Entrevista en italiano realizada el 6/02/2023 por Vicenzo Antonio Poso
al profesor Riccardo Guastini para el portal jurídico italiano «Giustizia insieme».
Traducción al español por Rodrigo Grández
Riccardo Guastini nació el 25 de enero de 1946 en Génova donde, tras los estudios clásicos, se licenció en Derecho en el curso 1968-1969 discutiendo una tesis en Filosofía del Derecho sobre las doctrinas jurídicas del marxismo con el Prof. Giovanni Tarello, de quien fue alumno y colaborador. Tras las universidades de Sassari y Trieste (aquí también Doctrina del Estado), enseñó en la Facultad de Derecho de la Universidad de Génova (Filosofía del Derecho, Teoría General del Derecho, Derecho Constitucional, Técnicas de Interpretación y Argumentación Jurídicas) y en la Facultad de Derecho de la Universidad de París Nanterre y en otras universidades francesas y españolas como Profesor Visitante. Profesor titular desde 1977, es Catedrático Emérito de Filosofía del Derecho en la Universidad de Génova y director del Instituto Tarello de Filosofía del Derecho de la Facultad de Derecho de la misma Universidad. Es coeditor de las revistas Analisi e diritto (publicada actualmente por la ETS, Pisa), Ragion pratica y Materiali per la storia della cultura giuridica (publicada por Il Mulino, Bolonia). Su campo de investigación se desarrolla principalmente en el análisis del lenguaje normativo, los conceptos jurídicos fundamentales, la estructura de los sistemas jurídicos y las técnicas de argumentación e interpretación jurídica, es decir, en las direcciones fundamentales de la teoría general del derecho; pero a lo largo de los años también ha llevado a cabo investigaciones en filosofía política, metodología jurídica y derecho constitucional. Entre sus obras más recientes (además de algunos trabajos en castellano y francés y numerosos ensayos en inglés), destacan: Distinguendo. Studi di teoria e metateoria del diritto (Giappichelli, Turín, 1996); Teoria e dogmatica delle fonti (Giuffré, Milán, 1998); L’interpretazione dei documenti normativi (Giuffrè, Milán, 2004); Lezioni di teoria del diritto e dello stato (Giappichelli, Turín, 2006); Le fonti del diritto. Fondamenti teorici (Giuffrè, Milán, 2010); La sintassi del diritto (Giappichelli, Turín, 2011 y 2014); Interpretare e argomentare (Giuffrè, Milán, 2011); Distinguendo ancora (Marcial Pons, Madrid, 2013); Discutendo (Marcial Pons, Madrid, 2017).
V. Poso: ¿Qué recuerdos tiene de la Universidad de Génova y de la Facultad de Derecho de la segunda mitad de los años sesenta a la que asistió?
R. Guastini: No puedo decir mucho sobre la Facultad de Derecho de Génova, porque asistí a ella de forma algo fragmentaria, desatenta y desganada. Alguien me había convencido de que la Facultad de Ciencias Políticas, que era la que más me atraía, ofrecía una carrera pobre, y que en Derecho podría haber estudiado casi lo mismo con mejor provecho. Cierto, sólo en parte. (…) En los años sesenta, la Facultad de Génova contaba con la presencia de algunos maestros de una u otra disciplina. De algunos de ellos me hice amigo más tarde. Me gusta recordar en primer lugar a Franca De Marini, gran estudiosa del derecho romano, a la que quería mucho. Pietro Trimarchi, de quien aprendí lo poco que sé de derecho civil. Y de nuevo mi amigo Stefano Rodotà, que en un momento dado le sustituyó, y con quien discutí una olvidable tesis de licenciatura. Y de nuevo: Viktor Uckmar (maestro del derecho financiero), Paolo Rossi (penalista), Luciano Cavalli (sociólogo), Mario Talamona (economista, sustituido más tarde por Mario Guerci, con quien discutí una tesis de licenciatura sobre el «intercambio desigual», que llegó a publicarse en Italia y Francia). Sin duda me olvido de alguien. No me gustaba nada, digamos, la enseñanza de los procesos (Crisanto Mandrioli y Gaetano Foschini), de la que todavía parece que no sé nada. Y, a decir verdad, la enseñanza de algunas disciplinas, incluida la administración -por no hablar de la laboral y la eclesiástica (impartidas por nulidades olvidables, cuyos nombres no mencionaré)- era francamente bastante pobre. Incluso la enseñanza del derecho constitucional, impartida por Carlo Cereti, era más bien mediocre (no en vano Cereti es hoy mayoritariamente olvidado por los constitucionalistas). El derecho mercantil lo impartía Mario Casanova, un reconocido maestro de la disciplina, que sin embargo tenía el extraño vicio de impartir cursos monográficos, en años alternos, sobre empresa y quiebra respectivamente; a mí me ocurrió lo de la quiebra, con el resultado de que no aprendí nada sobre empresa (salvo esas pocas cosillas que se pueden leer en los manuales de las instituciones privadas). Algo parecido ocurrió también con el derecho internacional: no recuerdo el curso, pero sí recuerdo que de hecho sólo estudié el llamado internacional privado; el internacional público sólo lo estudié muchos años después para hacer un cursillo de teoría del derecho internacional en la Facultad de Derecho de París II-Panthéon-Assas. Esta era la situación en los años sesenta. La Facultad se enriqueció mucho hacia finales de los años setenta (o principios de los ochenta, no recuerdo bien) con la llegada de colegas, y queridos amigos, como Silvana Castignone, Vito Piergiovanni, Federico Sorrentino, Sergio Carbone, Carlo Grosso, Mario Bessone, Guido Alpa, Enzo Roppo, Paolo Ferrua, y otros.
V. Poso: También estaba Giovanni Tarello, maestro indiscutible de muchas generaciones de eruditos. ¿Cómo se produjo su encuentro?
R. Guastini: Conocí a Giovanni Tarello, circunstancialmente, para pedirle que dirigiera mi tesis. Yo no había asistido a ninguno de sus cursos: mi profesor de Filosofía del Derecho había sido (el malísimo) Luigi Bagolini, del que no creo haber aprendido nada. Sólo había conocido a Tarello en los exámenes. Pero le pedí que dirigera la tesis básicamente por tres razones. La primera razón era que Giovanni era un hombre extremadamente fascinante. Una inteligencia chispeante, chispeante. Seductor. Y además (rara avis) de izquierdas. La segunda razón es que en mi segundo año había estudiado la Teoría General de Kelsen: un libro que me marcó. Tengo la impresión de que aprendí más Derecho -Derecho positivo vigente- leyendo ese libro teórico-general que en el resto de mis estudios de Derecho. Así que me pareció que merecía la pena cultivar ese tipo de estudio. La tercera razón es que, en aquel momento, el Derecho básicamente no me interesaba demasiado. Me da un poco de vergüenza decirlo ahora, recordando las enseñanzas de Tarello. Me interesaba más bien la política, y la filosofía del derecho me parecía un lugar apropiado para filosofar sobre política. Al fin y al cabo, aunque era un estudiante, digamos, pasable, no dominaba realmente ninguna disciplina. En cambio, una de las cosas más importantes que aprendí de Tarello fue precisamente ésta: que sólo un buen jurista (de hecho, según él, un «panjurista» ideal, un jurista que domine todo el ordenamiento jurídico positivo) puede ser un filósofo del derecho decente.
V. Poso: Creo que no es fácil hacerlo, pero ¿podría esbozar, en pocas y esenciales palabras, el retrato del Maestro genovés?
R. Guastini: Giovanni Tarello no sólo fue un maestro, sino también un amigo inolvidable. Sin embargo, no hablaré del amigo: no por reticencia, sino porque soy incapaz de hablar de personas y relaciones personales: no es mi estilo, digamos. En cuanto al maestro… bueno, no podría enumerar cuántas y qué cosas aprendí de él. Una, ya la he mencionado: la filosofía del derecho es cosa de juristas, no de filósofos. Esta forma de ver ha condicionado todo mi trabajo desde mediados de los años setenta, cuando dejé de hurgar en los clásicos del marxismo. Giovanni me inculcó esta idea más con hechos (es decir, con su obra) que con palabras. Pero hace unos años yo mismo la teoricé explícitamente, configurando la filosofía del derecho como la suma (o combinación) de teoría general del derecho (construcción de los conceptos fundamentales de la ciencia jurídica) y teoría de la interpretación (análisis crítico de la doctrina y la jurisprudencia). Una filosofía sin adjetivos ni complementos de especificación -una filosofía, es decir, que no tenga por objeto tampoco la ciencia (en sentido amplio)- es puro vaniloquio.
V. Poso ¿Cuál fue la «lección» más fructífera de Giovanni Tarello?
R. Guastini: Giovanni nunca «me dio una lección»: quiero decir que nunca me instruyó explícitamente sobre lo que debía o no debía hacer. Me enseñó con el ejemplo, además de por escrito. Me enseñó, entre otras cosas, una manera de estar en la academia, y un poco quizás también en la vida. Una forma de estudiar. Y, con delicadeza mayéutica, también me sugirió qué estudiar. Me explico: en una época en la que mis intereses estaban todavía todos orientados hacia la filosofía política marxista, Giovanni me dijo, entre serio y burlón: «En mi opinión, deberías escribir algo sobre la doble negación de los preceptos» (si quieres, te explico lo que significa esta expresión esotérica). Parecía una broma un tanto burlona, pero en realidad Juan había adivinado mis inclinaciones, quizá no por la lógica deóntica en sentido estricto, pero desde luego sí por el análisis conceptual, por el análisis del discurso normativo. Y así fue: desde la segunda mitad de los años setenta, mis estudios se orientaron precisamente en esa dirección. Y luego, por supuesto, aprendí de él los fundamentos de la cultura jurídica moderna, los rudimentos del análisis del lenguaje normativo, la teoría de la interpretación, una actitud realista hacia la doctrina y la jurisprudencia, el poder nomopoiético de la dogmática. Por último, Giovanni fue el conducto de muchas amistades (académicas). Entre ellos me gustaría recordar a Franco Galgano, Gino Giugni, Umberto Romagnoli, Giorgio Ghezzi, Riccardo Orestano. Así como, por supuesto, la «escuela» analítica -quizá debería decir de la Ilustración- del noroeste: Norberto Bobbio, en primer lugar, y luego Uberto Scarpelli, Giacomo Gavazzi, Giorgio Lazzaro, Amedeo Conte… Estaba a punto de escribir hace un momento: de Giovanni Tarello lo aprendí todo. Pero habría sido una exageración. En los años setenta, cuando orienté mis estudios hacia la teoría del derecho, aprendí mucho de Norberto Bobbio, a quien considero mi segundo maestro, así como de Uberto Scarpelli. A partir de los años ochenta, encontré un tercer maestro en Eugenio Bulygin, con quien compartí en cierto modo todos los fundamentos metodológicos de la teoría jurídica, desde el positivismo jurídico hasta el escepticismo ético (escribí sobre él el año pasado, lamentando su muerte).
V. Poso: Muchos siguen hablando de su «escuela», que usted ha continuado y desarrollado hábilmente. ¿En qué consiste la «Escuela de Génova»?
R. Guastini: Giovanni Tarello está, por supuesto, en el origen de la «Escuela de Génova», ahora celebrada en volúmenes y revistas (la mayoría en el extranjero, a decir verdad). Los rasgos característicos de la Escuela, si es lícito llamarla así (a Tarello no le habría gustado), son el método analítico, el empirismo, el positivismo jurídico, el escepticismo ético y el realismo jurídico. La Escuela comprende a los alumnos directos de Tarello -en concreto: Guastini, Paolo Comanducci y Mauro Barberis (por orden de antigüedad)- y a los alumnos de los alumnos. Entre ellos se encuentran los míos, de muchos de los cuales me siento especialmente orgulloso: los considero, con diferencia, lo mejor de mi «producción científica». El mayor, Pierluigi Chiassoni, es él mismo un maestro, especialmente en el campo de la interpretación. El recientemente fallecido Bruno Celano, no exactamente alumno mío, pero cuya tesis doctoral sobre el «ser» y el «deber-ser» dirigí, fue uno de los filósofos del derecho más agudos y estimulantes de su generación. En cierto sentido, muchos estudiantes del doctorado genovés en Filosofía del Derecho e Historia de la Cultura Jurídica repartidos por el mundo también forman parte de la Escuela. El cemento de la Escuela, a decir verdad, no es sólo la filosofía del derecho (en sentido estricto) sino también (¿antes?) la amistad. Paolo Comanducci, en particular, requeriría un discurso en sí mismo: es para mí, más que un amigo, un hermano. Mi cómplice -como diría nuestro amigo Stanley Paulson- en innumerables delitos jurídico-filosóficos. Hemos fundado juntos dos revistas: Analisi e diritto (desde 1990, actualmente publicada por ETS) y, a instancias de Paulson, Ragion pratica (desde 1993, actualmente publicada por Il Mulino). También hemos fundado dos series: Analisi e diritto, que flanquea la revista del mismo nombre, publicada por Giappichelli, y Filosofia del diritto positivo, publicada por Marcial Pons (en Madrid).
