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La inutilidad de la patrimonialidad como requisito del contrato

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Ulises Bautista Quispe(*)

Si una persona se compromete para que otro sujeto le salude todas las mañanas a cambio de una contraprestación o si un vecino se compromete por escrito a no emitir algún tipo de ruido desde su casa a título de liberalidad, es probable que se cuestione si se ha celebrado un contrato. Para algunos, estaría ausente el requisito de la patrimonialidad, en el sentido de que las prestaciones comprometidas no tienen un contenido económico.

En la línea de lo indicado, el Código Civil, en su artículo 1351, señala que el contrato debe ser patrimonial. Exactamente, señala que <<[e]l contrato es (..) una relación jurídica patrimonial>>. De modo, que si no concurre ese requisito no hay contrato; en consecuencia, el ordenamiento jurídico no podría garantizar su cumplimiento en caso se acuda a un órgano jurisdiccional; y en caso se entregue una contraprestación, se podría demandar su restitución.

Las consecuencias de la patrimonialidad en los contratos no son insignificantes como se intuye. La patrimonialidad y la manera como se la entienda definen los acuerdos que son susceptibles de protección por el ordenamiento jurídico. Dado su impacto, en la doctrina nacional, siguiendo la influencia de otros ordenamientos, hay una tendencia a relativizar la patrimonialidad o a dotarle un contenido objetivo que actúa como un límite a la libertad contractual.

En este panorama, este artículo se alinea con algunas posturas de aquellos que no reconocen la patrimonialidad como un requisito del contrato y argumenta que la patrimonialidad es una categoría inútil que debiera ser eliminado del Código Civil o, en todo caso, se le debiera dar la interpretación que menos restrinja la libertad contractual. Con este propósito se argumenta en contra de aquellas posiciones que han tratado de dotarle de un contenido propio.

  1. La patrimonialidad como requisito del contrato en algunos ordenamientos extranjeros

La patrimonialidad es un tema antiguo que se puede encontrar desde el derecho romano. Se la asocia a un pasaje del digesto, que se le atribuye a Ulpiano, en el que se menciona que <<(…) la obligación es aquella que puede ser pagada en dinero>> (D. 40.7.9.2). Se trata de un tema sobre el que no existe acuerdo. En la actualidad, hay Códigos Civiles que no la reconocen, como el Código Civil alemán; mientras otros, como el Código Civil italiano de 1942 y nuestro Código Civil, sí la reconocen.

El Código Civil alemán no reconoce la patrimonialidad como requisito del contrato. Antes de asumir esta postura hubo un amplio debate. En lo que nos interesa, quienes estaban en contra señalaban que el contrato no solo protege el patrimonio de las personas, sino también, en sentido genérico, intereses no patrimoniales, como los de tipo moral o religioso (Teles de Menezes Leitão, 2016, p. 84). Estas ideas son las que habrían influido al momento de codificar el Código Civil alemán.

Un sector de la doctrina italiana, retomando ideas que habrían sido tomadas de un sector de la doctrina alemana, defendió que la patrimonialidad de la prestación era diferente a la del interés, el cual podía ser no patrimonial (Menezes Cordeiro, 2012, p. 338). Al respecto, se ha señalado que la posición alemana confunde la patrimonialidad de la prestación con la del interés (Giorgianni, 1958, p. 38). De manera que los contratos con un interés no patrimonial son posibles de celebrarse.

En esa línea argumentativa, el Código Civil italiano fue de los primeros en reconocer la patrimonialidad como un requisito del contrato y la diferenció de la del interés. Su artículo 1321 señala que <<[e]l contrato es el acuerdo de dos o más partes para constituir, regular o extinguir una relación jurídica patrimonial>>; mientras su artículo 1174 agrega que <<[l]a prestación que es objeto de la obligación debe ser susceptible de valoración económica y debe corresponder a un interés, aunque no patrimonial del acreedor>>.

Para un sector de la doctrina tradicional de ese país, se justifica la patrimonialidad porque permite exigir un resarcimiento en caso se incumpla el contrato. Sin embargo, se ha criticado esta posición debido a que la responsabilidad puede concurrir en actos no patrimoniales, como la ruptura de promesa matrimonial, y es posible, también, daños no patrimoniales en obligaciones patrimoniales, como cuando concurre un daño moral (Giorgianni, 1958, pp. 38- 39).

