Leía hace poco una entrevista a un destacado constitucionalista local, en ella comentaba que uno de los grandes avances llevados a cabo en los últimos años en nuestro país era el desarrollo del derecho procesal constitucional (DPC). En su opinión el DPC había contribuido a agilizar los procesos constitucionales, y a optimizar la protección de los derechos fundamentales, tan venida a menos en nuestra historia republicana.
No dudo de la convicción con que este respetado especialista expresaba sus puntos de vista sobre los aportes del DPC, pero si me dejó la sensación de que quizá seguimos pensando demasiado en los derechos, y muy poco en la forma cómo se ejerce y administra el poder, lo cual, a fin de cuentas, predetermina también que los derechos sean asumidos y respetados como bienes jurídicos de la mayor importancia.
Ha aparecido recientemente un libro editado por el constitucionalista argentino Roberto Gargarella, titulado: “El constitucionalismo dialógico” (Buenos Aires: Siglo XXI Editores, 2014). Se trata de una compilación de diversos ensayos que abordan los avances más destacados sobre esta materia que, como se lee en la contraportada del libro, es la última joya de la reina del constitucionalismo contemporáneo.
A contravía de las afirmaciones que planteaba nuestro destacado constitucionalista, en este libro se abordan preguntas de un calado totalmente distinto de las que, presumo, provendrían del DPC. Preguntas como las siguientes: i) los jueces deben tener la última palabra en materia de derechos fundamentales, y ii) cómo podemos vincular a las demás ramas del poder público en la comprensión, protección y exigibilidad de los derechos.
Ambas preguntas, a mi modo de ver, son decisivas pues versan sobre un aspecto central de la reflexión jurídico y política de los últimos años: hasta qué punto la protección efectiva de los derechos fundamentales pasa por su reconocimiento meramente formal, y hasta qué punto los jueces están en condiciones de determinar, con absoluta precisión, cuáles son sus alcances y límites.
En América Latina dichas cuestiones se han asumido como sobre entendidas. Hemos aceptado, acríticamente, que, en efecto, los jueces cuentan con la legitimidad necesaria para decirnos cuáles son nuestros derechos, sin que quepa, bajo ninguna circunstancia, la intervención de ningún otro poder del estado.
Los jueces hoy en día ya no resuelven los casos en base al método del silogismo jurídico. El derecho ha dejado ser una práctica autoritativa para convertirse, esencialmente, en una práctica argumentativa. Los jueces ya no pueden apelar a su autoridad formal para dotar de validez a sus decisiones, tienen, además, que aportar razones las cuales deben ser plausibles constitucionalmente.
Esa práctica interpretativa ya no puede llevarse a cabo de espaldas a la comunidad política. La experiencia demuestra que las decisiones judiciales que no vinculan a los demás poderes del estado, más allá de la nobleza de sus argumentos, devienen en ineficaces. Hay un hermoso libro de Julieta Lemaitre que desarrolla esta idea. Se titula “El conjuro del derecho” (Bogotá: Siglo del Hombre, 2009). En él la autora se plantea una pregunta tremenda: “¿por qué tantas personas inteligentes insisten en la reforma legal y en el litigio constitucional como si no conocieran las limitaciones del derecho como instrumento de emancipación social?”[1] Su respuesta es notable: porque seguimos pensando en el derecho como un bálsamo, como un fetiche. Nos gusta colgar la sentencia judicial que nos da la razón, a sabiendas de que quizá nunca se ejecute en la práctica.
En el Perú nos hemos conformado con el bálsamo del DPC y hemos dejado de lado las preguntas que, en los hechos, sí implican cambios importantes y decisivos para la protección de nuestros derechos y el fortalecimiento institucional de nuestra democracia. Seguimos reflexionando demasiado sobre la parte dogmática de la Constitución, olvidando lo avejentada que luce nuestra parte orgánica. Seguimos preguntándonos por la razón de ser de los procesos constitucionales, creando, cada cual más polémica que la otra, instituciones procesales sin ningún asidero práctico, pero hemos dejado de lado la pregunta que debería concitar la atención de la academia y de la justicia en general: cómo hacemos para que los derechos sean efectivos realmente.
Esta pregunta tan compleja como inabarcable, desde luego, no podría –no debería- ser absuelta por un juez desde su despacho convertido en torre de marfil, sino por todos los actores relevantes de nuestra comunidad política. No puede ser un diálogo de sordos, sino un dialogo que aspire a las mejores razones y que permita, a partir de los casos concretos, ir avanzando en las respuestas más acertadas para un país con las vicisitudes y dificultades del Perú.
[1] Cito directamente la pregunta formulada por la autora y que articula la reflexión de su libro de un paper que presentó en el Seminario Latinoamericano de Teoría Constitucional de la Universidad de Yale el año 2007. El paper puede leerse en la siguiente dirección electrónica:
http://www.law.yale.edu/documents/pdf/sela/JulietaLemaitre__Spanish_.pdf