Las últimas semanas se han visto atravesadas por una vertiginosa crisis política, que ha ido escalando desde los enfrentamientos entre el Congreso de la República y el Tribunal Constitucional hasta el rechazo de la cuestión de confianza al Gabinete Zavala. Ambos acontecimientos guardan una complejidad esencial que se remite a las bases mismas de nuestro sistema político. Por ello, para comprender la naturaleza y los alcances de estos enfrentamientos entre los diferentes poderes del Estado, se hace necesario dar una lectura desde la teoría constitucional, que no pretenda agotar el debate, sino que permita únicamente descifrar algunos elementos relevantes para el análisis. En esta oportunidad nos abocaremos al conflicto generado en torno a la Ley Antitránsfuga.
Estimamos necesario iniciar atendiendo a las declaraciones del congresista Mauricio Mulder que sin los reparos que impone la prudencia y la sensatez manifestó respecto al entonces proyecto de sentencia sobre la Ley Antitránsfuga: “Me parece una muestra francamente antidemocrática y casi golpista que me hace recordar como la Corte Suprema de Venezuela corregía todas las leyes que sacaba el Parlamento venezolano”.
Esta penosa expresión del congresista aprista tiene dos implicancias extremadamente graves. En primer lugar, que el Congreso de la República no está obligado a cumplir con las decisiones de la Justicia Constitucional; y, en segundo lugar, que se pretende desautorizar al Tribunal Constitucional bajo la premisa de que las decisiones adoptadas en el parlamento solo responden a la nuda voluntad de los legisladores. Dichas consideraciones no hacen más que desconocer el lugar que tiene una Constitución dentro de un sistema político.
La Constitución es como un gran fuego incandescente que se ubica en el centro de una sociedad, irradiando una poderosa luz que busca hacer habitables los espacios altamente conflictivos e inciertos de nuestra vida social. Ello significa que la Constitución deja de ser una declaración política con valor meramente simbólico, para gozar de una auténtica fuerza normativa que vincula y restringe el ejercicio del poder público a fin de garantizar la dignidad de todos los ciudadanos.
Todas las instituciones públicas y la sociedad civil están sujetas a la Constitución y a los principios que en ella subyacen. Este mandato de vinculatoriedad, que es la base de nuestro Estado, impone que la Constitución y los derechos y principios constitucionales deban efectivizarse en todas relaciones entre particulares, entre particulares y el Estado, y entre las instituciones públicas (eficacia horizontal, vertical e interinstitucional).
La vinculatoriedad tiene otro atributo que es la exigibilidad de las normas establecidas en el texto constitucional (Guastini, 1998, p. 152). El que las normas sean exigibles involucra el accionar del Legislativo y del Ejecutivo para cumplir con el programa establecido en la Constitución, pero principalmente debe traducirse en la existencia de garantías jurisdiccionales. Es un requisito esencial para darle fuerza normativa a la Constitución, y asegurar el resguardo de los derechos fundamentales, la existencia de órganos de control de constitucionalidad. Sin ellos no habría ante quién solicitar tutela urgente, ni quien pueda velar por el respeto irrestricto de los mandatos constitucionales.
En la constante labor de defensa de los derechos fundamentales, los jueces constitucionales y, especialmente, las Altas Cortes Constitucionales tienen la titánica tarea de realizar un control constitucional de los poderes públicos.
Está en la esencia misma de la democracia el control de los poderes políticos, y es la Constitución la que se configura como un marco que delimita y a la vez orienta su accionar. Así, en aras de asegurar este control y el respeto a los derechos fundamentales, el Constituyente ha decidido que las normas legales, actos administrativos y sentencias emanadas de los poderes constituidos, como el Congreso, el Ejecutivo y el Poder Judicial, entre otros, estén sometidos al control jurisdiccional del Tribunal Constitucional (Landa, 2011, p. 24).
El incumplimiento de las normas constitucionales en cualquier espacio de nuestro sistema político y social habilita el ejercicio legítimo de un control de constitucionalidad. Más aún, si es una ley la que contraviene a la Constitución, debiendo ejercerse con aún mayor rigurosidad dado que estamos frente a la expresión más representativa del ejercicio del poder público. Este control de constitucionalidad, no se restringe como antaño a exigencias de tipo formal, controlando procedimientos y sus presupuestos, sino que abarca un control material de la ley, esto es, un análisis constitucional sobre el contenido de la misma.
