Escrito por Ronald Gamarra (*)
Los de desaparición forzada de personas fueron crímenes contra la humanidad perpetrados bajo la cobertura del poder político y la oprobiosa impunidad que ese poder ofrecen a quienes los ejecutan y especialmente a quienes los planifican y promueven. Sí, lo fueron sin ninguna duda.
Pese a ello, o tal vez precisamente por ello, en estos últimos 17 años, nuestra débil y mediana democracia y nuestros frágiles demócratas no han sido capaces de asumir con seriedad las conclusiones del Informe Final de la Comisión de La Verdad y Reconciliación, y mucho menos ejecutar una respuesta integral, real y definitiva al tema de los desaparecidos en el conflicto armado interno, en términos de verdad, justicia, reparación y memoria. Por eso mismo, también, más allá de específicos casos de personas bien intencionadas cuyo aporte debe valorarse, del espacio que ofrece el Lugar de la Memoria y de los planes y registros oficiales aprobados, nuestra administración pública se ha caracterizado por militares que continúan negando los crímenes, fiscales que investigan poco y a pocos, jueces que liberan a ese ridículo número de denunciados, congresistas para quienes el tema y el inmenso dolor que encierra no existen, autoridades enredadas en normas y procedimientos -y en interpretaciones de las mismas- que no atinan a una búsqueda planificada y organizada de los desaparecidos, y que demoran la entrega de los restos ya encontrados. Autoridad hemos tenido que hasta han pedido perdón en nombre del Estado, pero tras tal declaración el Estado ha continuado en la inercia de siempre. En el ninguneo.
En verdad, pareciera que para el Estado, la causa de las personas desaparecidas y la búsqueda emprendida por sus familiares bien podrían esperar otros 40 años!
Los crímenes de desaparición forzada de personas tratan de un sistema criminal montado para producir dolor, tienen por responsables a quienes organizaron tal circuito delincuencial, dieron las órdenes y la ejecutaron, y han sido calificados como crímenes de lesa humanidad. Al respecto se han elaborado y dictado teorías e hipótesis, manuales y tratados, libros y ensayos, informes y observaciones, convenciones y sentencias. También, se han escrito manifiestos y pronunciamientos, y se han llevado a cabo foros y talleres, nacionales e internacionales.
En toda esta elaboración intelectual, siempre se ha cuidado de tener presente lo realmente importante, lo central:
Esos actos atroces se perpetraron contra personas de carne y hueso, en cuyos pechos palpitaban corazones ávidos de vida.
Contra personas que abrigaban afectos, amor e ilusiones por las cuales luchar y esforzarse.
Contra personas que tenían madres, hijos y amigos que no cesan de llorarlos. Contra seres humanos idénticos a cualquiera de nosotros y que, en distintas circunstancias, hubiésemos podido ser cualquiera de nosotros mismos.
Contra seres frágiles, pues por definición es frágil la vida del ser humano.
Pero, sobre todo, contra seres únicos e irrepetibles, destinados, como todos los seres humanos, a transcurrir una sola vez sobre la tierra.
Esas son las vidas únicas e irrepetibles, y por eso mismo de valor incalculable, como son las vidas de todos los seres humanos, las que una serie de crímenes brutales cometidos bajo el amparo del poder segaron con desafiante impunidad que no puede tolerarse más.
40 años después del inicio de la barbarie, mi sentido recuerdo a las víctimas, y a los familiares de las víctimas, especialmente por aquellas madres y padres, esposas, hijas e hijos que no cesan de llorar a sus seres queridos y que durante todo este largo tiempo han tenido el admirable coraje y la perseverancia inusual en un país donde campea la impunidad, para convertir el más profundo dolor en un reclamo vigoroso e indeclinable de justicia. Y, claro está, para todas y todos aquellos que fallecieron antes de encontrar a sus desaparecidos, tras una vida de dolor, búsqueda y dolor, esperanza y dolor.
