Hace ya varios años Ronald Dworkin escribió un artículo titulado ¿Deben nuestros jueces ser filósofos? ¿Pueden ser filósofos?,[1] en el que daba cuenta de lo que para él debía ser el perfil de un buen juez, poseedor no solo de una adecuada formación en el ámbito jurídico, sino también conocedor de las principales discusiones y autores de la filosofía jurídica, política y moral. Creo que en el contexto del Estado constitucional de Derecho la propuesta de Dworkin está plenamente justificada no solo en el caso de nuestros jueces, sino de los abogados en general o, cuando menos, de aquellos que busquen ir más allá de una visión meramente dogmática o, peor, formalista del Derecho, a todas luces insuficiente para hacer frente a los dilemas que presenta la llamada constitucionalización del Derecho actual.
La incorporación de un denso contenido normativo en las Constituciones, expresado en un conjunto de valores, principios y directrices, que tienen carácter normativo y fuerza vinculante; la manifiesta relación que actualmente existe entre el Derecho y la moral, a propósito de la inclusión de dicho contenido material; los conflictos derivados del pluralismo ético, cultural y jurídico; los cuestionamientos al rol que cumple el concepto de autoridad en el Derecho actual y los desafíos que implica el proceso de globalización (también en el ámbito jurídico) suponen un continuo diálogo de lo jurídico con otra disciplinas y, en especial, con la filosofía política y la ética (sin duda también con la epistemología, por ejemplo en relación con el cada vez más desarrollado campo de la argumentación en materia probatoria).
El llamado efecto de irradiación de las normas constitucionales (en especial, de los derechos fundamentales) en el resto de sistema jurídico supone que las normas especiales de cada área del ordenamiento deben ser acordes a los valores, principios, directrices y demás normas de la Constitución. De este modo, cualquier caso (civil, penal, laboral, etcétera), puede derivar en una discusión de tipo constitucional pues “(d)etrás de cada precepto legal se adivina siempre una norma constitucional que lo confirma o lo contradice”.[2]
Ese mismo efecto de irradiación de los derechos fundamentales permite introducir el discurso de los derechos en ámbitos anteriormente reservados a las decisiones privadas, como el caso de la igualdad en las relaciones de pareja, la educación (antiguamente reservada exclusivamente a los padres, en cuanto a la decisión sobre su contenido y orientación), o incluso el modo en que la Iglesia Católica puede valorar la moral de los profesores de religión católica, con miras a su posible contratación. [3]
El efecto de irradiación de los derechos fundamentales provoca que no solo haya un acercamiento al derecho constitucional –entendido en términos normativos o dogmáticos–, sino también a muchas de las discusiones de la filosofía política y moral que están en la base de las controversias sobre los derechos, pues, como refiere García Figueroa –siguiendo en esto a Alexy– “el derecho y la moral presentan relaciones conceptuales y esto implica que la extensión del conjunto de excepciones es relativa no sólo al sistema jurídico-positivo, sino también al sistema normativo del discurso práctico general que puede proporcionar nuevas excepciones al caso”.[4]
Contra el nuevo formalismo, que Dworkin critica en su texto,[5] el trasfondo de muchas de los actuales debates jurídicos son también controversias éticas y/o filosófico-políticas. Más allá del sentido de autoridad del Derecho (de las normas y precedentes que se toman en cuenta en la resolución de los casos concretos), las discusiones actuales en torno al protocolo de aborto terapéutico, la licitud de las expresiones racistas o de la concentración de la prensa escrita, la constitucionalidad de una ley de promoción de la alimentación saludable o de la que prohíbe fumar en lugares cerrados (incluso cuando se trate de un espacio para fumadores), las razones detrás de las propuestas de unión civil o incluso de matrimonio en entre personas del mismo sexo, los derechos de las comunidades indígenas, la laicidad del Estado, y un interminable etcétera, son discusiones filosóficas acerca de la libertad, el paternalismo, el perfeccionismo, la democracia, el reconocimiento, entre otros temas.