A diferencia de lo que dicta el criterio decimonónico de algunos congresistas, la ley ha dejado de ser un receptáculo vacío capaz de albergar todo tipo de medidas, para convertirse en un instrumento que se utiliza de manera legítima cuando se encuentra dentro de un marco de constitucionalidad. Y es que frente a este control, que debe ser siempre razonable y proporcional, hay órganos que se escudan en una lectura literal y compartimentada de la Constitución e ignoran que la misma debe ser leída de acuerdo a una interpretación sistemática, que tenga en cuenta principios interpretativos como la concordancia práctica y la corrección funcional.
En nuestro propio contexto, tenemos casos como lo ocurrido en “Lizana Puelles” (STC Nº 5854-2005-AA), donde la sentencia del Tribunal estableció como precedente vinculante la viabilidad de que el mismo Tribunal pueda revisar las decisiones adoptadas por el Jurado Nacional de Elecciones cuando éstas vulneren o amenacen derechos fundamentales. Dicho precedente fue resistido por el Congreso de la República, que desentendiéndose de lo establecido aprobó una modificación del Código Procesal Constitucional con la que se eliminó cualquier mención explícita sobre la posibilidad de que el Tribunal revise las resoluciones del Jurado Nacional de Elecciones (Espinosa-Saldaña, 2006, p.73).
Las relaciones entre la justicia constitucional y el poder político, centrado principalmente en el Parlamento, nunca han sido pacíficas. Desde el famoso debate entre Kelsen y Schmitt, donde el primero abogaba en favor de una corte constitucional que custodie la constitucionalidad de los actos del poder político, mientras que el segundo, atendiendo a la naturaleza decisionista de las normas, consideraba que era el presidente del Reich quien debía velar por la defensa de la Constitución, se hace patente la dificultad de determinar cuál es la naturaleza de la relación entre derecho y política y cuáles son las condiciones en que debe ejercerse dicho control constitucional de las decisiones políticas (Cordova, 2006). El último impasse entre nuestra Corte Constitucional y el Congreso de la República no es sino el eco de una batalla que se encendió hace casi un siglo.
Ahora bien, este caso es particularmente complejo, ya que el Congreso se encuentra legislando sobre su propia actividad, al regular la naturaleza de las bancadas y sus limitaciones, constituyéndose desde la perspectiva de algunos como una verdadera political question sobre la cual no cabe una revisión judicial. Sin embargo, como hemos visto, admitir tal hipótesis significaría aceptar la existencia de zonas exentas de control constitucional donde pueda constituirse un poder absoluto, incluso en nombre de una supuesta legitimidad democrática. Si bien en sentencias como “Alejando Toledo” (Exp. Nº 04968-2014-PHC/TC) y “Tineo Cabrera” (Exp. Nº 00156-2012-PHC/TC) nuestra Corte Constitucional ya ha marcado un derrotero que permite abordar el control constitucional de las actividades del Congreso, los naturales enfrentamientos entre la Justicia Constitucional y el poder político están lejos de resolverse.
No obstante ello, nada nos impide aspirar a cierto equilibrio donde prime el principio de corrección funcional, aplicable incluso al mismo Tribunal. Para aproximarnos a tal situación es fundamental reconocer que ambos están inmersos en una dialéctica, a veces violenta, a veces conciliadora, por la determinación y orientación de la política pública, esto es, el ejercicio efectivo del poder público. La dialéctica será violenta cuando el Tribunal deje sin efecto las normas emitidas por el Congreso, declarándolas inconstitucionales, cuando el Congreso haga caso omiso al fallo del Tribunal y vuelva a emitir una norma reiterando en el mismo vicio de inconstitucionalidad, o cuando el Tribunal imponga mediante una sentencia estructural una regulación o una política pública específica en miras a remediar un estado de cosas inconstitucional. Por otra parte, será conciliadora cuando el Congreso emita una norma acorde con las observaciones realizadas por el TC.
De ahí la importancia de que nuestro supremo intérprete de la Constitución se manifieste continuamente en un esfuerzo por abordar estas complejas interacciones desde el Derecho Constitucional. La construcción de un sistema de protección de derechos y bienes constitucionales sólido requiere que la labor de control constitucional se articule y complemente adecuadamente con el ejercicio del poder político del Parlamento, y para esto es necesario un diálogo permanente que debe ser promovido desde nuestra Corte Constitucional.
