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La naturaleza jurídica de los conflictos sociales en el Perú

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Normalmente, en el Perú, identificamos el pleito, lío o la confrontación de una población con una empresa extractiva minera o petrolera como un conflicto social. Esto supone la confrontación de dos intereses colectivos, siendo uno de tipo social (población local) y otro de tipo privado (empresa extractiva), sobre un tema, asunto, derecho o problema que pone en riesgo la vida, la salud o el desarrollo normal de las partes intervinientes: los pobladores o miembros de la población local y/o los trabajadores o miembros de la empresa extractiva.

Sin embargo, este tipo de conflicto no es solo social, sino multidimensional. En un inicio, y aún es predominante su uso, se le denominó conflicto “socio-ambiental”, dado el efecto evidente de la actividad extractiva sobre el ambiente, o dada la búsqueda de prevención y protección de los ecosistemas posiblemente afectados con la misma actividad. Posteriormente se unió la categoría económica, sosteniéndose que el conflicto es “socio-económico” por los intereses económicos en disputa, basados en la propiedad del suelo y la explotación de los recursos naturales (defendidos o deseados), y en la situación de pobreza y riqueza que identifica a las partes intervinientes.

En nuestra opinión el conflicto social en el Perú es ante todo un conflicto cultural o “socio cultural”. Este componente cultural es evidente o se destaca en los siguientes aspectos:

1.       Las partes que intervienen normalmente pertenecen a grupos culturales diferentes. Así, la población local se identifica con un tipo de cultura, en tanto los miembros y funcionarios de la empresa extractiva se identifican con otra cultura. En los Andes y la Amazonía esto resulta evidente en conflictos recientes como el caso Bagua (2009), el caso Puno (2011), hasta llegar al caso Espinar en Cusco (2012).  Es en parte discutible la situación de casos como el de Conga, en Cajamarca (2012), pero dada la identidad cultural rural de las comunidades, caseríos, anexos y estancias de Cajamarca, unida a su organización ronderíl, sostenemos que también destaca una cultura particular en ellas que contrasta con el de las empresas extractivas.

2.       Esta cultura diferente en las partes del conflicto, lleva a racionalizar el contenido del mismo conflicto también en forma diferente: no se trata solo de la disputa sobre un valor económico o valor de cambio del suelo o los recursos naturales, sino de la incomprensión sobre el valor espiritual o del sentido de vida (la razón de existir en un medio determinado) sobre dichos bienes. La población local defiende su suelo o tierra como territorio, esto es como identidad de vida (de origen y fin), importando menos su valor económico o ambiental (valor material).

3.       Lo cultural también destaca en la apreciación de los efectos del conflicto. Frente a la posición de la empresa extractiva o la posición de ciertos funcionarios del Estado que consideran que cuidando el medio ambiente y otorgando una indemnización económica a la población puede procederse legítimamente con la autorización de explotación de un recurso natural, sin importar sus efectos, cabe sustentar la necesidad de reflexionar límites. Con el desarrollo de la actividad extractiva se introducen un conjunto de actitudes y valores que contradicen los de la población local. Una vez terminada dicha actividad, la empresa se retira y la que queda, con todos los efectos o pasivos de dicha actividad, es la misma población local. ¿Qué y quién garantiza que la cultura local, el grupo humano local, no será transformado o destruido (a través de la migración, por ejemplo) por ese desarrollo o los efectos de dicha actividad extractiva? La extinción de una cultura en nuestro país es uno de los hechos más catastróficos que aún no alcanzamos a comprender: con la muerte de una cultura desaparece no solo una población, sino un conjunto de conocimientos que luego no podemos recuperar.

El conjunto de estos argumentos se encuentran respaldados jurídicamente en la Constitución Política de nuestro país, como en los tratados internacionales y la jurisprudencia internacional y nacional. El principal respaldo jurídico se encuentra en la Constitución Política, en su artículo 89º, cuando se regula de manera especial la existencia y autonomía de las Comunidades Campesinas y Nativas, que son las que comúnmente integran la población local identificada  en los referidos conflictos sociales. Pero, en forma general también se suma el respaldo jurídico del artículo 2º, inciso 19º, de la Constitución Política, en el que se regula el derecho fundamental de toda persona, pero sobretodo de todo colectivo, a una identidad étnica y cultural. Complementariamente, el artículo 149º de la misma Constitución reconoce una jurisdicción especial a favor de las mismas comunidades campesinas y nativas que, con el apoyo de las rondas campesinas, les permite materializar en su ámbito territorial los derechos previamente mencionados.

A las normas específicas de la Constitución Política citadas, se suma el respaldo jurídico de los Tratados y Declaraciones Internacionales. Al respecto, el Convenio Nro. 169 de la Organización Internacional del Trabajo, denominado de los Pueblos Indígenas y Tribales en países independientes, confirma un conjunto de derechos y obligaciones a favor de la población local antes identificada, lo que resulta exigible desde el año 1995 en el Perú. Pero también se suma la Jurisprudencia Internacional de la Corte Interamericana de Derechos Humanos y la Jurisprudencia Nacional del Tribunal Constitucional que han confirmado la existencia y prioridad de una propiedad colectiva o comunal unida a su valor espiritual, sobre los intereses privados de explotación de los recursos naturales.

Bajo estos criterios, entonces, cabe reiterar que la naturaleza jurídica de los conflictos sociales en el Perú es ante todo cultural.

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