En ese contexto, la formación de un buen abogado supone ir más allá del conocimiento de las normas jurídicas y de los conceptos e institucionales jurídicas (tan apreciados por la dogmática y, sin duda, parte fundamental de la formación de un abogado que no pretenda ser un mero repetidor de la ley). Como dice Dworkin, así como resulta tan evidente hoy en día que los jueces deben tener una sensibilidad especial sobre aspectos de la economía, ¿por qué no deberíamos pedirles lo mismo en el caso de la filosofía? Al igual que el juez, el abogado del Estado constitucional debe conocer también conceptos básicos de la filosofía política y ética a partir de lo que podría considerarse una concepción práctica de la filosofía. Lo que justifica esto no es una vocación de erudición, sino lo que creo es el requisito de una mejor argumentación por parte del abogado, no solo basada en la normativa vigente, siempre cambiante e insuficiente en el caso de las controversias sobre derechos fundamentales, sujetos a la ponderación y por tanto a la argumentación en los casos concretos.
Quiero concluir citando una parte del texto de Dworkin. La extensión de la cita está justificada pues describe la inquietud del autor sobre lo que debería ser la sensibilidad del juez y del abogado en el Estado constitucional, opinión que comparto plenamente:
“Debemos tener la esperanza de que acontezca un cambio en nuestras bases culturales que determine lo que los jueces –y, en general, los abogados– deben considerar como relevante en los argumentos jurídicos. Las bases culturales han aceptado la economía y, particularmente en el caso del derecho constitucional, la historia constitucional y política. Los abogados entienden que no sólo se les permite, sino que están obligados, tanto a estudiar estas disciplinas con la expectativa de encontrar argumentos útiles en respaldo de las posiciones que toman, como a presentar en el tribunal cualquiera de los argumentos que encuentren. De la misma forma, la cultura debe acoger y destacar la relevancia del material filosófico pertinente. Los abogados que debaten en torno a la correcta comprensión de la cláusula de igual protección, por ejemplo, deben animarse a construir y distinguir las concepciones de igualdad, y a discutir las razones en virtud de las cuales una concepción más que otra es la correcta para entender la fuerza de la cláusula. No quiero decir que ellos o los jueces a quienes se dirigen deben citar o copiar los argumentos de algún filósofo en particular. Los abogados entrenados de forma correcta tienen la capacidad de establecer sus propios argumentos filosóficos, los cuales pueden ser muy diferentes de aquellos presentados por un filósofo académico, y los jueces, por su parte, pueden valorar esos argumentos sin tenerse que sujetar a la concepción de un filósofo determinado. Sin embargo, no sería irrazonable esperar que los jueces y abogados por igual tuvieran cierta familiaridad con, al menos, las principales escuelas contemporáneas de la filosofía jurídica, moral y política, lo cual parece indispensable para obtener una apreciación adecuada de cualquier argumento filosófico sobre el que deban de meditar”.[6]
[1]DWORKIN, Ronald. “¿Deben nuestros jueces ser filósofos? ¿Pueden ser filósofos?” Isonomía, nº 32, abril 2010.
[2] PRIETO, Luis. “Neoconstitucionalismo y ponderación judicial”. En CARBONELL,Miguel (ed.). Neoconstitucionalismo(s). Madrid: Trotta, 2ª ed., 2005, p. 132.
[3]Al respecto existe un interesante y controvertido caso resuelto por el Tribunal Constitucional español, en el que el obispo de Almería (autoridad encargada de acuerdo a ley de la designación de los profesores de religión de los colegios públicos, situación similar a la que prevé nuestro ordenamiento jurídico conforme al Acuerdo firmado con la Santa Sede) decidió no renovar el contrato de una profesora de religión por haber contraído matrimonio civil con un divorciado. La sentencia es la STC 051/2011 de 14 de abril de 2011.
[4]GARCÍA FIGUEROA, Alfonso. “¿Existen diferencias entre reglas y principios en el Estado constitucional? Algunas notas sobre la teoría de los principios de Robert Alexy”. En GARCÍA MANRIQUE, Ricardo (ed.). Derechos sociales y ponderación. Madrid: Fundación Coloquio Jurídico Europeo, 2007, pp. 362-363.
[5] DWORKIN, op. cit., pp. 21-24.
[6] Ibid, p. 26.