Es paradójico, pero, en los últimos veinticinco años, el derecho aduanero colombiano evolucionó en sentido contrario al de la economía.
A finales de los años ochenta, la economía colombiana era cerrada; la mayoría de importaciones requerían licencias previas que eran concedidas muy selectivamente, y existían numerosas restricciones, tanto arancelarias como para-arancelarias, defendidas fervientemente, por razones que iban desde la protección a la industria nacional a la necesidad de proteger las reservas de divisas.
En ese contexto, y a pesar de él, Colombia contaba con un régimen aduanero moderno, recogido en el decreto 2666 de 1984, inspirado en el Convenio Internacional de Kyoto para la Simplificación y Armonización de los Regímenes Aduaneros, y cuyos conceptos y terminología se ajustaban bastante a los sistemas normativos imperantes a nivel internacional.
Así mismo, el país contaba con una entidad independiente para controlar el comercio exterior (la Dirección General de Aduanas), al igual que una legislación penal aduanera especial y tribunales penales aduaneros independientes.
A principios de los años noventa, los gobiernos de Virgilio Barco y César Gaviria decidieron internacionalizar la economía, mediante la reducción de aranceles y la eliminación gradual de las restricciones para-arancelarias; una política de Estado muy criticada en su momento, que se conoció como “la apertura comercial”, y que estaba inspirada en las tesis del neoliberalismo.
No obstante, el mismo gobierno que aceleró la internacionalización de la economía impulsó la “provincialización” de la legislación aduanera colombiana. Para empezar, se derogó la normatividad penal aduanera y se convirtió el contrabando en una simple contravención administrativa, lo que llevó a su vez a la supresión de los tribunales penales aduaneros. A ello siguió la fusión de la Dirección General de Aduanas con la Dirección de Impuestos Nacionales (decreto 2117 de 1992), y a la paulatina reforma del decreto 2666 de 1984, que se inició con la expedición del decreto 1105 del 1 de julio de 1992.
La fusión de las dos entidades estatales dio lugar a un solo organismo con inmensos poderes, pero también a la salida de personal específicamente capacitado en aduanas y cuyo conocimiento todavía no se ha recuperado. Por otra parte, se expidió un estatuto aduanero (decreto 2685 de 1999, aún vigente, aunque con frecuencia reformado) con una estructura y conceptos similares y equivalentes a los del estatuto tributario. Esa reforma normativa fue, literalmente, una reforma aduanera emprendida por abogados tributaristas. El resultado fue una originalidad innecesaria y hasta nociva. El estatuto aduanero colombiano se apartó del resto de los textos y convenios del resto del mundo, empezando por la terminología; creó conceptos nuevos y desdeñó los tradicionales.
El resultado de ambas medidas, la estructural y la normativa, condujo a un progresivo alejamiento de Colombia de los estándares del derecho aduanero internacional. Los viejos y universales temas que caracterizan a la aduana (la valoración, la clasificación arancelaria, el origen) fueron desplazados por problemas que ningún otro país en el mundo considera problemas y que por eso he denominado problemas “made in Colombia”; me refiero en particular a las extremas y absurdas exigencias en materia de descripción de mercancías, a la caza de errores mecanográficos, a las penalidades gravísimas por discrepancias nimias.
La suscripción de tratados de libre comercio (TLC) de última generación ha sido un factor decisivo para que el Gobierno entienda que la singularidad de la normativa aduanera colombiana era insostenible. En las rondas con Estados Unidos, Canadá, la Unión Europea y Corea del Sur, los negociadores patrios evidenciaron que tenían un lenguaje aduanero distinto al común en el resto del mundo. También aprendieron que los demás países tenían prioridades que en el nuestro apenas se tomaban en consideración, y que nuestros “grandes problemas” eran considerados fenómenos exóticos en el extranjero. El resultado fue una nueva consciencia, que condujo al Gobierno central a la idea de emprender una reforma aduanera profunda, para adoptarla a estándares internacionales y cumplir los numerosos compromisos que Colombia acordó en los TLC.
Desafortunadamente, esa reforma no ha sido expedida, a pesar de llevar casi cinco años fraguándose. Los inicios fueron poco promisorios, porque, en el último año del Gobierno de Álvaro Uribe (2009-2010) la Dirección de Impuestos y Aduanas Nacionales (DIAN) planteó una mera revisión de maquillaje, que no cambiaba nada en lo sustancial. Desde el 2011, ya en el primer gobierno de Juan Manuel Santos, la DIAN propuso un cambio de fondo, que se ajustaba a las legislaciones más modernas, con un relevante espíritu de concertación con el sector privado.
Por una vez, la concertación con el sector privado fue excesiva, y la DIAN nunca logró consenso para ciertos temas álgidos que siempre provocarán rechazo, como el régimen sancionatorio. Al mismo tiempo, en Colombia nos habituamos a que los redactores de la legislación aduanera fueran funcionarios de la propia DIAN, lo cual no es buena idea, ya que es casi forzoso que se vean influido por el deseo (consciente o inconsciente) de facilitar su trabajo. Para completar (y aquí volvemos al campo del exotismo), un par de decisiones judiciales han paralizado la expedición del nuevo estatuto aduanero, tutelando los derechos de un grupo de personas que se oponen a un tema específico.
La conclusión final es que el derecho aduanero colombiano está sumido en un marasmo desde hace casi un lustro. Los TLC con Estados Unidos y Canadá ya están vigentes; pero nuestra legislación no se ha acompasado todavía a ellos. Después de todo este tiempo, los abogados aduaneros nos hemos acostumbrado a dividir nuestra mente: una parte para la legislación actual (cuya extinción se anuncia cada año), y la otra parte reservada para el futuro.
Ya sabemos que el futuro no llegará en 2014. Esperemos que llegue en el 2015.