Con tal fin, es que el 29 de agosto de 2017, el Tribunal Constitucional emitió la sentencia referida a la Ley Antitránsfuga (STC Nº 00006-2017-PI/TC), declarando inconstitucionales los incisos 2) y 5) del art. 37 y el inciso 2.3) del art. 76 del Reglamento del Congreso. El extenso fallo aborda cuestiones de suma importancia como la naturaleza representativa de nuestra democracia y el alcance del mandato imperativo de los parlamentarios, lo que sin lugar a duda merece un análisis propio. Por ahora quisiéramos prestar especial atención a los mandatos dictaminados por el Tribunal que, si bien no están contenidos en la parte resolutiva, forman parte de la cosa juzgada[1].
En más de una ocasión el TC exhorta al Congreso, verbigracia, a elaborar un informe en el que se dé cuenta de todos los actos de transfuguismo ocurridos entre los años 1980 y 2016 o a continuar con un proceso de reforma integral que no se limite al Reglamento del Congreso, sino que alcance también a la Ley de Partidos Políticos. Y establece en el fundamento 199 de la sentencia lo siguiente:
“De este modo, con la publicación de esta sentencia se permitirá que los congresistas que se hubiesen apartado o se aparten de sus respectivos partidos políticos, alianzas electorales o grupos parlamentarios puedan conformar agrupaciones o incorporarse a las ya existentes. Ello con el propósito de ejercer en condiciones de igualdad sus funciones como congresistas. Entre dichas funciones destaca la de participar en una nueva deliberación que pueda fortalecer tanto a los partidos como al sistema político en su conjunto. Mientras que el Congreso no asuma estas tareas, respetando escrupulosamente los parámetros constitucionales explicitados en este fallo, la habilitación dada por la presente sentencia a la conformación de nuevos parlamentarios o a la incorporación a grupos ya existentes cuenta con plena vigencia.”
Podemos apreciar como el Tribunal ordena que las regulaciones que realice el Congreso sobre el particular deberán ajustarse a los parámetros constitucionales de lo “constitucionalmente posible” y lo “constitucionalmente prohibido” desarrollados en la citada sentencia; hasta que no se cumpla con ello, regirá la regulación dictada por el Tribunal Constitucional.
El 15 de septiembre último, el Congreso de la República emitió la Resolución Legislativa Nº 003-2017-2018-CR, la cual, a opinión de muchos, estaría incurriendo en los mismos vicios de inconstitucionalidad proscritos por el TC. De ser el caso, obedeciendo al mandato constitucional antes señalado, seguiría rigiendo lo dispuesto por el Tribunal Constitucional, y no sólo eso, sino que el mismo Tribunal estaría legitimado a que en ejecución de sentencia pueda declarar la inconstitucionalidad de los artículos de la nueva Resolución Legislativa que transgredan lo dispuesto en su fallo.
Un escenario como el descrito ahondaría la actual crisis política, provocando una dura respuesta del Parlamento, especialmente de aquellos que aún consideran al Congreso como el primer poder del Estado y no quieren ver amenazada su cuota de poder. Resulta fácil conjeturar que podrían llevar a cabo una acusación constitucional contra los magistrados del Tribunal Constitucional. Sin embargo, nuestra Alta Corte deberá soportar todos los embates legales y mediáticos, si eso es lo que comporta garantizar los mandatos constitucionales y limitar el uso irregular del poder público.
Bibliografía
Córdova, Lorenzo (2006). La contraposición entre derecho y poder desde la perspectiva del control de constitucionalidad entre Kelsen y Schmitt. Cuestiones Constitucionales. Mexico D.F. Disponible en: http://www.juridicas.unam.mx/publica/rev/cconst/cont/15/ard/ard3.htm
Espinosa-Saldaña, Eloy (2006). El precedente constitucional: sus alcances y ventajas, y los riesgos de no respetarlo o de usarle en forma inadecuada en la reciente coyuntura peruana. Santiago: Estudios Constitucionales.
Guastini, Ricardo (1998). La “constitucionalización” del ordenamiento jurídico: el caso italiano.
Landa, César (2011). Cuaderno de Trabajo Nº 20. Derecho Procesal Constitucional. Lima: Departamento Académico de Derecho de la PUCP. Disponible en: http://departamento.pucp.edu.pe/derecho/wp-content/uploads/2014/05/ct20_derecho_procesal. pdf
Nieva, Jordi (2006). La cosa juzgada. Barcelona. Atelier Libros.
[1] Siguiendo al profesor Jordi Nieva: “La resolución jurisdiccional necesita unos fundamentos para que lo que dispone tenga sentido. Y esos fundamentos requieren de una estabilidad que los haga incuestionables. Los fundamentos que requieran esa estabilidad, sin la que la resolución perdería todo su sentido, tendrán efectos de cosa juzgada.” (2006, p.184)
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