Escrito por Eduardo Barboza Beraún
Socio Principal de Amprimo, Flury, Barboza & Rodríguez Abogados
Profesor de Contratos de la Pontificia Universidad Católica del Perú y de la Universidad de Lima
El Tribunal Constitucional (en adelante, el “TC”) ha hecho bien en declarar inconstitucional la Ley 31018 (en lo sucesivo, la “Ley”), mediante la cual se suspendía el cobro de peajes durante el estado de emergencia (por razones del Covid), prohibiendo a su vez al privado exigir una compensación al Estado.
La Ley (ahora inconstitucional en sentido estricto porque el TC la ha declarado así) violaba un elemental derecho contractual, pues el Estado, con una mano, se obligaba con el privado mediante un contrato, y con la otra mano, suspendía unilateralmente los derechos de su contraparte a través de una norma posterior.
Sucede que la Ley atentaba contra de uno de los pilares básicos sobre los cuales descansa todo contrato (sea de tipo privado o de corte público). Me refiero a la libertad de contratar, llamada también libertad de contratación o de autovinculación, la cual es reconocida a nivel constitucional (en los artículos 2, numeral 14 y 62 de nuestra Carta Magna). Con ella se confiere a las partes el derecho a contratar (con la libertad por cierto de elegir al cocontratante y el momento en que se desea estipular); correlativamente hablando otorga a su vez el derecho a no contratar, conocida también como la libertad de no querer. Caso contrario, sería un derecho ilusorio, pues la imposición de contratar desvirtuaría esa libertad. Mas aún, la misma Constitución precisa que los términos contractuales no pueden ser modificados por leyes.
Siendo ello así, una vez ejercida la referida libertad de contratar, las partes están ligadas por su consentimiento tan rigurosamente hablando como lo estarían por la voluntad del legislador; y en consecuencia, ese pacto es de ineludible cumplimiento para ambas, tal como manda el artículo 1361 del Código Civil, que recoge el principio de la obligatoriedad de los contratos (Pacta sunt servanda). Desconocer unilateral e incausadamente este fundamental efecto de la obligatoriedad, coloca a la parte que lo hace en una situación antijurídica (denominada incumplimiento contractual) con todas las consecuencias legales que tal incumplimiento trae, estando obviamente expeditos todos los derechos de su correspondiente acreedor.
En este orden de ideas, lo que se hizo con la Ley es un claro ejemplo de lo que no se debe hacer, pues violenta la seguridad jurídica que debe reinar en todo país, y desde luego, desalienta la tan deseada inversión. Ni el Estado, ni el particular, pueden patear el tablero contractual. Ambos en un contrato se colocan en situación de pares. Desde luego, en caso de que alguno de ellos considere que sus derechos han sido vulnerados, dicho contratante puede (y desde luego debe) acudir a los cauces regulares para solucionar las controversias. El TC ha corregido rápidamente la situación en la que nos encontrábamos, y por cierto, nos salva de la tremenda factura que hubiéramos tenido que pagar por las perjudiciales consecuencias que traía la Ley.
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