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En los años noventa la palabra “privatizaciones” gozaba de un prestigio que fue siendo socavado por algunas ventas no tan exitosas y por la politización inevitable de algunos procesos. El término “privatización” se convirtió casi en una mala palabra. Sin embargo, los agentes privados son indispensables para cerrar el déficit de infraestructura, pues la dimensión de este déficit sigue siendo alarmante. La alianza con el sector privado se ha venido concretando a través de las “Asociaciones Público Privadas” o “APP”, término que suena políticamente más correcto que “privatización”.

Las APP comprenden mecanismos menos “traumáticos” que el pase de las empresas y activos estatales a manos privadas de manera permanente, para dar lugar a relaciones entre el Estado y el sector privado que resultan en proyectos de desarrollo con riesgos compartidos. La forma típica de APP es la concesión, de modo que de acuerdo con la ley peruana, entre las APP y las concesiones hay una relación de género a especie.

El país tiene veinte años de experiencia en el tema, de modo que cada vez tenemos menos excusa para cometer errores de diseño e implementación de la participación de la inversión privada en la economía. Aunque con destacables avances, aún queda mucho por hacer y errores por corregir. Y esto pasa por tener claro que el cierre de la brecha de infraestructura no va a caminar si no se respeta un pilar elemental de la economía: la propiedad.

La idea es pues que las APP repliquen, en la medida de lo posible, los incentivos propios de un régimen de propiedad civil: certeza de que terceros están excluidos de la titularidad conferida al inversionista, de modo que, por tener la titularidad garantizada, es razonable y ventajoso invertir.

La ley peruana distingue entre dos clases de APP: (i) las “autosostenibles”; y, (ii) las “cofinanciadas”. La diferencia entre unas y otras depende de si hay o no garantías estatales, y de la dimensión de éstas.

Así, el Estado puede otorgar al inversionista dos clases de garantías: financieras y no financieras. Las primeras suelen derivarse de préstamos o bonos emitidos para financiar los proyectos de APP (ejemplo: aval del Estado a los financistas del proyecto). Las garantías no financieras se derivan de riesgos propios de un proyecto de APP (ejemplo: garantía de ingreso mínimo en una carretera, de modo que el Estado paga al inversionista la diferencia entre lo recaudado por peajes y lo pactado como retribución).

Las APP autosostenibles son las que no requieren el cofinanciamiento público, aunque sí pueden demandar las dos clases de garantías por parte del Estado: no financieras, siempre que las posibilidades de ejecución sean nulas o mínimas; o garantías financieras, siempre que éstas sean mínimas.

La concesión es la APP más usual en el Perú, pues presenta un esquema contractual que bien diseñado ofrece la ventaja de que la inversión esté estrechamente conectada con la demanda y que no distraiga recursos públicos. El problema es que una concesión absolutamente “privada” no funciona en todos los casos, pues la rentabilidad económica que genera no siempre es suficiente para cubrir las expectativas del inversionista: es el caso de proyectos que responden a decisiones de política pública basadas en la “rentabilidad social” (integración de pueblos apartados, por ejemplo).

Las APP pueden generarse por un proceso de iniciativa estatal o mediante “iniciativa privada”. Mientras que el concepto de APP enfatiza la convergencia de intereses privados y públicos en la realización de un proyecto, el concepto de iniciativa privada tiene que ver con a quién se le ocurre la idea. No es el Estado sino un inversionista privado quien tiene la “iniciativa”.

Durante varios años la regulación peruana de las iniciativas privadas generó airadas críticas: hasta julio de este año estaba prohibido que las iniciativas privadas recaigan sobre APP cofinanciadas. Sin embargo, no había razón para impedir que una iniciativa privada recaiga sobre proyectos que requerían de financiamiento del Estado, pues el privado empaqueta una idea y la ofrece al Estado, sin poder evitar que el Estado haga suya esa idea y convoque a un concurso para elegir la propuesta más conveniente.

No se entendía por qué no podía llevarse a cabo un mismo procedimiento (iniciativa privada) independientemente de que el proyecto haya sido autosostenible o cofinanciado por el Estado, pues en cualquier caso, si la idea no era conveniente, simplemente no se aprobaba, y por el contrario, si valía la pena implementarla, inevitablemente el Estado debía activar todos los mecanismos de control aplicables para cuidar que el gasto sea regular y eficiente.

Hoy, afortunadamente la ley sí permite que las iniciativas privadas recaigan sobre proyectos que requieren cofinanciamiento estatal, pero el reglamento no lo indica expresamente. Más allá de que jurídicamente no sea necesaria la emisión de un reglamento para que la ley entre en vigencia (a menos que esta última lo indique expresamente), en términos prácticos parece complicado que los funcionarios públicos se animen a tramitar iniciativas privadas de proyectos cofinanciados sin que el reglamento lo permita de manera expresa.

Se ha producido pues un avance importante en la regulación de las APP, que permitirá dar un paso más adelante hacia las APP “sociales”: inversión en infraestructura en educación y salud.


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