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Rolf Lüders [1]

En el presente artículo, el autor abarca el tema de la economía social de mercado desde su surgimiento, definición y los retos a los que se enfrenta ante la pandemia por la COVID-19.

¿Cómo surge la economía social de mercado?

En estricto rigor, la Economía Social de Mercado es el orden económico de la República Federal de Alemania. El término lo empleó por primera vez el economista Alfred Müller-Armack en 1947 y lo implementó Ludwig Erhard, ministro de economía alemán a partir de 1949. Para ello gozó del apoyo de las fuerzas de ocupación de entonces y de la CDU, el partido político alemán de derecha demócrata-cristiano. El SPD, los social-demócratas alemanes, explicitaron su adhesión a la economía social de mercado recién unos cuatro decenios después.

A pesar de que la Economía Social de Mercado, así, con mayúsculas, es la marca registrada del sistema económico alemán, la misma, con minúsculas, define un sistema económico de mercado, en que el Estado juega un papel subsidiario. En ese sentido, la economía social de mercado es el o un tercer camino, entre el capitalismo de laissez-faire y el socialismo totalitario. En el viejo mundo adhieren a él tanto los neo-liberales como los social-demócratas y es el sistema que ha adoptado oficialmente la Unión Europea. Es además el sistema imperante actualmente en Chile y Perú, entre otros países en desarrollo con regímenes políticos democráticos[2].

El origen de la economía social de mercado se remonta a la década de los 1930’s. En esa época el socialismo se estaba difundiendo rápidamente. En Rusia estaban los comunistas encabezados por Stalin y en Alemania, los Nazis, liderados por Hitler. En otros países europeos el apoyo a los partidos socialistas aumentaba rápidamente e incluso en EE.UU. surgían grupos socialistas. El origen de este apoyo fueron las condiciones económico-sociales y laborales derivadas de la revolución industrial y -muchos sostenían entonces- de un sistema económico en extremo liberal.

Bajo tales circunstancias, diversos grupos anti-totalitarios de economistas e intelectuales, algunos vinculados a la Iglesia, algunos progresistas y otros más conservadores, se reunieron en diversas instancias para concordar un nuevo orden que compatibilizara el progreso económico con un sistema político democrático.

Acá solo mencionaré dos de estas instancias.  Por un lado, Walter Lippman, un periodista e intelectual progresista norteamericano, organizó en 1938 en Paris una reunión a la que invitó a los principales economistas-intelectuales de Europa y EE.UU., entre ellos a Friederich von Hayek, premio Nobel de Economía, para analizar la amenaza totalitaria socialista y proponer un orden económico que permitiera superar las causas de dicho amago. De allí surgió el neo-liberalismo, como un compromiso entre el laissez-faire y lo que hoy denominamos socialismo democrático.  Más adelante, el mismo von Hayeck, junto a Ludwig Mises y otros prestigiosos economistas norteamericanos como Milton Friedman y George Stigler, ambos también premios Nobel, crearon la Sociedad Mont Pelerin para perseverar -en una línea en que eventualmente primó la influencia neo-clásica (mainstream)- en el esfuerzo iniciado por Lippman en París.

Por el otro lado, un grupo de economistas de la Universidad de Friburgo en Alemania -entre los que cabe destacar a Walter Eucken, Franz Böhm, Hans Grossmann-Doerth, y  Leonhard Miksch -propusieron en los 1930’s el ordoliberalismo. Se trata de una visión más afín a lo que se conoce como la escuela austríaca de economía. Esta última enfatiza los elementos subjetivos en el análisis económico, el tiempo en el proceso productivo, y el papel del error y de la incertidumbre en los fenómenos económicos (Mises Institute, abril 2021).  En particular, el ordoliberalismo postula que los países deben definir un orden económico -un conjunto de reglas del juego- basado en la propiedad privada, la libertad de empresa y el libre juego de mercado.  En ningún caso debe el Estado dirigir directamente el proceso económico propiamente tal, como lo harían los socialistas.  En la medida que exista tal orden y el Estado -responsable de crear ese ambiente legal adecuado para el desarrollo económico- vele por la existencia de un grado saludable de competencia, la economía estaría, según los ordoliberales, al servicio del desarrollo social. No se trata de una economía de mercado con un importante componente de redistribución de ingresos, sino que lo social es una economía de mercado competitiva.