Dada la debilidad de justificar la patrimonialidad con el resarcimiento, otro sector de la doctrina italiana propone un nuevo fundamento. La patrimonialidad, como valoración económica, debe ser entendida como un límite a los sujetos de lo que puede ser objeto de contrato. Solo si el bien es patrimonial existe autonomía privada; en cambio, si está ausente, siempre que haya relevancia jurídica, debe estar sujeto a lo que disponga la ley (Giorgianni, 1958, p. 40).

En ese sentido, para este sector de la doctrina que venimos comentando, la patrimonialidad no debe ser determinada por los propios sujetos (Giorgianni, 1958, pp. 42- 44); de lo contrario, la patrimonialidad se convierte en un elemento subjetivo y sin utilidad, ya que cualquier sujeto podría asignar un valor económico a cualquier bien. Entonces, se propone un mecanismo de control de lo que puede ser susceptible de valoración económica: la sociedad en su conjunto.

En la práctica, la jurisprudencia de ese país, cuando se refiere a la patrimonialidad, de modo mayoritario, entiende que la patrimonialidad se refiere a una valoración subjetiva, por lo que sería suficiente para que sea patrimonial que se estipule una prestación o una cláusula penal (Gallo, 2017, p. 34). No utilizan la patrimonialidad como un mecanismo de control de la libertad contractual. Así las cosas, el requisito de la patrimonialidad estaría privado de contenido.

Frente a las posiciones tradicionales, una doctrina más reciente, considera que la patrimonialidad no es un mecanismo de control de autonomía privada. Su utilidad está en diferenciar el régimen jurídico que se aplica a los actos de autonomía privada. Si son patrimoniales se les aplica las normas del contrato; en cambio si no son patrimoniales, se les aplica otras normas jurídicas (Roppo, 2011, pp. 4-5; Gallo, 2019, p. 16). Agregan que ello ayuda a diferenciar, por ejemplo, al matrimonio del contrato.

  1. La patrimonialidad como requisito del contrato en la experiencia peruana

El código Civil peruano sigue el modelo italiano en cuanto a la patrimonialidad del contrato y repite en su artículo 1351 el mismo contenido del artículo 1321 antes referido del Código Civil italiano. Sin embargo, a diferencia de ese Código Civil no incorpora una norma similar al artículo 1174, el cual diferencia la patrimonialidad de la prestación con la del interés, el cual, como se ha señalado, puede tener o no un contenido patrimonial.

A pesar de la omisión indicada, la mayoría de juristas de nuestro país, interpreta que la obligación debe tener, también, un contenido patrimonial. Ello se debe a que el primero es la fuente de la segunda: en el contrato se programa el contenido de la obligación. Por su parte, la jurisprudencia no ha tenido mayor pronunciamiento sobre el tema de la patrimonialidad; mientras que en la doctrina sobre este requisito hay posiciones diferentes.

Un sector de la doctrina nacional, siguiendo la doctrina italiana tradicional, repite que la patrimonialidad debe ser interpretada de acuerdo al <<ambiente jurídico- social>>, de modo que sea un mecanismo de control de qué puede ser objeto de autonomía privada. Afirma que una interpretación en sentido subjetivo resulta arbitraria, además, que no se presenta en contratos donde no hay una contraprestación como la donación (Forno Flores, 2004, pp. 183- 184).

En cambio, otro sector de la doctrina critica la patrimonialidad como un mecanismo de control de la sociedad de lo que puede ser objeto de autonomía privada (Escobar Rozas, 2014, p. 248). Se ha comentado que cuando el legislador italiano incorporó la patrimonialidad en su Código Civil lo hizo pensando en que eran las propias partes las que le podían dar un contenido patrimonial a la prestación, siendo suficiente una contraprestación o una cláusula penal (Escobar Rozas, 2014, p. 252).

La intención del legislador italiano era dar un alcance amplio a la autonomía privada; entonces, interpretar la patrimonialidad bajo el control de la sociedad, en cierto sentido, limita la autonomía privada debido a que reduce las posibilidades sobre las que se pueden pactar. Consecuencia de lo anterior, los sujetos encuentran menos satisfacción de los intereses que valoran para una vida más plena y satisfactoria (Escobar Rozas, 2014, p. 253).