Queridos familiares: ustedes no solo han luchado por sus hijos e hijas, hermanas o hermanos desaparecidos. Ustedes nos han dado a todos una lección de amor y entereza, de coraje y perseverancia.
Para ustedes, mi abrazo comprometido y afectuoso.
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En 1983, en Ayacucho, en los tiempos de los atentados crueles de Sendero Luminoso, de la jefatura político-militar del general Noel, de las desapariciones forzadas en la zona de emergencia, del vergonzoso silencio de la administración de justicia y de la indiferencia cómplice del obispo Cipriani; unas señoras humildes encabezadas por Angélica Mendoza empezaron la lucha en reclamo de la vida y libertad de sus hijos detenidos-desaparecidos. Era el momento más desesperanzado y peligroso. Eran las madres de ANFASEP. Era Mamá Angélica.
Enfrentadas al desafío de su vida, asumieron una tarea que sólo las heroínas pueden asumir. Y lo hicieron con espontánea naturalidad. Con perseverancia. Sana terquedad. Y sobre todo, con invencible amor. El riesgo personal real y cotidiano no las detuvo ni las disuadió en su búsqueda y reclamo.
Entonces ese 1983, y en adelante, cuando actuar en defensa de los derechos humanos implicaba un riesgo personal real y cotidiano; las vimos, superando las barreras de la pobreza, la discriminación o el idioma, en las oficinas de la Fiscalía de Ayacucho, presentando denuncia tras denuncia, sin desalentarse ante la inefectividad o la desidia de los fiscales.
Las vimos, sin apoyo ni protección de nadie, en las puertas del cuartel Los Cabitos y de muchos otros cuarteles y bases militares, esperando, reclamando, pugnando por una respuesta a su desesperada indagación, venciendo siempre el temor a las amenazas de muerte. Aún hoy, creo escuchar a Mamá Angélica, humilde y grande, siempre inolvidable: “Sí, busco a mi hijo. Mátame, mátame, pues; baléanos pues. ¿Eso también vas a hacer? Háganlo. ¿Dónde está mi hijo? ¿Dónde están los hijos de estas señoras? ¿Dónde están sus esposos? Ah, qué has hecho”[1]
Las vimos, básicamente solas, recorriendo las quebradas y “botaderos” más apartados, en busca de los restos amados de sus hijos, para rendirles el testimonio de su piedad maternal.
Las vimos, resistiendo las amenazas infames, los insultos, las agresiones. Las vimos marchando con la primera cruz y la inscripción “No matarás” y también con la otra cruz, aquella que llevaba inscritas las palabras “Verdad y justicia”. Las vimos organizando a otros familiares y, claro, el comedor en el cual alimentaron a los hijos e hijas de las familias destrozadas por las desapariciones y la espantosa crisis de aquellos años de hiper inflación aprista y “ajuste estructural” fujimorista.
Mamá Angélica murió el 2017, sin poder enterrar a su hijo Arquímedes ni ver la condena de los criminales. Como muchas y muchos familiares. No la olvidaremos nunca. Siempre le estaremos agradecidos por haber estado allí, serena y firme, para afirmar la vida cuando la desesperación parecía no tener salida.
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La primera vez llegaron en junio de 1985. La delegación la integró Toine van Dongen, un holandés, y Luis Varela Quirós, un tico. El Grupo de Trabajo de Naciones Unidas sobre Desapariciones Forzadas o Involuntarias oscilaba entre la incredulidad y el espanto. Si bien para entonces Argentina había legado al mundo la infamia de las desapariciones forzadas, las denuncias bajo el gobierno de Belaunde, específicamente las de los años 1983 y 1984, colocaban al Perú como el país de mayor número de desapariciones en el mundo. Triste récord. En aquella ocasión, ya con un pie fuera de la presidencia, el arquitecto aceptó invitarlos y darles audiencia. El dúo se entrevistó con autoridades civiles y militares (incluido Mori Orzo, todopoderoso comandante político-militar de Ayacucho), con familiares de las víctimas y organizaciones de derechos humanos. Los vi en la Conadeh. Visitó Huamanga y Huanta. Sin embargo, las puertas de Cabitos y otras bases castrenses, en ese tiempo verdaderos centros de detención, tortura, violencia sexual y ejecuciones extrajudiciales, les fueron cerradas.