V. Poso: Entre las materias de elección -la primera de ellas- se encuentra la «Filosofía del Derecho». ¿Cómo definirla, si existe una noción compartida por los estudiosos de esta materia?
R. Guastini: Tarello concibe el discurso filosófico -a la manera del positivismo lógico o del neoempirismo- como un discurso de segundo grado, o metadiscurso, cuyo objeto son los discursos de las diversas ciencias. Las ciencias tienen por objeto el mundo. La filosofía no: la filosofía tiene como objeto las ciencias mismas. No hay otro mundo (metafísico) más allá del mundo (físico) estudiado por las ciencias, y objeto de un saber «superior» (la metafísica precisamente). Este es el modo de pensar que aprendí de Tarello, y también de Alf Ross: por cierto, su Sobre el derecho y la justicia (1958, traducido por Gavazzi para Einaudi en 1965) es quizá el mejor libro de texto de filosofía del derecho que existe. Evidentemente, esto implica una reducción radical de las diversas disciplinas filosóficas a metaciencias, o filosofías de las ciencias (de una u otra ciencia). Habrá así una filosofía de la física, una filosofía de las matemáticas, una filosofía de la química, y así sucesivamente, hasta llegar a la filosofía del derecho (o mejor: de la ciencia jurídica). Pero no puede haber una filosofía sin especificaciones: la «panfilosofía separada de cualquier disciplina científica o técnica específica», según Tarello, es palabrería de salón. Quien quiera un ejemplo puede leer ese pasaje en el que el infame nazi Heidegger divaga sobre la nada: «¿Existe la Nada sólo porque existe el No, es decir, la Negación? […] ¿Existe la Negación y el No, sólo porque existe la Nada? […] Sostenemos: la Nada precede al No y a la Negación». Puro disparate. Tarello concebía la filosofía del derecho como ‘metagiuridica’: con este desagradable adjetivo sustantivado se refería al análisis lingüístico, historiográfico, sociológico y político de la ‘jurisprudencia’, entendida aquí en el sentido clásico de prudentia juris. Metagiurídica, en suma, es lo que Bobbio nos acostumbró más tarde a llamar meta-derecho. La filosofía del derecho, pues, es una disciplina accesoria al trabajo de los juristas, y por tanto no puede ser cultivada sino por los propios juristas. Las «filosofías del derecho» de Hegel o Croce son, cuando menos, palabrería ociosa. Por lo tanto, el filósofo del derecho debería ser -por formación intelectual, intereses y experiencia- un jurista entre otros juristas. Entre otras cosas, esta forma de pensar lleva a desacreditar como irrelevante, y tendencialmente ajena a la filosofía del derecho, al menos una de las áreas tradicionales de reflexión de los filósofos del derecho: la llamada filosofía de la justicia (que es, propiamente, una ética normativa, es decir, algo para ‘moralistas’, no para juristas).
V. Poso: ¿En qué consiste, entonces, una buena «filosofía del derecho»?
R. Guastini: Como decía más arriba, hace unos años -escribiendo un «manifiesto» de la filosofía analítica del derecho- yo mismo sostuve que una buena filosofía del derecho es una combinación de teoría general del derecho (construcción de los conceptos fundamentales de la ciencia jurídica) y teoría de la interpretación (análisis crítico de la doctrina y de la jurisprudencia). Por un lado, por tanto, la construcción de conceptos que ofrezcan la mejor descripción posible del Derecho vigente. Ejemplos triviales que siempre pongo a mis alumnos: ¿debemos adoptar un concepto de «fuente» que incluya o, por el contrario, excluya de la lista de fuentes las sentencias constitucionales de aceptación? ¿debemos adoptar un concepto de «derecho» (en sentido subjetivo) que incluya o, por el contrario, excluya de la lista de derechos una situación jurídica no garantizada (como el derecho al trabajo, por ejemplo)? Por otro lado, el análisis lógico (en sentido amplio) de los discursos y razonamientos de los juristas (y de los jueces, por supuesto). Ese análisis que permite comprobar la solidez de los argumentos (incluidas sus justificaciones); distinguir, pongamos por caso, las distintas formas de utilizar el argumento contrario; sacar a la luz los presupuestos que subyacen tácitamente a uno u otro argumento; o incluso distinguir la mera atribución de sentido a un texto (interpretación propiamente dicha) de la formulación de nuevas normas (construcción jurídica, el «derecho de los juristas»). Un buen filósofo del derecho no puede sino hacer uso de las herramientas características del análisis del lenguaje. Por ejemplo (a) la distinción sistemática entre cuestiones empíricas, relativas a los hechos, y cuestiones conceptuales o verbales, relativas al significado de las palabras; (b) la distinción sistemática entre cuestiones de hecho y cuestiones de valor, o, desde otro punto de vista, entre discursos cognoscitivos (verdaderos o falsos) y discursos evaluativos o prescriptivos (ni verdaderos ni falsos); (c) el cuidado sistemático en el análisis del significado de las palabras y, por tanto, tanto el registro de los usos lingüísticos existentes como la detección de indeterminaciones semánticas, connotaciones de valor ocultas, malentendidos verbales, etc. Cabe señalar que la filosofía analítica no es «una filosofía» en el sentido tradicional (y vernáculo) de la palabra: no es una cosmovisión y, por supuesto, tampoco es una ciencia. Al contrario, se opone firmemente a esa forma de filosofar que consiste en cotorrear sobre sistemas máximos y/o pretende extraer, más allá de las ciencias, la esencia última del mundo: algo de lo que «hay que callarse», como diría Wittgenstein. La única filosofía buena es el análisis lógico del lenguaje de las ciencias, incluida la ciencia jurídica, y marginalmente del lenguaje ordinario.
V. Poso: Una parte importante de sus estudios son los de derecho constitucional, en una acertada combinación con los estudios de «teoría general».
R. Guastini: Empecé a estudiar en serio el derecho constitucional a finales de los años setenta. En 1988 (creo), cuando el entonces titular, mi querido amigo Federico Sorrentino, fue llamado a Roma, me nombraron profesor. Desde entonces, mis estudios teórico-generales han estado inextricablemente ligados a mis estudios constitucionales. En beneficio mutuo, creo. En el sentido de que unos y otros se han enriquecido mutuamente. Ciertamente, mis escritos constitucionalistas son muy poco «dogmáticos», y en cambio están impregnados de la teoría general del derecho y de la interpretación. Considero a Vezio Crisafulli mi «maestro» de Derecho constitucional, aunque nunca tuve el placer de conocerle personalmente. Fue en sus conferencias -una acertada combinación de teoría general y dogmática constitucionalista- donde me formé en gran medida. Mis primeros trabajos constitucionalistas -sobre la estructura lógica de las decisiones constitucionales, sobre la ilegitimidad de disposiciones y normas respectivamente, sobre las decisiones interpretativas del Tribunal- se basan en gran medida en la distinción entre disposiciones y normas, reconstruida como distinción semántica entre enunciados (los enunciados de las fuentes) y significados (las normas propiamente dichas). Se trata de la distinción fundamental de toda teoría de la interpretación, ya que ésta consiste precisamente en deducir normas a partir de disposiciones (o fuentes). Esta distinción debe mucho a la enseñanza de Crisafulli, y antes a la de Tarello, por supuesto. Di clases de Derecho constitucional durante unos quince años, hasta 2003 si no recuerdo mal, publicando incluso un par de folletos. Con gran diversión: no sólo de teoría general se vive. En los últimos tres años, creo, ya no impartí constitucional de primer curso, sino un ‘constitucional especial’ (un complementario) impartiendo cursos monográficos sobre fuentes, justicia constitucional y derechos fundamentales. Mis primeros escritos ‘técnicos’ sobre derecho constitucional, creo, son dos entradas de la última edición del Digesto, sobre la reserva de ley y el principio de legalidad, de principios de los noventa, que escribí a instancias de Gustavo Zagrebelsky. En el mismo período, a petición del difunto Alessandro Pizzorusso (le tenía mucho afecto), escribí también el comentario al artículo 101 de la Constitución, para el Comentario [Branca] de la Constitución, que entonces dirigía Pizzorusso.
V. Poso (citando el art. 101 de la Constitución Italiana): «La justicia se administra en nombre del pueblo. Los jueces sólo están sujetos a la ley». ¿Es así?
R. Guastini: Bueno, a decir verdad, el primer enunciado del art. 101 de la Constitución, en mi opinión, es poco más que una fórmula declamatoria (aunque en su momento intenté analizar las diversas conexiones posibles entre la función jurisdiccional y la soberanía popular). El segundo enunciado, en cambio, expresa el principio de legalidad en la jurisdicción y, a pesar de su extrema concisión, tiene un contenido normativo bastante problemático y complejo. Contenido problemático, en primer lugar, porque la palabra «ley» admite al menos tres interpretaciones: puede entenderse en el sentido de ley formal, en el sentido de acto con fuerza de ley en todo caso, o en el sentido genérico de fuente de derecho. Cada una de estas interpretaciones tiene graves consecuencias prácticas. Por ejemplo, si entendemos «ley» en el sentido estricto de ley formal -como, en mi opinión, deberíamos hacer- se deduce que los jueces no están sujetos incondicionalmente a aplicar también los llamados actos «equivalentes»; de modo que pueden (de hecho deben) inaplicar, por ejemplo, decretos delegados en violación de la delegación y/o decretos-leyes carentes de los requisitos de necesidad y urgencia. Bueno, eso por poner una pega, ya que según la interpretación más o menos común, y en mi opinión radicalmente errónea, aquí ‘ley’ es (más o menos) sinónimo de derecho objetivo. Contenido, pues, complejo, como decía, porque la sujeción (incondicional) a la ley, y sólo a ella, es rica en implicaciones. Señalaré brevemente algunas que quizá no sean evidentes.
Mientras tanto, la sujeción a la ley implica el principio iura novit curia (que, por tanto, tiene rango constitucional). Que los jueces estén sometidos a la ley implica entonces que en ningún caso pueden negar su aplicación (otra cosa es suspender su aplicación planteando una cuestión de legitimidad constitucional). La cláusula «sometidos sólo a la ley» implica que los tribunales pueden denegar la aplicación de un acto administrativo, incluso de contenido normativo (un reglamento), cuando el mismo no esté basado (formalmente) en una ley previa y/o (materialmente) en conflicto con la ley. Al igual que pueden negar la aplicación a un precedente: ni siquiera los precedentes de casación pueden adquirir fuerza vinculante (aunque, afortunadamente, a menudo la adquieren de hecho). La sujeción de los jueces a la ley implica también que los jueces deben limitarse a aplicar las leyes existentes, no están autorizados a crear otras nuevas. No tanto en el sentido obvio de que ningún acto jurisdiccional puede adquirir «fuerza de ley», sino en el sentido menos obvio de que: primero, las decisiones jurisdiccionales en todo caso sólo tienen efecto inter partes, nunca jamás pueden tener efecto general erga omnes; segundo, los jueces, incluso en presencia de lagunas, deben en todo caso basar su decisión en normas preexistentes (mediante la construcción de normas no expresadas, en formas que es tarea de la teoría de la interpretación identificar). Considero una cuestión abierta si los jueces (comunes), estando sujetos sólo a la «ley», tienen la obligación de aplicar (también) la constitución. No es en absoluto obvio que la tengan.
V. Poso: Siempre he pensado que el juez es el servidor de al menos dos amos, la ley y la constitución. Pero, como decía Piero Calamandrei, con una imagen certera: ‘el juez común es la «antesala» del Tribunal y el juez, ante el que pende, es la persona a la que corresponde abrir o no la «puerta» que da acceso al Tribunal Constitucional’.
R. Guastini: En mi opinión, la aplicación jurisdiccional de la Constitución, bien entendida, consiste esencialmente en juzgar la legitimidad constitucional de las leyes, pero cualquier decisión al respecto está obviamente vedada a los jueces ordinarios, siendo competencia exclusiva del Tribunal Constitucional. Es cierto que, en cierto sentido, los jueces ordinarios también aplican la constitución cuando plantean una cuestión (juzgándola no manifiestamente infundada) ante el Tribunal, y más aún cuando realizan interpretaciones «adeguatrice» o «conforme». En la jurisprudencia del Tribunal, la interpretación «adeguatrice» por los tribunales ordinarios es incluso un deber. Y el propio Tribunal hace pleno uso de ella cada vez que dicta una sentencia interpretativa. Me parece, por otra parte, que, al interpretar la ley, los jueces no tienen otra obligación que atribuirle el significado «que se desprende del sentido propio de las palabras según su conexión y la intención del legislador» (art. 12.1 disp. prel. código civil).