Pues bien, en este contexto, Ludwig Erhard enfrentó la reconstrucción de Alemania después de la Segunda Guerra Mundial, creando un orden político-económico en que recoge las ideas democráticas, aquellas ordoliberales, y las recomendaciones de la doctrina social de la Iglesia, en particular, el concepto del rol subsidiario del Estado. A ese orden político-económico se le conoce entonces como una Economía Social de Mercado, con mayúsculas, y fue aquél que permitió entonces una recuperación espectacular de Alemania y luego, un crecimiento -en libertad- a tasas elevadas y persistentes por un largo tiempo.

¿En qué consiste la economía social de mercado?

La economía social de mercado, con minúsculas, es entonces un sistema económico basado en una economía de mercado competitiva en que el Estado juega un rol subsidiario. El hecho de que este sistema sea eficiente y justo se basa primordialmente en los siguientes tres conceptos.

En primer lugar, es posible demostrar algebraicamente que, bajo ciertas condiciones razonables, una economía de mercado (libre) perfectamente competitiva es eficiente, en el sentido que, dadas las preferencias de los consumidores y la distribución del ingreso existente, los recursos se asignan de tal modo que maximizan el bienestar de los ciudadanos.[3]  Es decir, no es ni necesario ni conveniente -y así lo sostenían los ordoliberales- que el Estado intervenga para ello directamente en el proceso productivo, pero sí que el Estado establezca las reglas del juego correspondientes y luego vele por que impere la ley (rule of law).

En segundo lugar, desde cualquier distribución del ingreso dada, se puede lograr aquella de un óptimo social paretiano, mediante la aplicación de un conjunto de impuestos y subsidios de montos fijos (por ejemplo, la misma cantidad de pesos por ciudadano, sin importar su raza, género o edad)[4]. Este tipo de impuestos no distorsiona la asignación de recursos y por lo tanto no tiene -en principio- costo alguno de eficiencia.

Y, finalmente, en la práctica, es muy improbable lograr una asignación de recursos perfecta en ausencia de intervención estatal. Siempre surgirán externalidades positivas o negativas y habrá empresas con algún poder monopólico o monopsónico.  Además, los impuestos y subsidios de monto fijo son rechazados políticamente. Estas falencias -conocidas como fallas de mercado- pueden en principio ser eliminadas por la acción estatal.

No obstante, esta intervención tiene a su vez un precio. Este incluye el costo social que generan los tributos (que aumenta en progresión geométrica con el nivel tributario), la ineficiencia de las burocracias estatales[5] y los problemas de asignación de recursos que genera a nivel nacional la acción estatal[6].

Es decir, para que se justifique socialmente corregir una falla de mercado, el costo de hacerlo debe ser inferior al costo de la falla. Esto, expresado en otra forma, lo recogen los principios que configuran el rol subsidiario del Estado y que en una economía social de mercado han de guiar la acción estatal.  El principio de subsidiaridad -derivado de la noción de “en subsidio”- sostiene que el Estado sólo debe intervenir en la economía si los privados o los cuerpos intermedios no pueden o no desean tomar las acciones necesarias para alcanzar el bien común.  Implícito en este concepto está la noción de que mientras más cercano al problema estén los que lo han de resolverlo, menor será el costo de hacerlo.

Pues bien, son estas economías sociales de mercado -economías de mercado libre con un rol subsidiario del estado- las que mejor han permitido alcanzar, en libertad, altas tasas de crecimiento económico. Avala este juicio la comparación de casos como aquél de la República Federal de Alemania (occidental) en comparación a la República Democrática de Alemania (oriental) y el de Corea del Sur en relación al de Corea del Norte. Otros ejemplos son, en América Latina, Chile y Perú, países que han tenido bajo sus modelos de economía social de mercado un progreso económico muy superior -diría que en algunos momentos espectaculares- a aquél alcanzado por Cuba y Venezuela con sus economías dirigidas y sus regímenes autoritarios. O a los mismos Chile y Perú bajo sistemas distintos a los sociales de mercado.

  • ¿A qué retos se enfrenta ante la pandemia por la COVID-19?

La pandemia de la COVID-19 ha golpeado a prácticamente a todo el mundo.  En general los países han tratado de minimizar sus efectos mediante una serie de medidas como el uso de mascarillas, el distanciamiento social, las restricciones a los viajes internacionales y los confinamientos obligatorios. Los resultados sanitarios han variado, entre otros, en función de las características del paquete de medidas adoptado, de la calidad de la administración de la crisis, de la índole de los servicios de salud locales, de la situación fiscal y de los ahorros privados existentes.