En su Informe la delegación señaló a Sendero Luminoso como el iniciador de la violencia y se refirió a la extremada crueldad de sus militantes y acciones, el asesinato indiscriminado de autoridades, el reclutamiento de jóvenes para sus ataques, y la instigación de odios y celos entre las comunidades; e indicó que el ingreso de los militares a la zona había contribuido a aumentar la espiral de violencia, que se reportaban denuncias de ejecuciones extrajudiciales, fosas comunes y desapariciones forzadas (“la mayor parte… durante la campaña antisubversiva emprendida por los diversos sectores de las fuerzas armadas y la policía desde fines de 1982”). Asimismo, que había comunicado al Estado 872 casos de desaparecidos, que el Fiscal de la Nación tenía 1,100 casos documentados, que los hechos se negaban oficialmente (Mori Orzo les llegó a decir que “muchas desapariciones se habían denunciado sólo para encubrir a personas que se habían unido a las filas de Sendero Luminoso”) y que las investigaciones no prosperaban.
En octubre de 1986 el Grupo de Trabajo fue nuevamente invitado a visitar el Perú. Ya eran los tiempos de Alan García. Van Dongen y Varela Quirós regresaron sobre sus pasos. Lo hicieron para “examinar los progresos realizados en la lucha contra el fenómeno de las desapariciones”. Las observaciones finales de su Informe relataron que “la violencia terrorista continúa desenfrenada” y se había extendido a Cerro de Pasco, Cusco, Puno y Lima; calificaron de “alentadora” la declaración presidencial de que no se combatiría “la barbarie con la barbarie”, señalaron la “firme resolución de poner fin a las desapariciones y demás violaciones de los derechos humanos por las fuerzas gubernamentales”, anotaron que la nueva administración había “dado grandes pasos para recuperar el control sobre la estrategia antisubversiva seguida por las fuerzas armadas” y concluyeron que “han disminuido considerablemente los casos de desapariciones, sobre todo desde el final de 1985”.
El entusiasmo no los deslumbró. No los inhibió. No los detuvo. También escribieron en su Informe que “continúan ocurriendo desapariciones en el Perú en escala notable”. Que había pocos progresos en la tarea de terminar con la “parálisis institucional en relación con la protección de los derechos humanos en la zona de emergencia”: los esfuerzos de los fiscales por dar seguimiento a las denuncias de desapariciones seguían siendo obstruidos, los jueces tenían dificultades con los habeas corpus, la justicia militar continuaba abocándose al conocimiento de las violaciones de los derechos humanos y, en general, la autoridad civil había abdicado en favor de la fuerza militar en las zonas en emergencia.
Van Dongen y Varela Quirós nunca imaginaron el crecimiento exponencial de la tragedia. Con los años el mismo Grupo de Trabajo, aun cuando tenía 2,371 casos sin resolver, agobiado por el desastre en otros tantos países, prestó menor atención a la situación en el Perú. No porfió una nueva visita. Se limitó a incluir un par de párrafos sobre el tema en sus Informes.
Casi tres décadas después, en junio de 2015, una delegación del Grupo de Trabajo visitó el Perú por tercera vez. Ariel Dulitzky, argentino, y Houria Es-Slami, marroquí, la integraron. Hacerse invitar no fue fácil, pero se consiguió. Además de Lima, visitaron Ayacucho y Huánuco. Siguiendo con los protocolos se entrevistaron con las autoridades: hicieron su mejor esfuerzo para lograr algunos compromisos del Estado peruano, mientras nuestros políticos les mostraron su mejor sonrisa (aunque Lourdes Alcorta, de seguro, les exhibió los dientes), les detallaron una historia que no llega sino a cuento o novelón e invocaron una apuesta por los derechos humanos que nunca han tenido. También escucharon a los familiares de las víctimas y las organizaciones de derechos humanos. Tuve la oportunidad de conversar con ellos, junto a un grupo de familiares, gente del Equipo Peruano de Antropología Forense (EPAF) y abogados de distintas ONG.