Así pues, lejos de ser obligatoria, una interpretación adaptativa sólo se justifica cuando concuerda con el sentido común de las palabras o la intención del legislador: lo que no siempre es el caso. Al contrario: si el sentido común y/o la intención ya son conformes con la constitución, no hay nada en absoluto que «adaptar». Pienso también que, ante una disposición de ley que admita siquiera una interpretación que difiera de la constitución, el juez -lejos de tener la obligación de hacer una interpretación adaptativa- tiene efectivamente la obligación de plantear una cuestión de legitimidad constitucional ante el Tribunal. Esto es así por la sencilla razón de que no puede decirse que una cuestión de legitimidad constitucional sea «manifiestamente» infundada sobre una disposición que es susceptible de expresar incluso una sola norma contraria a la constitución. Una sentencia afirma: el Tribunal «juzga sobre normas, pero se pronuncia sobre disposiciones» (Corte Cost. 84/1996). Pero no parece que sea así. De hecho, el Tribunal declara que una disposición es constitucionalmente ilegal (anulándola así) sólo en casos extremos: cuando la disposición en cuestión no admite ninguna interpretación constitucionalmente conforme. En su mayor parte, el Tribunal se pronuncia sobre normas, en absoluto sobre disposiciones, ya que, según su orientación, «las leyes no se declaran constitucionalmente ilegítimas porque sea posible darles interpretaciones inconstitucionales […] sino porque es imposible darles interpretaciones constitucionales», es decir, conformes a la Constitución (Tribunal Constitucional 356/1996). La práctica de sentencias interpretativas (especialmente las de rechazo) por parte del Tribunal me parece censurable. Desde luego, se trata de una cuestión de oportunidad política, no de derecho: las sentencias en cuestión no tienen otro resultado que el de mantener vivas leyes que pueden expresar normas inconstitucionales, y cuya interpretación conforme a la Constitución por parte de la generalidad de los jueces y de la Administración pública no está en absoluto garantizada. El Tribunal considera que una ley sólo debe ser declarada inconstitucional (con una sentencia estimatoria «seca») cuando no admite ninguna interpretación conforme. Mi opinión, en cambio, es que una ley debe ser declarada inconstitucional cuando admite siquiera una interpretación discrepante. Entre otras cosas, con los evidentes resultados de simplificación de la ley.
V. Poso: En el curso de sus estudios, también se ocupó de otros temas de derecho constitucional, imagino.
R. Guastini: Por supuesto, la mayor parte de mi trabajo -a medio camino entre la doctrina constitucionalista y la teoría general- se refiere a las fuentes: supongo que hablaremos de ello. Pero me gusta recordar un pequeño escrito de 2008 al que tengo mucho cariño por su valor metodológico, publicado en Ragion pratica (y en la página web de los constitucionalistas), que trata de la función presidencial. En él se argumenta (no me atrevo a decir «demuestra», por razones epistemológicas obvias) la tesis de que las opiniones actuales sobre el Presidente de la República como «poder neutral», (mero) «garante de la constitución», etc., son el resultado del Juristenrecht, carente de cualquier base textual, fundada únicamente en la dogmática del gobierno parlamentario (siendo la «teoría» del gobierno parlamentario de alguna manera preconstituida a la interpretación del texto constitucional). Sólo un ejemplo: ¿quién ha dicho que el Presidente no puede negarse a promulgar una ley, a dictar un decreto gubernamental o a autorizar la presentación de un proyecto de ley gubernamental, salvo por razones de ilegitimidad constitucional (por otra parte «manifiesta»), nunca por razones políticas? La Constitución no. Esto es pura construcción doctrinal. Lo cierto es que la constitución otorga al jefe del estado poderes exquisitamente políticos: basta leerla. Basta pensar en la epidemia de decretos-leyes, que notoriamente se han convertido ya (no sólo en escandalosos instrumentos de legislación ordinaria, sino también) en los principales instrumentos de ejecución de la dirección política del gobierno. La promulgación de decretos-leyes es un poder, no un deber, del Presidente: es su acto (técnicamente un acto presidencial, no un acto gubernamental). Sin promulgación, se frustra la dirección política del Gobierno. Pero, incluso dejando a un lado la patología (la epidemia de decretos-leyes es precisamente una patología constitucional), tomemos la autorización para presentar proyectos de ley de iniciativa gubernamental. La denegación de la autorización -que entra dentro de las competencias del Presidente- puede suponer el fracaso de la dirección política del Gobierno.
A medida que envejezco, me inclino cada vez más por la interpretación literal. Pero los constitucionalistas -en realidad, los juristas en general- rechazan la prisión de la interpretación literal: prefieren inventar el Derecho, en lugar de interpretar de plano los textos normativos. Huelga decir que ese pequeño trabajo mío sobre la función presidencial fue completamente ignorado por mis colegas (así como por el entonces Presidente Napolitano, a quien, según tengo entendido, fue presentado).
V. Poso: Sobre las cuestiones de interpretación en general, se midió con la obra fundamental de Giovanni Tarello, repitiendo, sólo en parte, su planteamiento.
R. Guastini: Luigi Mengoni me encargó también la revisión del volumen del Tratado de interpretación. Pero, ¿cómo podría volver a tener en mis manos un libro escrito por mi maestro? Ni pensarlo. Preferí escribir una obra -aunque muy tarelliana en su marco teórico- totalmente nueva. El libro, «La interpretación de los documentos normativos», salió en 2004. Sin embargo, no quedé muy satisfecho con él: no me encontraba bien de salud y lo había terminado de forma un tanto precipitada, digamos que para quitármelo de encima. Así que algún tiempo después propuse a Giuffré una nueva edición. El libro, en gran parte nuevo, salió en 2011 con el título Interpretare e argomentare. Como era de esperar, es una obra muy diferente de la de Tarello. El libro de Tarello es una feliz combinación de teoría e historia (todas sus obras son así). Yo no domino, como él (ni como Bobbio), la historia de la cultura jurídica. Me muevo incómodo en la historiografía. Así que mi libro es, como siempre, bastante «frío». Quiero decir puramente teórico (y en parte metateórico): análisis de conceptos, de teorías, de argumentos. La historia ahí no está. Estoy moderadamente satisfecho con este libro, que en general fue apreciado, incluso en el extranjero (nada menos que dos traducciones al castellano).
Moderadamente satisfecho, porque el capítulo de argumentación es flojo, un poco superficial me temo, y no está adecuadamente ilustrado, como debiera, con ejemplos concretos de doctrina y jurisprudencia. Basta compararlo con el librito de oro de Damiano Canale y Giovanni Tuzet, “La justificación de la decisión judicial”, que salió hace un par de años. Además, el libro sobre la interpretación de los tratados no agota mi trabajo analítico sobre la interpretación: he escrito docenas de ensayos sobre el tema en varios idiomas. Probablemente demasiados.
V. Poso: ¿Podría hablarnos de su «teoría de la interpretación»?
R. Guastini: Bueno, sería un discurso un poco largo. Me limitaré a centrarme en tres puntos que considero importantes. (i) El primer punto es la distinción entre disposiciones y normas (una distinción que está un poco más articulada de lo que se lee en Crisafulli y en el propio Tarello). Las dos cosas -disposiciones y normas- son bastante distintas por al menos cuatro razones, que también son bastante obvias. En primer lugar, muchas disposiciones no expresan una única norma, sino una pluralidad de normas juntas. En segundo lugar, muchas disposiciones (si no todas) admiten varias interpretaciones alternativas, de modo que expresan dos (o más) normas conjuntamente. En tercer lugar, muchas disposiciones no expresan una norma completa, sino sólo un fragmento de una norma. En cuarto lugar, todo sistema normativo está plagado de normas no expresadas (supuestamente implícitas) que no se formulan en ninguna fuente del Derecho: normas, en definitiva, elaboradas, «construidas», por los intérpretes, pero que carecen de una disposición correspondiente. Omito la circunstancia de que algunas disposiciones no parecen expresar norma alguna: carecen de sentido normativo (como una exclamación o una maldición). El caso paradigmático de la disociación entre disposiciones y normas (que dificulta el conocimiento de las normas existentes) es la práctica jurisprudencial del Tribunal Constitucional.
Me refiero a las decisiones interpretativas (rechazo y aceptación), aditivas y sustitutivas. Ya que el Tribunal, con razón o sin ella, juzga sobre normas, no sobre disposiciones (a pesar de su propia opinión al respecto). (ii) El segundo punto es la distinción entre interpretación «en abstracto» e interpretación «in concreto». La interpretación en abstracto consiste en identificar el sentido de una disposición, es decir, identificar la norma o normas expresadas o implícitas en un enunciado normativo o en una combinación de enunciados normativos, sin referencia alguna a casos concretos. Y esto es la interpretación por excelencia: el pasaje «de las fuentes a las normas», que da título a un libro mío. Otra cosa es la interpretación in concreto, que consiste en subsumir un caso concreto en el caso de una norma previamente identificada en abstracto. Aunque esta última presupone lógicamente la primera, y aunque ambas son probablemente indistinguibles en el proceso psicológico de la interpretación (sobre todo cuando la realiza un juez, especialmente un juez de mérito), son dos actividades intelectuales lógicamente distintas. La tarea de la filosofía del derecho no es investigar lo que ocurre en la mente de los intérpretes (que considero incognoscible), sino someter sus discursos a un análisis lógico. Digámoslo de paso: confundir interpretación y aplicación, como hace sistemáticamente la hermenéutica (creo que hablaremos de esto), es un grave error. En primer lugar, porque atenta innecesariamente contra el lenguaje común (y quizá contra el sentido común): los juristas y los jueces (así como los órganos constitucionales, los abogados, los administradores y los ciudadanos particulares) ciertamente interpretan la ley -es decir, atribuyen significado a los textos normativos-, pero ¿quién diría jamás que los juristas «aplican» la ley? La interpretación y la aplicación son operaciones intelectuales diferentes: la segunda presupone la primera y, como tal, no debe confundirse con ella. Digámoslo así: la interpretación en abstracto es la operación intelectual que establece la premisa normativa del llamado silogismo judicial, que luego constituye la aplicación concreta de la norma identificada en abstracto. (iii) El tercer punto es la distinción entre interpretación propiamente dicha y «construcción jurídica».
La interpretación propiamente dicha es la atribución de significado a un texto normativo: «La disposición D expresa la norma N». La construcción jurídica es más bien la formulación de normas «implícitas», o más bien no expresadas (o, en su caso, excepciones). Se trata, en definitiva, de una actividad genuinamente nomopoiética, que realizan los jueces (y, en general, los órganos de aplicación), pero que caracteriza sobre todo a la doctrina. De hecho, es el núcleo mismo de la doctrina o de la dogmática, según el caso. Un rasgo distintivo del «realismo genovés», inaugurado por Tarello (¿un eco del pensamiento de Savigny?), es la tesis de que el Derecho no sólo lo hacen los jueces (aunque, ciertamente, en última instancia, los jueces), sino también -incluso antes, diría yo- los juristas. Una idea, me parece, ajena al realismo por antonomasia: el norteamericano. En definitiva, la interpretación no es una empresa cognoscitiva, y la dogmática, la doctrina, no es ya conocimiento del Derecho, sino parte constitutiva del Derecho mismo, y por tanto no «ciencia jurídica», sino objeto de estudio de la ciencia jurídica propiamente dicha.
V. Poso: Pónganos un ejemplo para entenderlo mejor.
R. Guastini: Comentando una sola línea del código civil (de 1865), a finales del siglo XIX, Carlo Francesco Gabba pudo escribir una obra en cuatro volúmenes (Teoría de la retroactividad de las leyes), de mil páginas. Hasta un niño puede entenderlo: eso no es banal interpretación textual, es algo totalmente distinto, es «alta dogmática» (como decía Scarpelli). Lo que, por otra parte, hacen todos los grandes juristas, desde Ulpiano a Accursio, a Domat, a Santi Romano, etcétera. Seamos claros: la eficacia de las leyes a lo largo del tiempo es una cuestión seria y espinosa. Pero nuestras bibliotecas también están repletas de sublimes esfuerzos exegéticos sobre frases que en realidad carecen de cualquier contenido normativo tangible. Como, por ejemplo, «fundada en el trabajo» o «representa la unidad nacional». A menudo, los vacíos se llenan con construcciones jurídicas, entendidas banalmente como hechos sobre los que las fuentes guardan silencio. Es el «espacio vacío del derecho», teorizado en Italia por Santi Romano en los años veinte (para negar que pueda haber lagunas «en» el derecho).
Entendidas así, las lagunas no son un fenómeno ocasional: son omnipresentes. Un vacío que la prohibición del «non liquet» obliga a colmar. En mi trabajo, he intentado reconstruir la estructura formal de algunos (sólo algunos) de los razonamientos mediante los cuales se elaboran las normas implícitas (o excepciones). Cada vez estoy más convencido de que una buena teoría de la interpretación debería dedicarse esencialmente a esto.
V. Poso: En pocas palabras, y sin perjuicio de algunas variaciones, existen tres teorías de la interpretación: a) la teoría cognitivista, según la cual toda cuestión interpretativa tiene una sola respuesta correcta; b) la teoría ecléctica, según la cual algunas cuestiones interpretativas tienen una sola respuesta correcta; c) la teoría escéptica, según la cual ninguna cuestión interpretativa tiene una sola respuesta correcta. Si esta tripartición es correcta, ¿en cuál de ellas se sitúa su opción y cuál es el estado actual de las teorías (o teoría) de la interpretación?
