Escrito por Jose Carlos Rosario Sánchez[1]
Podría argumentarse, con mucha razón, que el país que ahora toma el nombre de Alemania es de reciente fundación, pues, hasta el año 1871, el territorio que actualmente ocupa esta nación estaba repartido entre docenas de reinos, principados y ducados; quienes, a la vez que mantenían cierta unidad étnica, lingüística y mercantil, ostentaban también casi total independencia política los unos de los otros. Ello puede argumentarse debido principalmente a un aspecto fundamental: la conservación del feudalismo. Esto es porque una de las características principales de este último sistema económico era la descentralización extrema y la repartición del área geográfica en pequeños fundos; donde era un noble el que mantenía total y absoluto control. Sin embargo, la continuación de esta política probaría ser muy negativa para la consecución de la unidad germánica.
Mientras que, por ejemplo, en Francia, el feudalismo, junto con una gran parte de su aristocracia, había sido liquidado decisivamente por los edictos jacobinos y las hordas sans-culottes, quienes encontraron su clamor en los primeros; en el territorio germánico, por su contexto intelectual, en donde las ideas de Kant y Hegel trataban de conciliar la monarquía absolutista por derecho divino con el progreso; y por su contexto geográfico, el cual estaba más cercano al Imperio Ruso y sus reinos tributarios donde las ideas del despotismo autócrata, aunque ya desfasadas, seguían siendo sostenidas; el sistema de feudo todavía se conservaba intacto y con una preponderancia casi total en la región a la derecha del río Rin. A pesar de que, efectivamente, los súbditos alemanes, junto con una gran parte de la intelectualidad progresista de la época, abogaban por la unificación de todas las monarquías germánicas en uno solo Estado; los aristócratas terratenientes no deseaban esto, ya que, esta posible unión hubiera debilitado considerablemente sus poderes debido a la nueva instancia superior, el gobierno central, que los hubiera supeditado e impuesto ciertas cantidades tributarias para el bienestar general, si es que directamente no abolía sus respectivos derechos nobiliarios.
Para combatir este deseo tan anhelado por el pueblo, y tan bien justificado por teóricos del derecho como Juan Bodino (1965), quien decía que “el estado es la forma (…) en que la mayoría del pueblo unido gobierna como soberano (…) a cada uno de los pueblos en particular” (p. 212); o el liberal Montesquieu (1965), defensor de una monarquía unificada con un solo “estado estable, constitucionalmente firme y seguridad con respecto a los que gobiernan” (p. 341). Tales postulados, de acuerdo con lo que uno podría inferir, eran inconvenientes para la nobleza, la cual decidió crear una nueva vertiente que justificara, mediante sofismas y galimatías filosóficos, la división de los teutones, y, por consiguiente, el aseguramiento de su directriz.
Una de las más destacadas figuras de la intelectualidad temporizadora que obedeció este propósito fue Federico Carlos von Savigny, jurista de ascendencia prusiana, quien fue creador de la teoría histórica de las leyes, cuyas ideas principales resume Pokrovsky (1966) de la siguiente manera:
El derecho (…) tiene un carácter definido, peculiar de un pueblo dado. En ello halla su traducción la “convicción general” del pueblo. El derecho (…) no es un postulado arbitrario del legislador; sino un producto orgánico de un místico “espíritu del pueblo”, de la conciencia popular (p. 284).