Lo que interesa acá es describir la forma en que se debe encarar la pandemia desde la perspectiva de una economía social de mercado. Naturalmente el objetivo es minimizar el efecto negativo sobre el nivel de bienestar de la comunidad del conjunto de las políticas sanitarias, sociales y económicas que se adopten en el contexto de la mencionada pandemia. Dada la incertidumbre sobre la evolución de la última, la manera de enfrentar el virus y sus efectos, es un asunto muy complejo. Sin embargo, algunas cosas se pueden adelantar sobre el tema.

En primer lugar, la COVID-19 genera una externalidad negativa, eso no cabe duda, porque el portador del virus puede contagiar a terceros. Es por ello altamente probable -dado la forma en que el virus se trasmite, por el elevado porcentaje de infectados asintomáticos, y por los plazos en que los contagios se manifiestan- que para un control óptimo de la pandemia algún grado de involucramiento del Estado sea conveniente.[7]

Y en segundo lugar, si eso es así, la pregunta que surge de inmediato es ¿cuál es el -o son los- objetivos concretos que el Estado debe tratar de lograr? Está claro que uno es el sanitario, pero, en la medida que éste implique el uso de restricciones al movimiento de las personas, afecta los niveles de la actividad económica y los grados de libertad de las personas.

El Estado debe entonces -utilizando los canales políticos correspondientes- determinar los valores relativos que la ciudadanía le da a cada uno de los objetivos sanitarios, sociales y económicos y luego implementar las medidas necesarias para lograrlos. Parece ser una cosa sencilla, pero en la práctica es un tremendo desafío, como ha quedado demostrado por las protestas relativamente masivas en muchos países, ya sea porque la ciudadanía estima que el Estado no ha intervenido suficiente o porque lo ha hecho en demasía.

En materia económica, las medidas sanitarias que se han tomado en la mayoría de los países han tenido un impacto negativo en sectores relacionados con el comercio, la construcción, el turismo y los entretenimientos, entre otros. En el proceso se han perdido empleos, lo que obliga a los gobiernos a implementar programas extraordinarios de ayuda, tanto para las empresas como para los que han perdido sus empleos.

Administrar esta ayuda ha resultado ser muy complejo en países con altas tasas de informalidad, como los que existen en la mayoría de los países de América Latina.  Si se implementan programas de ayuda universales, es decir, todos los hogares reciben un subsidio igual, para una cierta disponibilidad de recursos, la ayuda por hogar termina siendo insuficiente para los más pobres. Pero focalizar los recursos de ayuda en los que han perdido sus trabajos o en aquellos cuyos ingresos han bajado mucho, es extraordinariamente difícil, dada la cuantiosa informalidad prevaleciente.  Como resultado, muchos hogares necesitados se quedan sin ayuda.  Ambas alternativas de socorro se traducen entonces en descontento ciudadano y –por ende- en el cuestionamiento del sistema.  En el caso de los países con una economía social de mercado se culpa al modelo neo-liberal, mote que le han puesto a la última[8].


[1] Profesor de Economía, Instituto de Economía, Pontificia Universidad Católica de Chile.

[2] En estas líneas distingo entre sistema y modelo económico.  Definiré como sistema el conjunto de principios que conforman un determinado orden económico, en cambio como modelo, una abstracción de la realidad que explica a esta última.  En ése sentido, hay infinitos posibles modelos que conforman un sistema económico.  Es decir, los países de la Unión Europea, Chile y Perú, tienen el mismo sistema, una economía social de mercado, pero tienen modelos distintos. Es más, cada uno de estos países han tenido modelos diferentes desde que adoptaron sus economías de mercado, dado que han ido adaptando sus instituciones a las circunstancias cambiantes.

[3] Arrow, K. J.; Debreu, G. (1954). «Existence of an equilibrium for a competitive economy». Econometrica. 22 (3): 265–290.

[4] En el sentido que las ganancias de bienestar de unos productos de la redistribución, necesariamente implica la pérdida de otros.

[5] Teoría del Principal-Agente.

[6] Teoría de la Acción Pública.

[7] Es posible argumentar que tal intervención debiese ser a nivel mundial, dado que el Covid_19 se trasmite con mucha facilidad entre países.

[8] La población identifica –por supuesto que erróneamente- al neo-liberalismo con el laissez faire y lo condena.

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