R. Guastini: El estado de la cuestión, sí, es precisamente ése: tres «teorías» en competencia (más la hermenéutica, que es un poco un discurso en sí mismo): cognitivismo, escepticismo, eclecticismo. Pero, antes de hablar de ello, me pregunto: ¿son realmente «teorías» de la interpretación? Yo no diría eso. No son más que tesis discordantes en torno a uno, y sólo uno, de los innumerables problemas de la teoría de la interpretación (¿acto de conocimiento o acto de decisión?). Algo muy pobre. Una «teoría» de la interpretación es algo muy distinto: un marco conceptual articulado, capaz de dar cuenta de las prácticas interpretativas y, más aún, argumentativas de juristas y jueces. Con una base empírica adecuada. Yo lo expresaría así: una buena teoría de la interpretación consiste en: (i) construir un concepto de interpretación (mediante una redefinición adecuada); (ii) describir, o en todo caso reconocer previamente, las (o algunas de las) prácticas interpretativas existentes en una determinada cultura jurídica; (iii) analizar lógicamente los distintos tipos de enunciados interpretativos; (iv) distinguir distintos tipos de interpretación (p. ej: una cosa es cuestionar el sentido de un texto normativo y otra muy distinta subsumir un caso concreto en el ámbito de una norma previamente identificada en abstracto; una cosa es constatar la ambigüedad de un texto y otra muy distinta resolverla eligiendo uno de los dos significados en liza; y así distinguiendo); (v) en el análisis lógico de la argumentación de la interpretación (es decir, de las técnicas interpretativas en uso, o de las principales entre ellas); (vi) así como -dado el amplio uso actual de la palabra «interpretación»- en el análisis lógico de las distintas formas y técnicas de «construcción jurídica». Yo, sin embargo, representaría las tres tesis en cuestión de forma algo diferente, dejando de lado la corrección. Un juicio de corrección es un juicio de valor, obviamente subjetivo, ni verdadero ni falso: se trata de la política del Derecho. Parece tratarse de una interpretación; de hecho, es en sí mismo un acto de interpretación. Además, cuando se habla de equidad, se suele hacer referencia no tanto a la interpretación propiamente dicha (interpretación en abstracto) como a la solución de casos concretos, es decir, a la aplicación. En mi trabajo sobre la interpretación no hay ni una sola línea sobre la corrección. Los discursos sobre la corrección no pertenecen a la teoría (descriptiva), sino a la ideología (prescriptiva) de la interpretación. Por cierto, todos los que hoy insisten en la corrección -más exactamente: en la existencia de criterios objetivos para la corrección de la interpretación- nunca han sido capaces de aclarar cuáles son esos criterios. Puede que sea un accidente…
V. Poso: ¿Cuál es, concretamente, el objeto de las tres tesis expuestas?
R. Guastini: Técnicamente, las tres tesis se refieren a los valores de verdad (es decir, verdadero y falso) de los enunciados interpretativos. ¿Puede decirse que enunciados como «¿El enunciado E significa S”, “La disposición D expresa la norma N” son verdaderos o falsos? La tesis cognitivista -las disposiciones jurídicas tienen un significado objetivo; la interpretación es el acto de conocer este significado preexistente; por tanto, hay interpretaciones verdaderas y falsas- no merece la pena hablar de ella, porque ha quedado obsoleta. Por el contrario, la tesis escéptica, o realista, característica de la Escuela genovesa sostiene que no existen interpretaciones verdaderas e interpretaciones falsas, por la banal razón de que el sentido de las disposiciones normativas es precisamente una variable dependiente de la interpretación. Evidentemente, hay interpretaciones plausibles e interpretaciones insostenibles, interpretaciones establecidas y comúnmente aceptadas (tanto que parecen obvias) e interpretaciones novedosas, etc. Pero la verdad y la falsedad son otra cosa. Una cosa es la interpretación «científica» de Kelsen (yo la llamo «cognitiva»), es decir, el análisis desapasionado de un texto, para poner de relieve su oscuridad, ambigüedad, vaguedad, las distintas alternativas interpretativas. La interpretación propiamente dicha es otra cosa: un acto de decisión, no de conocimiento, un acto discrecional. Los enunciados interpretativos no tienen valores de verdad. Mi opinión, además, es que todo enunciado lingüístico tiene un significado literal o prima facie compartido y, por tanto, un significado socialmente «objetivo». Es decir, no creo que antes de la interpretación los enunciados normativos carezcan, literalmente, de sentido (así parece pensar mi querido amigo Michel Troper, con quien he mantenido varias discusiones). En este sentido, y sólo en éste, el mío es un escepticismo «moderado». Esto no quita que los jueces de última instancia puedan, de hecho y de derecho, hacer lo que les plazca: el derecho es lo que los jueces (más generalmente, los órganos de aplicación, entre los que se incluyen los órganos constitucionales) dicen que es.
V. Poso: Sea como fuese, la tesis dominante hoy es la neocognitivista.
R. Guastini: Sí. Se basa esencialmente en la distinción entre casos claros y casos dudosos o difíciles. Las palabras del lenguaje normativo, a diferencia del lenguaje ordinario, son vagas: tienen un núcleo de significado incuestionable (determinado por las convenciones lingüísticas existentes: ¿quién podría negar que un TIR* es un «vehículo»?), y a su alrededor un halo de incertidumbre (¿es incluso un patinete un «vehículo»?). Así pues, la interpretación es un mero acto de conocimiento cuando aplica una norma a un caso claro, es un acto discrecional cuando resuelve un caso dudoso en uno u otro sentido. Esta forma de ver -inaugurada por Hart (The Concept of Law, 1961)- tiene muchos defectos, pero señalaré sólo uno. Es una forma de ver ciega a la interpretación en abstracto y, más aún, ajena a la construcción jurídica. Se diría que quienes la sostienen nunca han leído un libro de dogmática o una sentencia de casación (por no hablar de sentencias constitucionales). La teoría neocognitivista parece asumir que la identificación en abstracto de las normas existentes no es problemática, ya que los textos jurídicos están formulados en lenguaje natural, por lo que -parece obvio- deben ser interpretados de acuerdo con las reglas sintácticas y semánticas del lenguaje en cuestión. No parece imaginar que existan disposiciones ambiguas, antinomias que resolver, lagunas que colmar, principios que concretar y ponderar. En definitiva, asume que todo enunciado normativo incorpora unívocamente una norma, aunque vaga, objetivamente identificable a través de la interpretación literal. Así, los jueces tienen discrecionalidad (sólo) para decidir (algunos, marginales) casos concretos, los «casos difíciles», que caen en la zona crepuscular del ámbito de aplicación de las normas. Pero no tienen discrecionalidad para identificar las normas como tales: como si la interpretación en abstracto fuera una cuestión de conocimiento, no de decisión.
V. Poso: Se niega así toda discreción, en contraste, además, con lo que leemos todos los días.
R. Guastini: No se niega, literalmente, «toda» discrecionalidad: no la inherente a la solución de casos concretos «difíciles». Lo que se niega totalmente es la discrecionalidad inherente a la interpretación por excelencia, es decir, a la interpretación en abstracto -obra de la dogmática, antes incluso que de la jurisprudencia-, que es algo distinto y lógicamente anterior a la aplicación a los casos concretos de las normas; las cuales, para ser aplicadas, deben necesariamente haber sido previamente identificadas en abstracto (previamente en sentido lógico, no psicológico). Por otra parte, la idea de que la interpretación debe atenerse a las convenciones lingüísticas existentes es obviamente una tesis normativa, que prescribe (grosso modo) la interpretación literal. Tiendo a estar de acuerdo con esta instancia metodológica, pero no se me escapan los problemas subyacentes. Como he dicho antes, creo que cualquier enunciado lingüístico (dotado de significado, por supuesto) tiene un significado literal o prima facie compartido y, por tanto, socialmente «objetivo». También creo que la interpretación literal -de acuerdo con las convenciones lingüísticas existentes- es, digamos, la «menos discutible» y la más «segura» o predecible. Tal vez, incluso podría decirse que la interpretación literal (eventualmente corregida, en caso de duda, por la interpretación teleológica) es la interpretación sin adjetivos: todo lo demás es construcción jurídica. Lo que escapa por completo a los seguidores de la tesis neocognitivista, que se limitan a ignorar el fenómeno mismo de la construcción jurídica.
V. Poso: ¿Es la discrecionalidad del intérprete -que expresa su clara elección entre distintas opciones posibles- un valor añadido? ¿Y dentro de qué límites debe ejercerla el intérprete para no traicionar el espíritu de la ley?
R. Guastini: No estoy seguro de entender la pregunta… Para mí, la discrecionalidad del intérprete es un disvalor. Preferiría que los intérpretes -los jueces en particular- no tuvieran ningún tipo de discrecionalidad. Pero la discrecionalidad interpretativa es una especie de fenómeno natural, como el viento y la lluvia. Puede circunscribirse mediante una técnica adecuada de redacción de las leyes (se trata de una «disciplina» que por casualidad enseñé a los funcionarios de las oficinas legislativas de algunos consejos regionales) y mediante un estricto control de la casación. Pero no es realista pensar en eliminarlo. Por otra parte, una mala técnica de redacción no es sólo una fuente de discrecionalidad, sino también un obstáculo a la cognoscibilidad de la ley. En otra ocasión (un seminario en el Banco de Italia) analicé, aunque sólo brevemente, algunos de los obstáculos a la cognoscibilidad de las disposiciones existentes (otra cuestión es la cognoscibilidad de las normas). Por ejemplo, la bulimia de las autoridades reguladoras y, por tanto, la interminable cantidad de disposiciones vigentes sincrónicamente en el sistema; la inestabilidad diacrónica de los textos normativos, ya que cada día se promulgan o promulgan nuevos textos -a menudo praeter necessitatem-, de modo que siempre se introducen en el sistema nuevos enunciados normativos, mientras que los enunciados preexistentes se derogan, o se suprimen y sustituyen. Y luego está la técnica de redacción en sentido estricto. Sólo señalaré, en aras de la argumentación, algunos fallos de redacción característicos y recurrentes. Es un error fatal de redacción no sustituir, sino sólo modificar parcialmente un texto existente; cambiando, por ejemplo, no toda una ley, sino sólo una disposición legislativa, de modo que la regulación de la materia en cuestión se encuentra dispersa en textos legislativos distintos; o incluso (y aún peor) cambiando sólo algunas palabras de una disposición preexistente (o suprimiéndolas), y no la disposición en su totalidad, de modo que para identificar la disposición vigente es necesario combinar dos (o más) fragmentos de enunciados dispersos en textos legislativos distintos. El uso desenfrenado de referencias cruzadas es un error fatal: una disposición que remite a otra preexistente carece de significado autónomo e independiente, de modo que no puede entenderse más que en combinación con una disposición distinta situada en un texto legal diferente.
Para dar una idea, he aquí el inciso del apartado 16 del artículo 1 de la Ley 190/2012: «Sin perjuicio de lo dispuesto en el artículo 53 del Decreto Legislativo n.º 165, de 30 de marzo de 2001, modificado en último lugar por el apartado 42 del presente artículo, en el artículo 54 del Código de Administración Digital, contemplado en el Decreto Legislativo n.º 82, de 7 de marzo de 2005, y en sus modificaciones posteriores, en el artículo 21 de la Ley n.º 69, de 18 de junio de 2009, y en sus modificaciones posteriores, y en el artículo 11 del Decreto Legislativo n.º 150, de 27 de octubre de 2009, las administraciones públicas garantizarán el cumplimiento de lo dispuesto en el artículo 11 del Decreto Legislativo n.º 150, de 27 de octubre de 2009″. 82, de 7 de marzo de 2005, en su versión modificada, en el artículo 21 de la Ley nº 69, de 18 de junio de 2009, en su versión modificada, y en el artículo 11 del Decreto Legislativo nº 150, de 27 de octubre de 2009, las administraciones públicas garantizarán los niveles esenciales a que se refiere el apartado 15 del presente artículo», etc. La llamada derogación «innominada» también es fuente de discrecionalidad. La derogación sólo produce efectos inequívocos cuando es expresa y «nominativa», es decir, cuando el texto reglamentario en cuestión contiene una cláusula derogatoria y además menciona con precisión (con «nombre y apellidos», por así decirlo) las disposiciones reglamentarias derogadas; en cambio, cuando la autoridad reguladora dicta nuevas normas para un caso concreto sin derogar expresamente las disposiciones preexistentes, reiterando posiblemente de forma innecesaria el principio de lex posterior (derogación meramente tácita), el resultado es fatalmente dudoso y potencialmente controvertido. Podría extenderme mucho. Omito, por caridad, cualquier consideración sobre la deplorable estructura interna de tantos documentos normativos (leyes de un artículo con cientos de párrafos, en flagrante violación de la Constitución, art. 72.1) y el mal uso del lenguaje. Estos son problemas de cognoscibilidad de los textos normativos, otra cuestión, decía, es la cognoscibilidad de las normas. Aquí tendría que hacer un discurso muy largo.
Me limitaré a decir lo siguiente. Es bastante evidente que una condición necesaria (aunque no suficiente) para la cognoscibilidad de las normas vigentes es una jurisprudencia sincrónicamente uniforme y diacrónicamente estable, de modo que cada disposición exprese siempre (al menos tendencialmente) la misma norma. La estabilidad y la uniformidad de la jurisprudencia dependen, a su vez, de varios factores.