En sus Observaciones reconocieron los avances en la materia y, en un lenguaje marcadamente diplomático, señalaron la falta de voluntad política y del compromiso del Estado en la búsqueda de verdad y justicia para los miles y miles de desaparecidos y sus familiares, la pobre respuesta oficial para determinar la suerte de los que faltan, el dolor y las cicatrices sin cerrar de los deudos, su frustración, los obstáculos y desafíos por superar y algunas medidas necesarias a adoptarse.
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La desaparición forzada de personas fue una práctica generalizada, sistemática y trastornada de las fuerzas armadas para enfrentar la insania terrorista, especialmente en los periodos 1983-1985 y 1989-1993. Afectó principalmente a los campesinos de la patria. Ya lo dijo la CVR. Y se quedó corta en la cifra: 4,414 casos. Erró, pues. Falló. No hizo bien esta parte de la tarea. Hacia el 2015, el Ministerio Público estimaba que los desaparecidos sumaban 15,731. A junio del 2020, según la data que maneja la Dirección General de Búsqueda, la cifra asciende a 21,793 personas (incluyendo a las personas asesinadas y enterradas sin partida de defunción). Y nos faltan.
Mucha agua ha corrido desde los años ochenta del siglo pasado. Mucha. Desgraciadamente, la situación de los desaparecidos es la misma. Ahora contamos con planes, bancos, registros y direcciones oficiales, y burocracia al efecto, pero la inmensa mayoría de nuestros desaparecidos permanece en la misma condición de hace 40 años. En los últimos años, solo se han encontrado los restos de 351 personas, es decir, menos del 2% de personas desaparecidas.
No están. ¿Dónde está sino Arquímedes, el hijo de mamá Angélica?
No aparecen. ¿Dónde está Ernesto Rafael, el hijo de Cromwell?
No se sabe qué les pasó.
No se sabe que sucedió con los hijos de las mujeres embarazadas que desaparecieron.
Faltan. Armando Amaro, Hugo Muñoz, Dora Oyague, Juan Mariños, Heraclides Pablo…
No se sabe con certeza cuántos son. Más de 21,793 de todas maneras.
Aunque muchos sitios de entierro se conocen, y el Perú es un inmenso cementerio clandestino, no se les exhuma. Solo gracias a la persistencia de los familiares y al apoyo del Equipo Peruano de Antropología Forense (EPAF), algunos casos han sido intervenidos (y tras el análisis de los restos, identificados, restituidos y enterrados con dignidad).
No se les identifica.
No se les devuelve la dignidad. Ni a ellos ni a quienes los lloran.
Sus familiares los reclaman, “con la emoción apretando por dentro”.
El Estado no los busca como se debe, porque no hay voluntad política, porque no es una prioridad y porque “no todos somos iguales”.
Salvo uno u otro excepcional caso, los represores permanecen sin castigo.
Pese a las condenas internacionales y las sentencias de la Corte Interamericana, como acontece con Ernesto Rafael Castillo Páez, el Estado no cumple con su obligación de rastrearlos, ubicarlos y entregarlos a sus familiares.
La herida, pues, sigue abierta. El dolor no cesa. Y tenemos mucho, muchísimo, por hacer en materias de verdad, justicia, reparación y memoria.
(*)Sobre el autor: Abogado por la UNMSM, con estudios concluidos de Maestría en Derecho con Mención en Ciencias Penales por la misma casa de estudios. Especialista en Derecho Penal y Procesal Penal con especial interés en delitos contra los derechos humanos y delitos de corrupción. Defensor de Derechos Humanos y causas justas.
Imagen obtenida de: https://bit.ly/3jnaMgq
[1] Testimonio ante la Comisión de la Verdad y Reconciliación.