Una posición diferente a las anteriores, refiriéndose a la prestación (dada la particularidad de su posición se refiere al objeto de la prestación), señala que la patrimonialidad no debe interpretarse en sentido económico (asignación de valor monetario) sino como lo que es susceptible de intercambio económico, en tanto no lesione <<los grandes lineamientos o reglas sociales de convivencia pacífica (moral, orden pública, buenas costumbres, normas imperativas)>> (Fernández Cruz, 1994, p. 53).

Por último, a nivel normativo, el Grupo de Trabajo de Revisión y Mejora del Código Civil, ha propuesto modificar el artículo 1402 y el artículo 1403 y, entre otras modificaciones, sugiere agregar en ambos artículos el requisito de la patrimonialidad. En el primero, sugiere que los efectos del contrato se refieran a todas <<las situaciones jurídicas o relaciones jurídicas patrimoniales>>; mientras en el segundo, que el objeto de la prestación tenga un contenido patrimonial (2019, p. 220).

  1. Crítica a la patrimonialidad como requisito del contrato

Tradicionalmente, la patrimonialidad ha sido asociada a la valoración económica (valor monetario). Al respecto, existen dos posiciones: (i) una posición objetiva, que entiende la patrimonialidad como el valor que la sociedad le asigna a los bienes: y (ii) una posición subjetiva, que entiende la patrimonialidad como el valor que los propios sujetos le asignan a los bienes, como cuando se pacta una contraprestación o una consecuencia económica determinable.

La crítica a la primera posición de la patrimonialidad es que si esta depende del valor que le asigna la sociedad se produce un control por parte de esta de lo que puede ser objeto de autonomía privada. Como bien ya se ha criticado en nuestro medio, la autonomía privada no puede ser limitada sin una autentica justificación (Escobar Rozas, 2014, p. 248). Y la opinión de la mayoría no es una justificación legítima.

Si la autonomía privada estuviera sujeto al control social, no se podría celebrar negocios jurídicos fútiles o caprichosos, como el que una de las partes se comprometa por escrito a saludar todas las mañanas a otro sujeto a cambio de una contraprestación. Acuerdos de ese tipo no tendrían relevancia social como para tener protección del ordenamiento jurídico. La mayoría solo da autorización a acuerdos que representen una utilidad social.

Además, lo que es importante para uno no puede ser determinado por un sujeto ajeno o por una mayoría. Solo el sujeto cuenta con información de qué intereses le benefician o le satisfacen para una vida más plena. Con ello se quiere decir que la valoración de los bienes es subjetiva. No todos valoran los bienes de igual manera ni tienen la misma preferencia. En ese sentido, no se puede estar sujeto a la dictadura de la mayoría.

Por otro lado, si se asume que la valoración de los bienes es subjetiva y depende de cada sujeto, entonces no tiene sentido exigir la patrimonialidad del contrato. No suma nada nuevo en la formación del contrato. En ese sentido, no ayuda a identificar qué puede ser objeto de la autonomía privada.

En la línea de lo anterior, se debe criticar a quien intenta reducir la postura subjetiva de la patrimonialidad a que exista una contraprestación o una consecuencia económica determinable como criterios que permitan reconocer el valor económico. Por ejemplo, no se comparte la crítica a la postura subjetiva de la patrimonialidad al señalar que en la donación los criterios antes señalados no permiten reconocer la patrimonialidad.

Al respecto, se debe señalar que la contraprestación o la penalidad lo único que permiten es revelar el valor económico que le asigna un sujeto en lugar del mercado. El hecho que no se revele el valor subjetivo, no quita que los bienes sean susceptibles de valoración económica en el mercado de acuerdo a las reglas de la oferta y la demanda. Por ello, no es un argumento válido invocar la ausencia de la exteriorización del valor subjetivo de un bien, como ocurre en la donación.

Incluso, bienes tradicionalmente considerados inmensurables como la vida o la salud, al final del día, resultan siendo cuantificados económicamente. Por ejemplo, cuando se ocasiona un daño a estos bienes y se tiene que determinar un remedio por equivalencia. Si no se aceptara ello, se llegaría, incluso, al absurdo de decir que los bienes únicos, como un cuadro de un pintor famoso, no son patrimoniales (¿?).