V. Poso: Bastaría (pero hay contraindicaciones) con introducir la regla del precedente vinculante.
R. Guastini: Ciertamente, la jurisprudencia es tanto más estable y uniforme cuando se aplica la regla del precedente vinculante. Me refiero tanto a la regla del precedente «vertical», en virtud de la cual los tribunales inferiores no pueden apartarse de las pautas interpretativas de los tribunales superiores; como a la regla del precedente «horizontal», en virtud de la cual cada tribunal no puede apartarse de sus propias pautas interpretativas previas. Es igualmente obvio que la jurisprudencia es tanto más estable y uniforme cuando el Tribunal de Casación (así como el Consejo de Estado en el ámbito de la justicia administrativa) ejerce un control estricto y penetrante de la jurisprudencia sobre el fondo. Por supuesto, no ignoro cuántas y qué vías existen para ignorar un precedente. Por cierto, se entiende que la regla del precedente vinculante no tiene por qué estar necesariamente establecida por una disposición legal (o constitucional); también puede venir impuesta por la costumbre, o como mero derecho jurisprudencial, como implican muchas sentencias del Tribunal Supremo de Casación (en lo que respecta al precedente «vertical»). Por otra parte, la cognoscibilidad de las normas existentes se ve obstaculizada por prácticas jurisprudenciales, como los reenvíos, especialmente cuando se producen a nivel de los tribunales de última instancia, y la denominada interpretación «evolutiva» (o «dinámica»). Ambas prácticas dan lugar a que una misma disposición se exprese como una norma «nueva», diferente de las anteriores.
La llamada interpretación «evolutiva» -argumentada a la luz de la «intención» del legislador (en detrimento de la interpretación literal), citando a veces la «naturaleza de los hechos»- confiere a los textos legales un significado distinto del comúnmente aceptado. Por supuesto, se puede estar de acuerdo en que la interpretación evolutiva es un acierto político frente a la inercia del legislador para adaptar las leyes vigentes a los nuevos contextos sociales. Pero es un hecho que reduce la conocibilidad de la ley: hasta que la nueva interpretación no se consolida, hasta que no se ha convertido en «ley viva», las decisiones judiciales son imprevisibles. Me he extendido en cosas marginales. Pido disculpas. Volviendo a la pregunta: sobre el espíritu de la ley -espero no ser descortés- realmente no sé cuál es. ¿Quizás la llamada «ratio legis»? En última instancia, la ratio legis no es más que una conjetura de los intérpretes en torno a una (inexistente) «voluntad» o «intención» de la autoridad reguladora. Más bien una forma de descartar la interpretación literal (bendita sea). Por otro lado, es bien sabido que muchas leyes no tienen otra razón de ser que dirimir conflictos políticos (o intereses prácticos) sin decidir nada, y en cambio difiriendo la solución de los problemas a los órganos de aplicación (especialmente los jueces). Y de todos modos, aunque así fuera, ¿por qué deberíamos dedicarnos al «espíritu» y no a la «letra»? Ya he expresado mi preferencia por la interpretación literal, aunque con todas las cautelas necesarias.
V. Poso: La interpretación literal, sin embargo -tengo entendido- no goza del favor de los eruditos e intérpretes.
R. Guastini: No, es una jaula demasiado estrecha. Que a menudo no satisface las ideas de justicia de los intérpretes (o, más banalmente, la estética arquitectónica de sus construcciones dogmáticas). Además, la simpatía (preferencia) por la interpretación literal no puede universalizarse. Por varias razones: enumeraré algunas. (a) En primer lugar, ¿de qué convenciones lingüísticas estamos hablando: de las vigentes en el momento en que se promulgó el texto legal o de las vigentes en el momento en que ese texto es objeto de interpretación y aplicación? (b) Las convenciones lingüísticas, sin embargo, son siempre algo elásticas. No resuelven, sino que, por el contrario, acentúan (o generan) las ambigüedades de los enunciados y la vaguedad de los predicados. (c) Las convenciones lingüísticas no son aplicables a gran parte del lenguaje técnico o semi-técnico de los textos jurídicos: son prácticamente inútiles para todos los términos sobre los que existe no sólo una definición jurídica, sino también una elaboración dogmática previa. (d) Las convenciones lingüísticas no dicen nada sobre los dos posibles usos diferentes del argumento contrario. Dada una disposición que confiere el derecho de voto a los ciudadanos (es un ejemplo que he utilizado antes porque me parece esclarecedor), ¿qué debemos pensar de los no ciudadanos? ¿Que la disposición les niega tácitamente el derecho de voto (disposición «implícita») o, por el contrario, que no dice nada sobre ellos (vacío, «espacio jurídico vacío»)? (e) Las convenciones lingüísticas pueden conducir a resultados intuitivamente absurdos desde un punto de vista axiológico.
Pido disculpas si recurro al habitual, abusado y empalagoso ejemplo escolar: dada una norma que prohíbe la entrada de «vehículos» en el parque, ¿quién demonios sostendría que esa norma es indefectible para que se aplique también a las ambulancias? (f) Las convenciones lingüísticas no resuelven lagunas, antinomias, problemas de «defectibilidad» (es decir, de posibles excepciones implícitas); mucho menos problemas de ponderación entre principios en conflicto. Resulta que, volviendo a la teoría neocognitivista que se discutía, comparte con la teoría hermenéutica (a la que, imagino, volveremos) la «obsesión por el caso concreto», de modo que su discurso se circunscribe programáticamente a la aplicación jurisdiccional. No tiene nada que decir sobre la interpretación doctrinal de los juristas académicos. Y esto es un grave defecto al menos por dos razones.
Por un lado, la interpretación judicial y la interpretación doctrinal requieren un tratamiento independiente, ya que son obviamente diferentes en términos de análisis lógico. Por ejemplo, la interpretación doctrinal no implica la solución de ningún caso concreto, que es una característica necesaria de la interpretación judicial; a diferencia de los juristas, los jueces no pueden limitarse a identificar los problemas de equivocidad de los textos normativos y de vaguedad de las normas (concluyendo que la cuestión non liquet), sino que deben resolverlos; etc. Por otra parte, son los juristas quienes proporcionan a los jueces conceptos, doctrinas, herramientas interpretativas y esquemas de razonamiento. De hecho, la práctica interpretativa y dogmática de los juristas condiciona la propia forma mentis de los jueces. La interpretación judicial no puede entenderse al margen de la dogmática.
V. Poso: El intérprete se enfrenta a menudo a la relación entre normas expresadas y no expresadas y no es fácil llegar a una solución sistemática.
R. Guastini: La distinción entre normas expresas y no expresas es, en mi opinión, fundamental para comprender la naturaleza misma de la construcción jurídica en la doctrina y la jurisprudencia. Estamos de acuerdo en que todo enunciado normativo -quizás con algunas insignificantes excepciones- admite «socialmente» una pluralidad de interpretaciones. Socialmente, en el sentido de que no toda interpretación abstractamente posible es… presentable en sociedad. Por decir -una hipótesis un poco extrema, lo admito-, ¿quién se atrevería a afirmar que en el artículo 49 de la Constitución, la palabra «ciudadanos» denota sólo ciudadanos varones, ya que, a diferencia del anterior artículo 48, omite especificar «ciudadanos, hombres y mujeres»? Banalmente: ninguna interpretación es seriamente discutible, por razones «sociales», precisamente, no semánticas. Pues bien, todas y sólo las interpretaciones plausibles y socialmente admisibles de una disposición (o de una combinación de disposiciones) son -o producen- normas expresas. Las normas no expresas son todas las demás, es decir, todas las normas que ninguna autoridad normativa ha formulado nunca. Una norma no expresada no se corresponde con ninguna disposición (o combinación de disposiciones) concreta, no es sostenible que constituya su significado.
Un único ejemplo macroscópico. Leemos en una reciente sentencia del Tribunal Constitucional sobre la admisibilidad del referéndum abrogativo (Corte cost. 56/2022: nada nuevo, ojo; aquí el Tribunal se limita a reiterar su inveterada y consolidada jurisprudencia desde la sentencia 16/1978): (1) La pregunta que se someta al órgano electoral debe permitir una elección libre e informada, exigiéndose que presente las características de claridad, homogeneidad, univocidad y matriz racionalmente unitaria. (2) No son admisibles las solicitudes de referéndum que sean subrepticiamente propositivas. (3) Están exentas de la derogación total por referéndum las leyes constitucionalmente necesarias, cuya ausencia supondría un grave menoscabo de la estructura constitucional de los poderes del Estado. (4) También están exentas de derogación las leyes de contenido constitucionalmente obligatorio, cuyo núcleo normativo no pueda ser alterado o privado de eficacia, sin que se vean afectadas las correspondientes disposiciones específicas de la propia Constitución (u otras leyes constitucionales). (5) La pregunta del referéndum debe incorporar la prueba de la finalidad intrínseca al acto derogatorio, es decir, la precisa ratio que lo inspira. De este modo, el Tribunal formula una larga serie de normas (presuntamente de rango constitucional). Evidentemente, no se trata de enunciados interpretativos: estas formulaciones normativas no son producto de la interpretación, por la banal razón de que falta el objeto de la interpretación, es decir, el texto interpretado. No sólo en el sentido de que no se mencione el texto interpretado (podría estar implícito), sino en el sentido de que simplemente no está ahí. Las normas en cuestión son conscientemente el resultado no de la interpretación, sino de la construcción jurídica: son normas construidas, elaboradas, ex novo por el Tribunal. Cada norma no expresada se deriva de una o más normas expresas mediante un razonamiento en el que una o más normas expresas -normalmente en combinación con algún supuesto dogmático- aparecen como premisas, y de cuyo razonamiento la norma no expresada constituye una conclusión. La construcción jurídica, haciéndome eco, como he hecho en otras ocasiones, del título de un famoso y dorado librito de Piero Sraffa, es «la producción de normas por medio de normas».
Comúnmente, llamamos «implícitas» a estas normas no formuladas. Pero no son en absoluto implícitas en sentido estricto, es decir, en sentido lógico, porque los razonamientos que proponen normas no expresadas son argumentos no deductivos, más o menos persuasivos, pero no lógicamente válidos, y sobre todo incluyen premisas que no son normas positivas, sino tesis dogmáticas. Me explico con un ejemplo. La norma «los jóvenes de 18 años tienen derecho a votar» -implícita en sentido estricto- se sigue lógicamente de la conjunción de las normas «los jóvenes de 18 años son mayores de edad» y «los jóvenes de 18 años tienen derecho a votar». Por otra parte, la norma según la cual la legislación estatal interna es inaplicable cuando entra en conflicto con el Derecho de la Unión Europea (Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas, Costa, 1964) es el resultado de un razonamiento que combina una norma del Tratado (la aplicabilidad directa de los reglamentos) con la tesis (se trata precisamente de una tesis dogmática, no de una norma positiva) de que el Derecho de la Unión Europea y el Derecho de los Estados miembros constituyen un ordenamiento único y de que las normas europeas están supraordenadas al Derecho estatal. La elaboración y formulación de normas no expresadas es la esencia misma de la dogmática: una especie de legislación «apócrifa» de los intérpretes. Necesaria para colmar lagunas y concretar principios. La formulación de excepciones no expresas es, pues, una herramienta para resolver antinomias. Por supuesto, la línea que separa las normas expresas de las no expresas es difusa, porque a menudo es discutible si una norma dada constituye uno de los significados admisibles de una disposición dada, y es por tanto el resultado de una interpretación genuina y «normal», o es en cambio el resultado de una construcción jurídica. Gran parte de la bibliografía sobre interpretación se dedica al análisis de los «métodos» interpretativos, es decir, de los argumentos retóricos que se esgrimen en apoyo de la interpretación elegida, e incluye trabajos verdaderamente excelentes (Giovanni Tarello, Chaïm Perelman, Enrico Diciotti, Pierluigi Chiassoni, Damiano Canale y Giovanni Tuzet, Giorgio Pino).
V. Poso: ¿Son las lagunas normativas un problema que el intérprete puede resolver y con qué herramientas?
R. Guastini: En primer lugar, hay que distinguir entre distintos conceptos y tipos de laguna. (a) Existe, en primer lugar, un concepto estrecho y muy técnico, introducido hace años por Carlos Alchourrón y Eugenio Bulygin (en el libro Normative Systems de 1971, quizá la obra de teoría jurídica más importante del siglo pasado después de la segunda edición de la Teoría Pura del Derecho de 1960; se puede leer la traducción italiana en la serie «Analisi e diritto» de Giappichelli). Se trata de lo siguiente: existe una laguna siempre que el legislador ha regulado dos casos simples, digamos A y B, pero ha omitido regular su combinación, es decir, el caso complejo A+B. No puedo precisar la frecuencia de este fenómeno. (b) Luego está el concepto genérico, de sentido común, elaborado por Karl Bergbohm y adoptado por Santi Romano. Lo he mencionado antes: es la idea del «espacio jurídicamente vacío», el conjunto de aquellos hechos que son jurídicamente «indiferentes» simplemente porque carecen de toda disciplina jurídica, como, por ejemplo, el uso de guanciale en la salsa amatriciana. Las lagunas de este tipo son obviamente omnipresentes (e inquietantes). (c) Y, por último, está el concepto de laguna axiológica. El ordenamiento jurídico tiene una laguna axiológica (deontológica, ideológica, como suele decirse) cuando un determinado caso está regulado -nótese bien- pero lo está de manera insatisfactoria a los ojos del intérprete, de modo que el sistema «carece» no de una norma cualquiera, sino de una norma «justa». Supongamos que una disposición reconecta la consecuencia jurídica «no hay obligación de indemnizar» al supuesto de «daño no patrimonial» («No hay obligación de indemnizar el daño no patrimonial»). Esa consecuencia jurídica se aplica a todos los daños no económicos, sin distinción. Sin embargo, hipotéticamente, la clase de casos «daño no patrimonial» incluye varias subclases: entre otras, el daño moral y el daño biológico, respectivamente. Y puede ocurrir que la consecuencia jurídica establecida por la ley le parezca a un intérprete axiológicamente inadecuada, injusta, para los daños biológicos (o existenciales).