Superficialmente podría clasificarse esta concepción como interesante e inclusive correcta, pero, aplicándola al caso alemán, tendríamos de conclusión que no importaba el hecho de que todos estos pueblos en sí constituían una sola etnia en común, no importaba que estos tuvieran un deseo conjunto de formar un solo y fuerte Estado que correspondiera a sus necesidades, era totalmente imposible intentar una unificación debido a que cada uno vivía en una realidad distinta de la otra –haciendo de cualquier intento de anexión territorial una acción completamente antinatural que atacaría al «espíritu del pueblo»–, y que lo más conveniente sería dejar que cada feudo se maneje por sus propias tradiciones históricas, las cuales, obviamente, serían mejor entendidas por la respectiva antiquísima aristocracia a cargo. Tampoco hay que olvidar que, en lo concerniente a las costumbres, está comprobado mediante la observación de los hechos históricos, que las tradiciones y el actuar del ser humano en general está muy relacionado con sus necesidades políticas y económicas y no con alguna metafísica necesaria de exégesis. Si aprobamos las tradiciones como propias a cada sociedad, entonces llegaríamos a la conclusión de que existen pueblos naturalmente malvados cuyas acciones pueden efectivamente ser ignoradas si se mantienen dentro de sus propios límites, algo totalmente relativista, por no decir intelectualmente egoísta.
Por esa misma razón, en 1848, los alemanes, principalmente los prusianos y los austriacos, se rebelaron en contra de sus reyes y los obligaron, a punta de bayoneta, a dar concesiones serias, pero no determinantes, a la causa de la desaparición del sistema tan injusto de la tenencia de la tierra y a una liberalización de la economía, lo cual a su vez generaría una mayor interrelación y acercamiento comercial entre las diversas coronas alemanas. Un dato curioso que se tiene tomar en cuenta también es que, al realizarse estos cambios, en el reemplazo de administrativos autocráticos a unos más liberales, Savigny fue echado de la corte de justicia prusiana por sus puntos de vistas tan abiertamente adversos a la ciudadanía.
Por lo expuesto, se puede ver con claridad que estos postulados generales no son más que sofismas de alto calibre, pues es la demostración de la existencia de este «espíritu legislativo-natural» la que es en verdad imposible y en cuya adopción se aceptarían preceptos fideístas totalmente incompatibles con la clasificación del derecho de ciencia objetiva, siendo las corrientes liberales las que más han ayudado. La velocidad en la que el derecho revolucionario francés avanzó en el desarrollo de ámbitos que todavía se utilizan como la positivización de las leyes, el desecho de la oralidad y la santificación de los principios de neutralidad y separación de poderes solamente al refuerzo de que son las ideas progresistas e innovadoras las que verdaderamente ayudan a la construcción de una sociedad funcional e inspiradora de otras.
Además, la historia, supuesto sostén máximo de Savigny y sus discípulos, ha dado razón a la idea de la Alemania una, pues a pesar de muchas vicisitudes pasadas (véase la repartición de Prusia Oriental y el Muro de Berlín) y actuales (véase la existencia misma de Austria), ahora solamente existe un país que reclama la herencia germánica, étnica y culturalmente, para sí misma: la República Federal de Alemania.
Este progreso de los acontecimientos; sin embargo, no le ha proporcionado claridad a una gran cantidad de crédulos juristas, pues, hay muchos de estos que, intentándose colgar del mal ganado prestigio de los «sabios alemanes», siguen sosteniendo estos trasnochados postulados acerca del «espíritu del pueblo» y haciendo caso a clientes que tienen o igual o mayor riqueza e influencia que los ya extintos junkers alemanes, y promoviendo la conversión de las costumbres peruanas, independientemente de su naturaleza sostenedora de los fines estatales, en brújulas legales que el aparato judicial debe utilizar para que de esa manera se obedezca sin lugar a dudas a su trasnochado «espíritu popular», un anacronismo en verdad.
Referencias bibliográficas
Bouthoul, G. y Ortuño, M. (1965). Antología de las Ideas Políticas. Editorial Renacimiento S.A.
Pokrovsky, V.S. (1966). Historia de las Ideas Políticas. Editorial Grijalbo S.A.
Imagen obtenida de https://bit.ly/
[1] Estudiante de IV ciclo de la carrera de Derecho en la Universidad Nacional de Trujillo. Secretario adjunto de la Secretaría de Publicaciones en la Asociación Círculo de Estudios “Logos y Ethos”.