De las críticas, se sigue que todo bien es susceptible de tener un valor económico. En consecuencia, no tiene sentido hablar de bienes <<no patrimoniales>>. De esta manera, queda atrás la discusión de la relevancia económica de contratos considerados socialmente fútiles o contratos caprichosos. Simplemente, no hay tal limitación de la autonomía privada con respecto a la patrimonialidad; en otros términos, el valor económico no es un límite a la autonomía privada.

En este orden de ideas, se debe criticar, también, al sector de la doctrina que reinterpreta la patrimonialidad para diferenciar el régimen jurídico que se aplica a los actos (ya no como límite a la autonomía privada). Se afirma que si son patrimoniales les corresponde el régimen de los contratos; en cambio si no son patrimoniales, otras normas. Al respecto, la patrimonialidad se debe valorar en la etapa estructural del contrato y no la de los remedios. Son dos etapas distintas.

Además, el hecho de que a los <<actos no patrimoniales>> no les sea de aplicación inmediata algunos de los remedios de los contratos, no dice mucho; esto puede presentarse por deficiencia del legislador, por su incapacidad de abstraer más allá de los remedios pecuniarios. Más allá de esta crítica, existen ya remedios en forma específica (remedios no monetarios) para la ejecución del contrato; en otros ordenamientos, incluso, multas para inducir se cumpla el contrato y no se recurra al resarcimiento.

Sumado a lo anterior, existen contratos que no se encuentran en el Código Civil y que tienen remedios especiales, como el contrato de trabajo. Y no por esas cualidades a la doctrina se le ocurre descalificarlos como <<contratos>>. No son los remedios diferenciados los que determinan si hay un contrato, sino los elementos que concurren para su validez y eficacia. Los remedios jurídicos tan solo son instrumentales al contrato.

Si alguna interpretación se le puede dar a la patrimonialidad, principalmente en ordenamientos con una cultura legalista que han incorporado este requisito, es el que menos comprometa la libertad contractual. En esa línea, se señala que la patrimonialidad debe ser entendida como toda utilidad que es susceptible de intercambio económico, pero en el sentido de que no se lesione <<los grandes lineamientos o reglas sociales de convivencia pacífica>> (Fernández Cruz, 1994, p. 53).

En el derecho comparado tampoco es extraño posiciones que interpretan la patrimonialidad en el sentido antes mencionado. Por ejemplo, un sector de la doctrina portuguesa señala que la patrimonialidad describe las situaciones jurídicas que admiten de manera lícita una contraprestación o consecuencia económica (Menezes Cordeiro, 2012, p. 346). De esta manera, lo no patrimonial se refiere a las situaciones jurídicas que no admiten una consecuencia económica de manera lícita.

Ahora bien, la interpretación de la patrimonialidad del contrato como aquello que es susceptible de una consecuencia económica, más allá de sus buenas intenciones, es solo una descripción de la función que cumplen otros requisitos del contrato. El orden público, las buenas costumbres y las normas imperativas ya cumplen la función de límite de la autonomía privada. En ese sentido, la patrimonialidad no es una categoría jurídica: no tiene contenido propio con relevancia jurídica.

De lo anterior se sigue que la patrimonialidad es un requisito inútil que no debiera estar mencionada en un Código Civil. Como se comentó atrás, no suma nada nuevo a los requisitos ya existentes, por lo que no tiene sentido mencionarla como un requisito del contrato. Ello nos evita encontrar un sentido jurídico cuando no lo tiene o crear de manera artificial una explicación razonable- muchas veces alejándonos del lenguaje ordinario- para no alterar el equilibrio del ordenamiento jurídico.

Por lo antes señalado, no se comparte la definición de nuestro Código Civil con respecto a la patrimonialidad cuando prescribe que el contrato debe consistir en <<una relación jurídica patrimonial>>, ni las propuestas del Grupo de Trabajo de Revisión y Mejora del Código Civil que señalan que los efectos del contrato son las <<situaciones jurídicas o relaciones jurídicas patrimoniales>> o que el objeto de la prestación tenga un contenido patrimonial.