Para argumentar la presencia de una laguna axiológica podría razonar más o menos como sigue. Existen dos tipos sustancialmente distintos de daños no patrimoniales: el daño moral y el daño biológico, que requieren disciplinas separadas (es la técnica interpretativa de la «disociación»). La consecuencia jurídica establecida por el legislador, «no obligación de indemnizar», es razonable para el daño moral pero irrazonable para el daño biológico. Por lo tanto, debe entenderse que la disposición en cuestión se refiere únicamente a los daños inmateriales (interpretación restrictiva). En consecuencia, el caso de los «daños biológicos» queda sin regular. También puede ocurrir (Gianpaolo Parodi ha escrito cosas atroces sobre esta cuestión) que «falte» una norma que vendría exigida por otra norma superior: en concreto, por una norma constitucional. Por ejemplo, por el principio de igualdad, entendido como la obligación de tratar igual los casos iguales, distinto los casos diferentes. El legislador no ha tomado en consideración una diferencia (a juicio del intérprete) ‘sustancial’ o ‘relevante’ entre dos clases de casos, y ha dictado para ellos las mismas normas, omitiendo diferenciarlas, de modo que la misma consecuencia jurídica se conecta a casos ‘sustancialmente’ distintos: no hay norma diferenciadora. O bien: el legislador, al regular una determinada clase de casos, ha omitido regular del mismo modo otra clase de casos, considerada por el intérprete «sustancialmente» igual a la primera, de modo que casos «sustancialmente» iguales están conectados con consecuencias jurídicas distintas: no hay norma igualadora. En cuanto a la pregunta de cómo se resuelven las lagunas, no tengo mucho que decir: es obvio, se resuelven construyendo normas implícitas y/o excepciones. Lo interesante es analizar caso por caso las técnicas de construcción empleadas. Pero, precisamente, caso por caso: cualquier generalización sería poco esclarecedora.
V. Poso: Teoría hermenéutica frente a teoría analítica. ¿Cuáles son las razones de esta distinción, de esta oposición?
R. Guastini: La teoría hermenéutica de la interpretación tiene un componente propiamente «teórico», en el sentido de puramente descriptivo, y un evidente componente «ideológico», en el sentido de prescriptivo. Ambos están unidos por lo que en otra ocasión -al comentar un libro de Franco Viola y Giuseppe Zaccaria hace años- llamé la «obsesión por el caso concreto», en el sentido de que el horizonte de la teoría hermenéutica se circunscribe a los problemas de aplicación, de resolución de casos concretos, y por tanto a la interpretación judicial. Desde este punto de vista, la interpretación no tiene nada que ver con el conocimiento del Derecho, con la «ciencia jurídica». Se trata más bien de una actividad «práctica», no cognitiva. La interpretación depende del caso concreto sometido al juez, y no puede tener otra finalidad que encontrar la solución (correcta) a ese caso. En resumen, no hay interpretación sin aplicación. Incluso la interpretación doctrinal se dirige siempre a resolver casos concretos, aunque no reales, sino imaginarios. Paradójicamente, por tanto, no sólo la jurisprudencia, sino también la doctrina «aplican» el Derecho. Esta forma de ver, que devalúa radicalmente la interpretación en abstracto, así como la interpretación puramente cognoscitiva (o «científica», en palabras de Kelsen), y no distingue entre interpretación y aplicación, contradice flagrantemente el lenguaje (y el sentido) común de los juristas. El componente descriptivo de la teoría, reducido al hueso, consiste en una serie de conjeturas sobre el proceso mental de la interpretación: lo que ocurre en la mente del juez. Tres conjeturas en particular: (a) la conjetura de que el juez no se mueve a partir de la interpretación textual, sino de la representación y valoración previas del caso concreto que se le somete; (b) la conjetura de que el juez aborda la interpretación de textos normativos guiado por un lado, por un bagaje de presupuestos y condicionamientos culturales (no necesariamente conscientes) de diversa índole; por otro, por sus ideas preconstituidas de justicia, en general y en relación con el litigio concreto de que se trate; (c) la conjetura de que la justificación de la decisión (el razonamiento), y en particular de las opciones interpretativas, no es más que la racionalización a posteriori de valoraciones morales lato sensu («razonar» significa inferir conclusiones a partir de premisas; «racionalizar» significa construir premisas ad hoc para justificar conclusiones previamente establecidas): el juez primero decide el caso según la justicia, después busca la disposición normativa apropiada, convenientemente interpretada, para justificar la decisión.
Por otra parte, los hermenéuticos parecen pensar que lo que hacen comúnmente los jueces (véase más arriba) está bien hecho. El componente prescriptivo, igualmente reducido al hueso, consiste así en una recomendación, dirigida al juez, de no decidir -digamos- aplicando «ciega» o «mecánicamente» las normas existentes, sino de decidir buscando la justicia del caso concreto, una justicia, por tanto, caso por caso, eligiendo la interpretación más conveniente a la vista del resultado. En resumen: decidir, digamos, según la justicia y no según la ley. Como dice Gustavo Zagrebelsky (de forma tan evocadora como oscura), «el caso presiona sobre la ley a través de la interpretación», en el sentido de que cada caso concreto tiene sus propias, objetivas, exigencias de justicia. De ahí que el primer paso de la interpretación no sea la interpretación de la ley, sino la «interpretación» -la «categorización»- del caso, es decir, la llamada «precomprensión», que consiste en dar al caso un «sentido» y un «valor», es decir, en identificar las exigencias de justicia que encarna. En efecto, la tarea del juez consiste, en primer lugar, en satisfacer esta exigencia de justicia, es decir, en encontrar la solución adecuada, y, a continuación, en buscar la interpretación de la ley que sea útil para justificar la solución elegida.
Para ello, diría Paul Feyerabend (hablando no del derecho, sino de la metodología de la ciencia), todo vale: cualquier método interpretativo sirve. «Interpretar» un caso, «categorizar» un caso. ¿Qué significa eso? Los hermenéuticos no se dan cuenta de que la palabra «interpretación» adquiere un significado totalmente distinto cuando se habla de interpretar un caso (es decir, un hecho) y un texto respectivamente. El verbo «interpretar» adquiere significados muy diferentes en función de su complemento de objeto. Interpretar un texto es atribuirle un significado (Sinn y Bedeutung, diría Frege: sentido y denotación). Pero los hechos no tienen ningún significado en este sentido de la palabra. Interpretar un hecho es banalmente calificarlo, subsumirlo bajo una norma. Es obvio, en efecto, que un mismo hecho puede ser calificado (calificado) como ejercicio de la libertad de expresión o en cambio como violación de la intimidad de la vida privada; otro hecho puede ser calificado como asesinato o en cambio como ejercicio de la legítima defensa; etc.
V. Poso: Pasemos finalmente a la teoría analítica.
R. Guastini: La teoría analítica de la interpretación no tiene -que yo sepa- un componente «ideológico», en el sentido de prescriptivo. Los analíticos sólo pretenden describir la práctica interpretativa, no dirigirla. Esto no se debe a que ellos tampoco tengan preferencias ideológicas, jurídico-políticas, sino a que piensan que la «teoría» de la interpretación no es el lugar para manifestarlas y propagarlas. La palabra «interpretación» -como señaló Tarello hace muchos años- adolece de la típica ambigüedad proceso-producto: se utiliza para denotar, dependiendo del contexto, ahora una actividad, ahora su resultado. Cuando se dice, por ejemplo, que la aplicación presupone la interpretación, se está refiriendo claramente a una actividad; pero cuando se dice, por ejemplo, que tal interpretación es restrictiva, que tal interpretación es extensiva, que ésta es correcta mientras que aquélla es impracticable, etc., se está refiriendo claramente al producto de una actividad interpretativa, no a la actividad misma.
Ahora bien, la actividad interpretativa es una actividad mental, como tal inasible (salvo quizá con las herramientas analíticas de la psicología cognitiva). El producto de la interpretación, en cambio, es el discurso: como tal, susceptible de análisis lógico (en sentido amplio). La teoría analítica de la interpretación, creyendo que no tiene acceso a la mente de los jueces e intérpretes en general (o, para el caso, a la mente de nadie), prefiere dedicarse no a los procesos intelectuales de los intérpretes, sino a los productos de esos procesos: es decir, al discurso interpretativo. Y en lo que respecta a la interpretación judicial en particular, la teoría analítica no dirige su mirada a la psicología, sino a la lógica. Como se dice en filosofía de la ciencia, no al «descubrimiento» de la decisión, sino a su «justificación»: técnicamente hablando, no a las «razones», sino a los «motivos». La psicología proporciona «razones», la lógica proporciona «razones». Las razones son estados (o sucesos) mentales, psíquicos: son los impulsos, emociones, actitudes, sentimientos, etc., que llevan a sostener una creencia, a apoyar una tesis o a tomar una decisión (en definitiva, son causas, no razones, no argumentos). Las razones, en cambio, son el lenguaje que se enuncia públicamente para apoyar o justificar una tesis o una decisión: son, en otras palabras, premisas de un argumento. El término «motivación», utilizado habitualmente para designar una de las dos partes constitutivas de cualquier juicio, es un tanto equívoco, ya que denota una exposición no de «razones» (como también se acostumbra a decir), sino de «motivos». La justificación es, en definitiva, un razonamiento.
V. Poso: ¿Podemos considerar la jurisprudencia como fuente del Derecho?
R. Guastini: Sí, entiendo que, después de lo que he dicho hasta ahora sobre la interpretación y, más aún, sobre la construcción jurídica, esta pregunta es inevitable. Ahora bien, es bastante obvio que en el ordenamiento jurídico actual la jurisprudencia no puede ser fuente del derecho en sentido técnico: digamos que lo excluye el artículo 101.2 de la Constitución, en virtud del cual los jueces están incondicionalmente sometidos a la «ley» (palabra que, según algunos, como he dicho más arriba, no significa otra cosa que «derecho objetivo»). Las cosas son distintas en los sistemas del common law, en los que al menos algunas decisiones judiciales tienen valor de precedente vinculante, y en el sistema suizo, en el que los jueces están expresamente autorizados a crear nueva ley en presencia de lagunas (art. 1.2 del Código Civil).
Sin embargo, incluso en el sistema actual hay ciertas decisiones judiciales – las sentencias estimatorias del Tribunal Constitucional, las (raras) sentencias por las que un juez administrativo se atreve a anular un reglamento – que, al igual que la ley, tienen efecto general erga omnes. ¿Son fuentes de derecho? Yo diría que sí, pero francamente me parece una cuestión puramente verbal. Si dejamos a un lado el derecho positivo de uno u otro ordenamiento jurídico, el problema se resuelve en la (vieja) cuestión de si los jueces crean derecho. He discutido esto en varias ocasiones, criticando algunas ideas actuales pero falaces sobre el tema. No siento la necesidad de volver sobre ello. Por otra parte, ¿quién negaría hoy que, en cierto sentido, los jueces crean Derecho? Lo interesante es aclarar en qué sentido, de qué manera, qué jueces, en qué circunstancias. Intentaré exponerlo sucintamente. Podemos estar de acuerdo, creo, en que «crear derecho» significa modificar el ordenamiento tal como es en un momento dado.
Pero, cuando hablamos de ordenamiento jurídico, ¿nos referimos a un conjunto de disposiciones o, por el contrario, a un conjunto de normas (vigentes, es decir, aplicadas realmente)? En ambos casos, se trata de un conjunto. Ahora bien, un conjunto puede modificarse añadiendo o sustrayendo uno de sus elementos constitutivos (para simplificar, omito la sustitución de un elemento, que consiste en una combinación de sustracción y adición). Pues bien, es evidente que -salvo lo que diré dentro de un momento sobre el tema de la ilegitimidad constitucional- sólo los legisladores (en el sentido genérico de autoridades normativas) modifican el sistema entendido como conjunto de disposiciones, introduciendo nuevas disposiciones y, respectivamente, eliminando (por derogación expresa «llamada») disposiciones preexistentes. Los jueces (al igual que los juristas) sólo pueden modificar el ordenamiento jurídico entendido como conjunto de normas, no de disposiciones. Con la excepción del juez constitucional, que (por supuesto si juzga a posteriori, como ocurre en nuestro sistema) elimina disposiciones preexistentes cuando dicta una sentencia ‘seca’, es decir, no interpretativa, de ilegitimidad constitucional, anulando sin lugar a dudas la disposición a la que se refiere.
