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El derecho como interpretación: A un año de la muerte de Ronald Dworkin

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Imagine la siguiente escena: un hombre asesina a su abuelo para quedarse con su herencia. Lo descubren. Es condenado a varios años de prisión. Durante el proceso penal sus abogados reclaman la herencia. El hombre se declara culpable del crimen pero no renuncia a sus beneficios. El juez ordena abrir el testamento del abuelo, el hombre resulta ser su único heredero. Las leyes de ese estado no contemplan la figura de la indignidad. El asesino debe pagar por su crimen pero no soportar cargas adicionales. Ninguna ley ni ningún precedente judicial dicen nada al respecto.

Si usted fuera el juez ¿fallaría a favor del hombre que mató a su abuelo para quedarse con su herencia?

En “Los derechos en serio” pero, sobre todo, en “El imperio de la justicia” Dworkin analiza este caso y explica por qué resulta útil para comprender las limitaciones del positivismo. Para Dworkin el derecho no se agota en las leyes y los precedentes judiciales –las denominadas fuentes sociales del derecho-, sino que comprende, además, a los principios. Nadie había tomado en serio este tipo de normas antes de él. Hart, su principal rival doctrinario, por ejemplo, sostenía que el derecho consistía en la suma de reglas primarias y secundarias. Lo que no encajaba en ese esquema, simplemente, no era derecho.

Pero ¿qué son los principios para Dworkin? Son un tipo de normas que poseen una dimensión distinta a la de las reglas. Los principios no se rigen por el criterio todo o nada, sino por la fórmula del peso. Los principios se optimizan de acuerdo a las condiciones jurídicas y fácticas de cada caso concreto, mientras que las reglas se aplican y punto.

A partir de estas ideas, Dworkin abrió una brecha insondable con el positivismo jurídico, la cual se proyecta hasta nuestros días a través de la obra de filósofos notables como Joseph Raz o Jeremy Waldron.

El positivismo jurídico plantea que el derecho se compone de reglas primarias y secundarias. Las primarias consisten en mandatos deónticos, es decir, mandatos que establecen obligaciones de hacer y no hacer, permisos y prohibiciones.  Las secundarias, por su parte, establecen cómo se modifican las normas y qué permite determinar cuándo una regla -cualquiera que sea esta- es una norma jurídica (y no una norma religiosa o social). Las reglas secundarias en el enfoque propuesto por el positivismo se clasifican en: la regla de reconocimiento, las reglas de modificación y las reglas de adjudicación.

Según Dworkin los positivistas se equivocan cuando señalan que existe algo así como «una regla de reconocimiento». La regla de reconocimiento vendría a ser el parámetro para identificar la validez de las normas en un ordenamiento jurídico dado. La pregunta que debemos hacernos cada vez que pensamos en la regla de reconocimiento es de donde proviene su autoridad. Para el positivismo deriva de su consentimiento. Los ciudadanos hemos convenido que su autoridad es consecuencia de aceptar que en una comunidad dada alguien tiene que dictar las órdenes y los demás tenemos que obedecerlas. No porque nos veamos obligados a ello, sino porque nos sentimos obligados a ello, es decir, no porque medie la fuerza o la coacción, sino porque es lo que más nos conviene.

Dworkin afirma que la explicación aportada por el positivismo es válida, pero sólo parcialmente. Es cierto que las normas regla son derecho, pero también lo son los principios. Según Dworkin existen prácticas que resultan habituales entre los operadores jurídicos y que predeterminan la forma cómo se aplica o se entiende qué es el derecho. Estas prácticas adquieren el aspecto de pautas de conducta y son decisivas para la solución de los casos difíciles, vale decir, de aquellos casos donde, de primera impresión, no existe ninguna regla aplicable.

Para Dworkin el derecho significa algo más que identificar normas y aplicarlas a casos concretos. Es un medio para concretizar los valores e ideales que le dan sentido a nuestra(s) práctica(s) jurídica(s). El derecho no consiste solo en las órdenes de un soberano, sino en lo que proyecta la historia y las expectativas de la comunidad en su conjunto. El derecho es una actividad interpretativa. Algo inacabado, cuya construcción nos vincula a todos en tanto sujetos morales.

Volviendo al caso del hombre que mató a su abuelo.

El caso es real. Fue resuelto por la Corte de Apelaciones del Estado de Nueva York a finales del Siglo XIX  [Riggs V. Palmer (1889)]. El hombre fue despojado de la herencia y condenado a pagar por su crimen. Los jueces de ese estado sostuvieron que si bien ninguna regla resultaba aplicable a su caso, había un principio que no podían pasar desapercibido: nadie se puede beneficiar de su propio delito. Pero ese principio no estaba contenido en ninguna norma, tampoco en ninguna decisión judicial previa. No importaba. Los jueces sostuvieron que emanaba de la práctica de ese Estado. El derecho de Nueva York, afirmaron, se entiende mejor con una norma como esa que sin ella.

Ronald Dworkin murió hace exactamente un año en Inglaterra. Su legado es enorme. Muchas de las cosas que decimos acerca de qué es y cómo funciona el derecho se las debemos a él. Algunas de sus ideas han envejecido con el tiempo, pero lo que es innegable es que su impulso y potencia crítica han permitido avanzar al derecho de una forma impresionante.

En su ensayo sobre el post script de Hart publicado en Justice in Robes, Dworkin (nos) decía:

“[…] en ocasiones como estas es difícil resistirse a hablar directamente a los jóvenes juristas que todavía no se han unido a una armada doctrinal. Por eso termino con este llamamiento a aquellos de vosotros que pensáis dedicaros a la filosofía del derecho. Cuando lo hagáis, aceptad las cargas legítimas de la filosofía y abandonad la tapadera de la neutralidad. Hablad por la señora Sorensen y por todos aquellos cuyo destino depende de juicios novedosos acerca de qué es lo que el derecho ya es. O si no podéis hablar por ellos, al menos dirigiros a ellos y explicad por qué no tienen derecho a lo que reclaman. Hablad a los abogados y jueces que deben estar preocupados por qué hacer con la nueva ley de Derechos Humanos. No les digáis a los jueces que deberían ejercer su discreción como les parezca mejor. Quieren saber cómo entender esa ley en tanto derecho, cómo decidir y desde qué antecedentes y de qué forma la libertad y la igualdad se han convertido ahora no sólo en ideales políticos sino en derechos jurídicos. Si los ayudáis, si habláis al mundo de esta forma, seréis más fieles a la genialidad y pasión de Herbert Hart que si seguís sus restringidas ideas sobre el carácter y límites de la filosofía jurídica analítica. Os advierto, sin embargo, que si seguís ese camino estáis en grave peligro de ser, digamos, interesantes” [1].

Vale la pena ser interesantes.

[1] DWORKIN, Ronald. La justicia con toga. Madrid, Marcial Pons, 2007, pp. 204.

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