algunas formas de software, diseños y procesos. Así, los derechos de propiedad intelectual permiten a las empresas generar valor en sus estos activos virtuales. En contrapartida, pueden generar importantes contingencias a terceros por el uso no autorizado de los mismos.
De forma similar, algunos derechos personales, como el derecho de imagen, o los “publicity rights” (protección contra el uso comercial de la reputación ajena) o el derecho a la protección de datos personales, generan también derechos de uso exclusivo a sus titulares.
La utilización indebida de contenidos y de información en general, tiene implicancias no sólo derivadas de la propiedad intelectual, o de regulaciones relacionadas, como la de publicidad, la represión de la competencia desleal, la protección al consumidor y la protección de datos personales, sino que puede afectar concurrentemente, por ejemplo, la reputación, la privacidad, el valor de los activos y el resultado de los negocios, pudiendo derivar en diversas formas de responsabilidad por daños o, incluso, responsabilidad administrativa y/o penal.
Una muestra de la particular complejidad y novedad que pueden tener los problemas legales en el contexto de la transformación digital lo encontramos en el derecho antitrust, donde aparece la posibilidad de los denominados “algoritmos colusorios” que, con variantes, se presentaría por ejemplo cuando dos empresas tienen bots (software con inteligencia artificial) encargados de monitorear y predecir, con base en recopilación de información pública, la conducta del competidor, incluyendo cuándo y en cuánto va a subir sus precios (conducta legal mientras no haya un acuerdo expreso o tácito entre las empresas). El competidor, a su vez, hace lo mismo. Ambos bots hacen su trabajo de predicción tan eficazmente que su actuación combinada termina teniendo el mismo efecto que si los gerentes se hubieran puesto de acuerdo.
Por otro lado, la tecnología blockchain, y otras similares (denominadas, “de registro distribuido”) nos hacen vislumbrar un revolución de proporciones pandémicas en temas fundamentales de la economía y el derecho si es que, finalmente, traen una solución al eterno problema estructural de la confianza en las interacciones, permitiendo la celebración -y también la ejecución- de contratos 100% seguros y confiables, a través de internet, sin la necesidad de utilizar un tercero (notario, estado, banco, fideicomiso, garante, testigo, etc.). Los contratos autoejecutables o smart contracts, que hoy en día utilizan exitosamente plataformas como Ethereum y las criptomonedas como Bitcoin, que ya funcionan como un eficaz medio de cambio y amenazan con volver obsoletos a los mismísimos bancos centrales, son sólo una muestra de la enorme potencialidad de esta tecnología aún incipiente, pero muy prometedora.
De manera más macro, algunos temas legales claves del nuevo entorno digital giran alrededor de 1) la propiedad y los derechos de uso de la información; 2) temas de seguridad y accesibilidad a la información, incluyendo la contratación de almacenamiento, servicios de nube, seguros, etc.; 3) las contingencias derivadas del uso indebido de contenidos y datos, en particular tratándose de situaciones complejas, propias del entorno, como la responsabilidad de las plataformas o páginas con relación a los contenidos publicados por terceros; o la responsabilidad derivada del uso de software inteligente); 4) el flujo transfronterizo de información, las operaciones comerciales transnacionales y la necesidad de lidiar con múltiples regulaciones locales.
Todo ello origina la necesidad de contar, con mecanismos de control de cumplimiento (digital compliance) y de contratación adecuados para el entorno digital, no sólo para asegurar protección y/o uso correcto de contenidos y activos sino para asegurar la viabilidad y sostenibilidad del negocio. Ello, significa, por ejemplo, que la contratación con proveedores (para la producción de software y de contenidos, la recolección y utilización de datos, incluyendo datos personales, el licenciamiento de derechos, la compartición de activos físicos y digitales, el almacenamiento y seguridad de la información, los servicios de plataforma, la intermediación de pagos, los seguros contra riesgos, entre muchos otros), tome en consideración las especiales características de los modelos de negocio digitales y de los particulares tipos de activos e intereses involucrados.
Finalmente, es importante reparar en cómo el Estado juega un rol fundamental en el proceso de transformación digital, pudiendo ser un importante aliado o un lamentable lastre para los negocios y la economía.
Así, en primer término, es responsabilidad del Estado dotar al país de telecomunicaciones adecuadas para los tiempos, lo cual implica crear las condiciones para que se desarrolle una industria eficiente y competitiva, que ofrezca servicios de primer nivel, en términos de conectividad, ancho de banda, acceso universal y costos razonables, entre otros. Para ello se requiere cuantiosas inversiones en despliegue de infraestructura, equipos y capacidad operativa posibilitando, por ejemplo, la implementación de tecnología 5G, que hace que la transmisión de datos sea cientos de veces más veloz. Así, se requiere de un marco legal y regulatorio, comenzando por una nueva Ley de Telecomunicaciones, que promueva tales inversiones. Un segundo aspecto podemos resumirlo en la idea de gobierno digital. El funcionamiento de la economía requiere, inevitablemente, la interacción de los agentes económicos con el Estado y, como sabemos, la velocidad de cualquier equipo termina siendo la velocidad del participante más lento. De poco sirve que el privado, incluyendo medianas, pequeñas y microempresas, se modernice y formalice si las instituciones públicas siguen operando, en gran medida, como lo hacían, hace 50 años. En la medida que el Estado no se modernice y avance hacia su digitalización, la economía y los negocios tampoco podrán hacerlo cabalmente. De hecho, tampoco podrá hacerlo la sociedad en su conjunto. La transformación digital del Estado sería (y, esperamos, será) una genuina revolución con enormes beneficios, no solo económicos sino también sociales. Un gobierno digital bien implementado puede ser nuestro mejor y más eficiente aliado en la lucha contra problemas endémicos como la informalidad y la corrupción. Imaginemos, por ejemplo, un sistema centralizado y transparente de compras estatales, o expedientes 100% digitales en todos los trámites administrativos. El cambio no es sencillo, naturalmente, pero es indispensable. Se requiere, fundamentalmente, voluntad política. La mejor forma de ilustrar la situación actual es que existe toda una normativa al respecto, incluyendo una Secretaría de Gobierno Digital bajo la PCM, y, sin embargo, es muy poco lo avanzado hasta la fecha.
El futuro es digital. Y no es mañana, sino ahora. El mundo se está moviendo en esa dirección, de manera inexorable y vertiginosa. Y el futuro requiere de una serie de características y capacidades para poder sobrevivir. Como todo proceso evolutivo (y no cabe duda de que éste lo es) la transformación digital no perdona y no espera. La única alternativa es adaptarse lo antes posible.
[1] Abogado por la Pontificia Universidad Católica del Perú, con estudios de Maestría en Derecho de la Competencia y de la Propiedad Intelectual por la Pontificia Universidad Católica del Perú (2001). Socio del área de Competencia, Telecomunicaciones, Propiedad Intelectual, Entretenimiento, Deportes y Medios del Hernández & Cía Abogados.