Los jueces ordinarios modifican el ordenamiento jurídico, entendido como un conjunto de normas, formulando -en sus razonamientos- nuevas normas (no expresadas) y/o introduciendo excepciones («implícitas») en normas preexistentes. Se trata de operaciones de construcción jurídica, de las que ya hemos hablado. El juez constitucional, por su parte, elimina normas (no disposiciones) cuando pronuncia una aceptación interpretativa. Introduce o sustituye normas preexistentes cuando pronuncia una aditiva o, respectivamente, una sustitutiva. Como ya he dicho, creo que la construcción jurídica sirve para colmar lagunas, concretar principios, resolver antinomias. Pero conviene añadir una pequeña nota sobre las lagunas: es ingenuo pensar que las lagunas son un problema «objetivo» del ordenamiento jurídico, independiente de la interpretación. Al contrario, las lagunas son el resultado de una interpretación dada, que una interpretación diferente tal vez evitaría. En otras palabras, el Derecho se crea no sólo colmando lagunas, sino ante todo creando las propias lagunas: especialmente lagunas axiológicas.
V. Poso: Según una opinión muy extendida, la interpretación constitucional es muy diferente de la interpretación común de las leyes y otros textos normativos. ¿Considera correcta esta opinión?
R. Guastini: Sí y no. ¿De qué estamos hablando exactamente? ¿De los intérpretes? ¿De los métodos interpretativos? ¿De los problemas de la interpretación? Pero antes de entrar en medias res, es necesaria una premisa. Todos los que hoy hablan de interpretación constitucional (algunos, llamados neoconstitucionalistas, en cierto sentido no hablan de otra cosa) parecen identificar la constitución con la declaración de derechos. El difunto Ronnie Dworkin es un buen ejemplo. Se trata de un error conceptual -pero, antes que eso, político- muy grave. Es cierto que casi todas las constituciones escritas actuales incluyen una declaración de derechos. Pero una constitución no es eso: un documento constitucional puede incluir, contingentemente, una declaración de derechos, pero una constitución -por definición, diría yo- es otra cosa. Es un conjunto de normas de organización y competencia. Sujeta como tal, en principio, sólo a la interpretación y aplicación de los órganos constitucionales supremos. Salvo que exista en nuestro ordenamiento un juez constitucional y una institución del tipo de los conflictos de atribución. Y sobre este tipo de interpretación, sobre estas prácticas interpretativas, las actuales teorías de la interpretación guardan un dramático silencio. Dicho esto, distingamos entre intérpretes, métodos y problemas. (a) Los intérpretes – «auténticos», diría Kelsen, aquellos cuyas decisiones son incontrovertibles- son variables dependientes de la configuración constitucional existente. Por ejemplo, bajo el Statuto albertino, en ausencia de cualquier revisión de la legitimidad constitucional de las leyes, los intérpretes «últimos» de la constitución eran simplemente los órganos constitucionales supremos: el monarca, el gobierno, el parlamento. En una constitución rígida, asistida por el control de legitimidad constitucional de las leyes, la constitución también está sujeta a la interpretación judicial, de un juez sui generis además. Por supuesto, hay que distinguir entre control centralizado y control difuso. Por decirlo suavemente, una declaración de ilegitimidad constitucional con efecto erga omnes es diferente de una declaración de ilegitimidad constitucional con efecto inter partes. Aunque, por supuesto, la diferencia se atenúa cuando, incluso en un régimen de control difuso, la decisión de un tribunal supremo tiene valor de precedente vinculante. En el sistema actual, el intérprete último es el juez constitucional, al menos en lo que se refiere a la parte «sustantiva» de la Constitución (declaración de derechos, disposiciones de principio).
Pero hay que recordar, uno, que una sentencia constitucional puede ser anulada por una revisión constitucional, y, dos, que el Tribunal, sin embargo, se ha atribuido a sí mismo la facultad de revisar la legitimidad constitucional de las propias leyes de revisión. Se entiende que una ley de revisión podría escapar al escrutinio suprimiendo el propio Tribunal… (¿Conoces el póquer? La escalera más alta gana a las escaleras intermedias, pero no a la más baja, que pierde contra todas las escaleras más altas, pero gana contra la más alta, que por lo tanto pierde contra la más baja. Un sistema circular casi perfecto de controles y equilibrios. Ningún jugador puede estar seguro de ganar el bote hasta que se revelan las cartas). (b) Por lo que veo, los métodos interpretativos -concretamente, los argumentos retóricos- utilizados por los juristas y jueces en la interpretación constitucional (el sentido literal, la intención de la autoridad normativa, los trabajos preparatorios, etc.) no difieren de los métodos utilizados en la interpretación de la ley y otros documentos normativos (no comento la interpretación de los contratos, porque nunca he estudiado el tema). A reserva de lo que diré dentro de un momento. Normalmente, la tesis de la especificidad de la interpretación constitucional no tiene base empírica, sino que enmascara alguna doctrina normativa de interpretación constitucional (más concretamente, de interpretación de la declaración de derechos): por ejemplo, el originalismo de Scalia o, en su lugar, la interpretación evolutiva imperante en los Tribunales europeos. (c) En cuanto a los problemas de interpretación constitucional, la cuestión es más compleja. Por un lado, como he intentado argumentar en mi libro, la mayoría de los llamados «problemas de interpretación constitucional» no son en absoluto auténticos problemas de interpretación (es decir, problemas del tipo: ¿cuál es el contenido de significado de esta disposición?) Se trata más bien de problemas de construcción jurídica.
Piénsese, por poner un ejemplo, en la función del Presidente de la República, mencionada anteriormente. O piénsese, por tomar otro al azar, en la identificación de los derechos inviolables en el artículo 2: ¿son todos los derechos mencionados en la constitución «inviolables» en algún sentido que deba establecerse, o sólo aquellos expresamente calificados como tales? (Por decir: se puede argumentar que la libertad personal y el derecho de defensa lo son, porque la constitución los califica expresamente como tales, los derechos de reunión y asociación no lo son, porque la constitución no lo dice). Por supuesto, no se trata de un problema de interpretación de la palabra «inviolable», sino, digamos, de una «teoría general» de los derechos constitucionales. O piénsese, por poner un ejemplo de gran relevancia para la doctrina y la jurisprudencia francesas, en la cuestión de si los preámbulos tienen valor normativo, o son en cambio un mero «manifiesto político». Por otra parte, es innegable que la Constitución -especialmente la declaración de derechos y/o las disposiciones de principio- presenta ciertos problemas recurrentes de interpretación. Sin embargo, en sentido estricto, tampoco se trata de problemas de «interpretación» en sentido estricto, sino de problemas de construcción jurídica. Me refiero a los problemas de conflicto entre principios y de concreción de principios. Pero quizá eso requiera un discurso propio… Supongo que hablaremos de ello.
V. Poso: ¿Cuál es la diferencia, si es que existe, entre principios y reglas?
R. Guastini: Qué camurría, diría Salvo Montalbano. Esperaba y temía esta pregunta. La cuestión parece espinosa, pero al final es un poco tediosa, y no estoy seguro de que sea tan seria como uno quisiera. Como cuestión teórica, la distinción entre «reglas» (en inglés «rules», en italiano trivialmente «norme») y principios tiene una fecha de nacimiento precisa: nació exactamente en 1967. Ese fue el año en el que Dworkin, un jurista excelente y una persona muy simpática, publicó un famoso ensayo en el que cuestionaba la opinión corriente de que el Derecho es un conjunto de «normas» y nada más. En su opinión, el Derecho no sólo incluye «normas», sino también principios. Éstos se diferencian de aquéllas por dos razones concomitantes. La primera razón es que los principios -con la posible excepción de los principios expresamente formulados y depositados en la Carta de Derechos- no tienen fuente (escrita).
Dworkin era un jurista natural, aunque sui generis: el derecho, pensaba, es inseparable de la moral. Los principios no son derecho positivo, sino moral positiva (o al menos un puente entre el derecho y la moral), y sin embargo, paradójicamente, son parte integrante del derecho. La segunda razón, más interesante, es que los principios y las normas tienen una estructura lógica diferente, por lo que se comportan de forma distinta en el razonamiento jurídico. La tesis de Dworkin, para ser justos, no es conceptualmente muy elaborada: aquí intento refinarla. Una regla se aplica indefectiblemente cuando se da el caso en ella contemplado: ‘Si F (caso), entonces G (consecuencia jurídica)’. Si entra en conflicto con otra norma, una de las dos queda invalidada o tácitamente derogada (lex superior, lex posterior). En cambio, un principio, en primer lugar, carece de base fáctica y, en segundo lugar, siempre entra en conflicto con otros principios, sin que por ello sea inválido o quede derogado, de modo que la aplicación de los principios siempre requiere una ponderación o equilibrio. Todo principio es «defectible», es decir, está sujeto a excepciones implícitas que no pueden identificarse ex ante, y que surgen precisamente de la coexistencia de otros principios. La cuestión, ya he dicho, parece espinosa. Pero al fin y al cabo es bastante sencilla. Dworkin, tal como he intentado reconstruirlo aquí, ha captado un rasgo significativo del discurso normativo. En el ordenamiento jurídico hay normas con una estructura lógica condicional (‘Si F, entonces G’), pero también normas sin estructura fáctica, y entre éstas se encuentran las normas teleológicas o programáticas. Las normas sin base fáctica son precisamente los principios. Las «normas» y los «principios» desempeñan respectivamente papeles diferentes en la argumentación de los tribunales. La cuestión resulta entonces un tanto tediosa, diría yo también, porque en los últimos cincuenta años nuestras bibliotecas se han llenado de obras (a veces inútiles) que repiten inagotablemente la distinción.
V. Poso: Es un discurso interesante, que merece ser profundizado.
R. Guastini: Si se echa un vistazo a la doctrina y a la jurisprudencia, quizá se pueda añadir algo que no sea obvio. Me explico con un ejemplo que me parece esclarecedor. Tomemos el artículo 3.1 de la Constitución (italiana). A primera vista, expresa un conjunto de «normas»: está prohibido que el legislador discrimine entre los ciudadanos por razón de sexo, raza, etc. Así (combinando el art. 3.1 con otras disposiciones, especialmente los arts. 134 y 136): «Si una ley discrimina en función del sexo (hecho), entonces es ilegal (consecuencia jurídica)», «Si una ley discrimina en función de la raza, entonces es ilegal», etc. Obsérvese que, entendido así, el art. 3.1 no es una norma genérica, del tipo «Está prohibido discriminar entre ciudadanos», y punto. El legislador tiene prohibido no discriminar -es decir, distinguir- sin más especificaciones. El legislador tiene prohibido discriminar, distinguir, según determinados criterios de distinción. En resumen, nada impide que esta disposición se interprete como una norma (un conjunto de normas), cerrada e indefectible, con la consecuencia de que toda ley que distinga entre ciudadanos en función de uno u otro de estos criterios debe considerarse inconstitucional, y toda ley que distinga en función de criterios distintos de los enumerados debe considerarse inconstitucional. Sin embargo, todos consideramos pacíficamente que el artículo 3.1 de la Constitución es un principio.
Esto es así por la concomitancia de dos circunstancias. En primer lugar, consideramos la igualdad un principio porque se nos aparece como una norma que caracteriza la identidad axiológica del sistema. Una norma «fundamental», que da fundamento (en el sentido de justificación) a otras normas, pero que no requiere fundamento por sí misma (algo así como un axioma), como si fuera autoevidente o intrínsecamente justa. La idea subyacente es que las normas jurídicas no tienen todas el mismo valor: ciertas normas expresan los valores ético-políticos que caracterizan la fisonomía del sistema y, en este sentido, están «supraordenadas» a las demás. Estoy hablando de una jerarquía axiológica, que no tiene nada que ver con la jerarquía de las fuentes (por decir: fuera del derecho penal, el principio general de irretroactividad, art. 11 disp. prel. código civil, tiene mera fuerza de ley, pero está axiológicamente supraordenado a cualquier otra ley). En segundo lugar, el art. 3.1 ha sido tratado de hecho precisamente como un principio (en el sentido de Dworkin), y no como una norma, por el Tribunal Constitucional.
Desde los años sesenta, el Tribunal ha interpretado esta disposición como un eco de la concepción aristotélica de la igualdad: los casos iguales deben tratarse igual, los casos diferentes deben tratarse de forma diferente. Esta interpretación convierte la prohibición de discriminación específica (sexo, raza, etc.) en una prohibición general. Precisamente: en una norma casi vacía de contenido. Lo único que prohíbe una norma de este tipo son leyes singulares y concretas. Prescribe normas generales (técnicamente: con el cuantificador universal «todas»), es decir, referidas a clases de casos. Conclusión: en última instancia, las normas de principio se distinguen del resto no tanto por algún carácter intrínseco suyo, sino por la forma en que son consideradas y manipuladas por los juristas y/o jueces.
V. Poso: La aplicación judicial de los principios constitucionales implica ciertas operaciones intelectuales. ¿Quiere explicarnos en qué consisten?