Por lo expuesto, tampoco, se comparte la definición del Código Civil italiano de que la prestación sea patrimonial y el interés pueda ser no patrimonial. Si todo bien, como regla, es susceptible de valoración económica, como lo reconoce su jurisprudencia, no tiene sentido seguir diferenciando un interés patrimonial y uno no patrimonial. Mejor sería diferenciar una finalidad mercantil de una finalidad no mercantil, donde sí existe relevancia jurídica.

La finalidad mercantil se refiere a la obtención de bienes que pueden ser adquiridos por dinero y que participan de los intercambios en el mercado. En cambio, la finalidad no mercantil se refiere a la obtención de bienes intangibles necesarios para la vida en sociedad que no pueden ser adquiridos por dinero, como la amistad, la fraternidad, la solidaridad, etc. (diferénciese los conceptos, no se está hablando de patrimonialidad, sino de la posibilidad de que un bien se adquiera en el mercado).

¿Por qué es relevante la diferencia antes indicada? Debido a que, en ciertos contratos, el régimen jurídico que se les aplica depende de si concurre una finalidad mercantil o no. Así, en los contratos onerosos, debe concurrir una finalidad mercantil para ser calificados como tal; mientras en los contratos de liberalidad, esta finalidad está ausente. Estos últimos contratos, justamente, por no participar bajo la lógica del mercado reciben un tratamiento jurídico diferenciado.

  1. Conclusiones

La patrimonialidad como requisito del contrato ha sido objeto de controversia desde tiempos antiguos. Algunos códigos civiles, como el alemán no la incorporaron entre sus normas. En cambio, otros códigos civiles, como el Código Civil italiano de 1942 y el Código Civil peruano sí la incorporaron; el primero refiriéndose a los contratos y la prestación; mientras el segundo, al contrato sin mencionar a la prestación.

Tradicionalmente, la doctrina, en los ordenamientos que la han reconocido, la ha asociado a la valoración económica. En cuanto a esta perspectiva se han asumido dos posturas: (i) una postura objetiva en la que la valoración económica depende de la sociedad y sirve como un mecanismo de control de la autonomía privada; y (ii) una postura subjetiva donde la valoración económica de los bienes depende de los propios sujetos sin pasar por el control de la sociedad.

En la doctrina más reciente, hay posiciones que han alejado la patrimonialidad de la valoración económica. Algunos señalan que la patrimonialidad tiene más que ver con las situaciones jurídicas disponibles que pueden ser objeto de una consecuencia económica de manera lícita.

La teoría objetiva de la patrimonialidad, que la relaciona a la valoración de la sociedad, se debe criticar. Reduce la autonomía privada de manera injustificada; cuando a quien le corresponde decidir qué le beneficia más y qué le permite un desarrollo más pleno es al propio sujeto, quien cuenta con mayor información sobre esos temas. Solo de esa manera es posible proteger contratos que, a nivel social, serían calificados como fútiles o caprichosos.

La posición que relaciona la patrimonialidad a las situaciones jurídicas que admiten de manera lícita una contraprestación o consecuencia económica, solo le da un contenido artificial para no comprometer la libertad contractual. Sin embargo, no suma nada nuevo a los requisitos que ya se exigen en el contrato, como son las buenas costumbres, el orden público y las normas imperativas. En ese sentido, la patrimonialidad resulta un requisito inútil que no debe estar en el Código Civil.

Por último, en el contrato no tiene relevancia distinguir la finalidad patrimonial de la finalidad no patrimonial debido a que la valoración de los bienes es subjetiva. Mejor resulta diferenciar entre una finalidad mercantil de la que no persigue esa finalidad. Esta última diferencia sí tiene relevancia jurídica cuando se debe distinguir los contratos onerosos, en los que debe concurrir una finalidad mercantil, de los contratos de liberalidad, en los que esta finalidad está ausente.

(*) Sobre el autor: Abogado por la Pontificia Universidad Católica del Perú. Magíster en Derecho con mención en Derecho Civil y Comercial por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Se desempeña como docente en el curso de Derecho Civil Patrimonial dentro del Centro de Educación Continua y como gestor de la Maestría en Derecho Civil de la Pontificia Universidad Católica del Perú.


  1. Bibliografía

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