R. Guastini: Lo intentaré. A mi modo de ver, las operaciones en cuestión son esencialmente dos, lógicamente distinguibles, aunque estrechamente entrelazadas: la ponderación y la concretización. (1) La ponderación es la técnica empleada habitualmente por los jueces constitucionales (o supremos en los sistemas de control difuso) para resolver los conflictos entre principios. Esta técnica es analizada magistralmente por Robert Alexy en su libro sobre los derechos constitucionales. El conflicto se resuelve mediante una «declaración de preferencia» (como la denomina Alexy), cuya forma lógica es: «El principio P1 tiene más «peso» (es decir, más valor) que el principio P2 en el contexto X». El «contexto» al que se refiere la afirmación es un «caso», pero, por supuesto, los casos son diferentes en las distintas jurisdicciones. En un sistema de justicia constitucional con control «centralizado», en el que sólo el tribunal constitucional ejerce el control de constitucionalidad de las leyes, cada caso se refiere a una disposición legislativa, cuya constitucionalidad se evalúa in abstracto: el tribunal constata, o no, la existencia de una antinomia, pero no resuelve directamente ninguna controversia concreta. Se trata, pues, de un caso «abstracto», es decir, técnicamente de una clase de casos. En un sistema de justicia constitucional con escrutinio «difuso», en el que en cambio cualquier juez puede ejercer el escrutinio de legitimidad constitucional, cada caso es una controversia específica entre dos partes procesales, de modo que la constitucionalidad de una norma jurídica se evalúa concretamente, a la luz de sus efectos sobre los derechos y obligaciones de las partes.
Aquí el contexto es, por tanto, un caso individual «concreto», y el tribunal resuelve ese litigio particular. La declaración de preferencia, mencionada anteriormente, no es más que un juicio de valor comparativo, cuya justificación (en su mayor parte tácita) se encuentra en otro juicio de valor comparativo relativo a la justicia de las soluciones opuestas del caso ofrecidas respectivamente por los dos principios implicados. El principio P1 llevaría a la decisión D1, mientras que el principio P2 llevaría a la decisión D2, y D1 es más justo o correcto que D2 (o viceversa). Al hacerlo, los tribunales constitucionales o supremos crean una relación jerárquica entre los principios en conflicto implicados. Dicha jerarquía es de naturaleza axiológica, es decir, de valor: no tiene nada que ver con la jerarquía de fuentes, ya que en el sistema de fuentes los principios constitucionales en cuestión son obviamente de igual rango. Mientras que la jerarquía de las fuentes, por ejemplo, entre la Constitución y la legislación ordinaria, es establecida por la propia ley, este tipo diferente de jerarquía es el resultado de la creación «libre» de los intérpretes. La «preferencia», es decir, la jerarquía axiológica, establecida por la declaración de preferencia se refiere a un caso concreto (una legislación específica o un litigio concreto, según las distintas jurisdicciones). Esto significa que la prevalencia del principio P1 sobre el principio P2 (o viceversa) sólo se aplica en ese caso -esa norma legislativa concreta o ese litigio concreto, según las jurisdicciones-, mientras que en contextos diferentes el principio ahora inaplicado podría perfectamente prevalecer sobre el otro (como de hecho sucede). En otras palabras, la jerarquía axiológica decidida por el tribunal no es absoluta, no se aplica ahora y para siempre. Al contrario, es flexible, móvil, inestable: depende del caso debatido.
Es precisamente esta inestabilidad de la jerarquía axiológica la que produce la apariencia (o la ilusión) de una «vía intermedia» -una conciliación- entre los principios en conflicto. Hay que distinguir entre el efecto sincrónico de equilibrar dos principios dados en una sola decisión y el efecto diacrónico de equilibrar esos mismos principios en una serie de decisiones del mismo tribunal. En cada decisión, tomada por sí misma, se sacrifica un principio mientras se aplica el otro. Por otra parte, si se examina la evolución de las resoluciones judiciales en la materia, se observa que en varios casos se prefirió P1 y se anuló P2, mientras que en otros casos se prefirió P2 y se anuló P1. Por ejemplo, en algunos casos la libertad de prensa prevalece sobre los derechos de la personalidad (intimidad, identidad personal, etc.), mientras que en otros sucede lo contrario. En otras palabras, a la larga ambos principios se aplican «parcialmente» y ambos se dejan de aplicar «parcialmente».
Pero «parcialmente» no en el sentido de que en cada caso un principio se aplique en parte y se sacrifique en parte (ni siquiera sé qué podría significar eso), sino en el sentido banal de que cada principio se aplica a veces y a veces no: depende del «caso» sometido al tribunal. (2) Los principios constitucionales, al no tener condiciones precisas de aplicación (porque están desprovistos de hechos) y ser, por tanto, muy indeterminados, no pueden aplicarse directamente a litigios concretos. Por el contrario, es frecuente que, en las sentencias constitucionales, los principios deban compararse con reglas, es decir, normas con una estructura lógica diferente, lo que dificulta (si no imposibilita) la comparación. Por ejemplo, el principio «la salud [es] un derecho fundamental de la persona» (art. 32.1 Const.), per se, no dice nada sobre la indemnización por daños a la salud. El principio de que «la defensa es un derecho inviolable en todas las fases y grados del procedimiento» (art. 24.2 Const.) no dice nada sobre la presencia de un abogado en el interrogatorio del acusado. El principio de igualdad de género (art. 3.1 const.) no regula en modo alguno el trabajo nocturno de las mujeres. El principio «La souveraineté nationale appartient au peuple» (art. 3 de la Const. francesa) no responde a la pregunta de si una ley puede o no conceder a los inmigrantes el derecho a votar en las elecciones municipales. Y así sucesivamente. Ahora bien, aplicar una norma consiste en deducir de ella, por modus ponens (‘Si F entonces G, y F entonces G’), una prescripción individual que constituye la solución de un litigio. Por el contrario, la aplicación de principios requiere concreción o especificación: de hecho, en cierto sentido consiste precisamente en eso.
V. Poso: Explíquese, por favor.
R. Guastini: En el razonamiento del juez se pueden distinguir dos niveles de discurso, que se suelen denominar «justificación interna» (o primer nivel) y «justificación externa» (o segundo nivel), respectivamente. Se trata de una fina distinción introducida hace años por el difunto Jerzy Wróblewski. En términos generales, una decisión está «internamente» justificada cuando está lógicamente implícita en las premisas («Los asesinos deben ser castigados. Ticio es un asesino. Por tanto, Ticio debe ser castigado»); está «externamente» justificada cuando las propias premisas están, a su vez, bien fundadas. Pues bien, las reglas son las premisas normativas de la justificación «interna» de las decisiones judiciales; la aplicación de los principios pertenece más bien a la justificación «externa» de las decisiones. Mientras que las reglas se aplican por subsunción, los principios se aplican derivando reglas de ellas: precisamente, reglas no expresadas (llamadas «implícitas», aunque en absoluto implícitas en sentido estricto, es decir, lógico, como ya he dicho). Concretar un principio consiste precisamente en derivar de él una regla. Que será entonces la premisa de la justificación interna. Por cierto, es una tontería pensar (como piensan muchos) que los principios no admiten ni requieren subsunción. (Recuerdo una acalorada discusión con Pietro Perlingieri, que evidentemente no entendía el concepto mismo de subsunción). La subsunción no es más que el uso (aplicación) de un concepto: la inclusión de una entidad individual dentro de la clase de entidades identificadas por el concepto. Dada, por ejemplo, una disposición constitucional (en principio, se supone) que prohíbe cualquier «tratamiento médico» obligatorio (art. 32.2 const.), la subsunción es obviamente necesaria para decidir, por ejemplo, si el concepto se refiere a la alimentación forzosa de pacientes o no. El razonamiento por el que se deriva (construye) una norma a partir de un principio tiene el principio como premisa (una de las premisas) y la norma como conclusión: producción de normas mediante normas. En la mayoría de los casos, se trata de un razonamiento no deductivo. En todos los casos, requiere algunas premisas «arbitrarias»: arbitrarias en el sentido de que no son normas jurídicas positivas, sino supuestos interpretativos, como afirmaciones fácticas, definiciones y construcciones dogmáticas.
La concreción de principios es una operación genuinamente creativa del Derecho: en particular, creativa de normas. De nuevo: «la Constitución es lo que los jueces dicen que es» (Charles Evans Hughes, 1907). O, en palabras del incomparable pero incomprendido filósofo del Derecho Vujadin Boskov, «la pena es cuando el árbitro hace sonar el silbato».
V. Poso: En relación con lo que nos decía al principio, ¿en qué consiste la ‘doble negación de los preceptos’ de la que hablaba Giovanni Tarello?
R. Guastini: Hay que decir que Tarello llamaba «preceptos» a las normas. Pero en realidad, la «doble negación» es una peculiaridad -de gran importancia para la lógica deóntica- no de las normas, sino de los enunciados normativos (técnicamente: deónticos), «Es obligatorio pagar impuestos» por ejemplo, que pueden ser utilizados tanto por el legislador para expresar una norma como por un jurista para afirmar su existencia. Ahora bien, un enunciado descriptivo (una proposición en sentido lógico, como tal verdadera o falsa) sólo admite una negación. La negación de un enunciado descriptivo «Los gatos tienen cuatro patas» produce un enunciado igualmente descriptivo «Los gatos no tienen cuatro patas»: si uno es verdadero, el otro es falso, y viceversa. En cambio, los enunciados normativos admiten una negación «interna» y una negación «externa». La negación interna de un enunciado normativo, «Es obligatorio no pagar impuestos», produce una norma de contenido, por así decirlo, igual y opuesta a la norma negada. En cambio, la negación externa del mismo enunciado, «Es obligatorio no pagar impuestos», no produce otra norma, sino que afirma la inexistencia de la norma negada. Vale, he simplificado un poco, pero lo esencial es eso.
V. Poso: ¿Debemos creer que nunca siguió los consejos de su Maestro (Tarello)?
R. Guastini: Sí, lo hice. Trabajé mucho en el análisis lógico de los enunciados normativos. Una de las cuestiones centrales, y muy intrigante, a la que he vuelto muchas veces se refiere a la posibilidad misma de una lógica de las normas. También he publicado en Italia los dos ensayos fundamentales escritos por juristas sobre esta cuestión: Imperatives and Logic de Ross (1941) y Law and Logic de Kelsen (1965). El problema es el siguiente (me limitaré, sin embargo, a mencionarlo). Hay que partir de la premisa de que las nociones lógicas se definen comúnmente en términos de verdad (por ejemplo, dos proposiciones son contradictorias cuando no pueden ser a la vez verdaderas y falsas; una inferencia es lógicamente válida si, siendo verdaderas las premisas, es verdadera la conclusión). Sin embargo, las normas no tienen valor de verdad (no son ni verdaderas ni falsas). Así las cosas, hay dos casos, y sólo dos: o bien, a pesar de las apariencias, no existen en absoluto relaciones lógicas entre las normas (Kelsen); o bien existen, sí, relaciones lógicas entre las normas, pero las nociones de lógica deben entonces redefinirse sin el concepto de verdad (esto es lo que sostuvo Ross en Directives and Norms, 1968). Este es el dilema formulado por primera vez en los años treinta por un lógico danés, Jörg Jörgensen. El dilema surge de la circunstancia de que, de hecho, todos razonamos con normas – inferimos (o creemos inferir) normas de normas, reconocemos (o creemos reconocer) contradicciones entre normas – y que tal razonamiento tiene al menos la apariencia de solidez. En realidad, hay otra posible solución al dilema, además de las dos que he mencionado antes, que me parece persuasiva, y que dice algo así. Toda regla de conducta incorpora, junto a una modalidad deóntica («Es obligatorio que…»), un fragmento que describe la conducta requerida («… que se paguen los impuestos»).
Este fragmento no es sino una proposición en sentido técnico, como tal verdadera o falsa: verdadera si la norma es eficaz (o «se cumple», es decir, si se pagan los impuestos), falsa si es ineficaz. Pues bien, cuando pensamos que estamos razonando con normas, en realidad estamos razonando con proposiciones incrustadas en normas. Por ejemplo, las normas «Es obligatorio pagar impuestos» y «No es obligatorio pagar impuestos», respectivamente, parecen contradictorias, pero si se examinan más de cerca, la contradicción no es entre las dos normas, sino entre las dos proposiciones que contienen: una es verdadera, la otra es falsa, dependiendo de si la norma se «cumple», de si los impuestos se pagan o no. Así que, después de todo, no hay ninguna lógica especial de las normas. No hay más lógica que la lógica sin más especificación, que rige las relaciones (no entre normas, sino) entre proposiciones (enunciados de un discurso no prescriptivo, sino descriptivo). Esto es un atisbo de la «lógica de la satisfacción» esbozada por Ross en su ensayo de 1941.
Pero sobre las relaciones entre lógica y normas, el gran lógico finlandés Georg Henrik von Wright ha escrito cosas formidables -que ni siquiera puedo mencionar- en muchas obras, entre las que cabe mencionar al menos el libro de 1963 «Norm and Action» (existe una pobre traducción italiana), porque también es de gran importancia para la filosofía jurídica.
Pero me detendré aquí para no aburrir a mi amable entrevistador y a nuestros lectores.
N. del T
*TIR: Camión en Italia