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Escrito por Raúl Gutiérrez Canales[1]

La semana pasada, en medio de una agenda marcada por el debate de la reforma constitucional sobre el adelanto de elecciones generales, la actividad parlamentaria culminó con la instalación de la comisión especial encargada de seleccionar a los nuevos miembros del Tribunal Constitucional (TC). Este encargo reviste notable atención, pues la renovación, que está en manos del Congreso, implica prácticamente la conformación de un nuevo colegiado, considerando que se elegirán a seis de siete magistrados.

En principio, debemos afirmar que el Parlamento está cumpliendo un mandato constitucional, es más, lo está haciendo con retraso, ya que el mandato de los jueces constitucionales que deben ser reemplazados, a la fecha, se encuentra vencido. No obstante, la discusión sobre la materia no debería estar encuadrada en el cumplimiento del procedimiento formal y vigente. Basta ver que, además de las normas generales, se cuenta con un Reglamento Especial para la Elección de Magistrados del Tribunal Constitucional de 1995 (aprobado por Resolución 031-95-CCD), que ha acompañado a los nueve procesos de elección previos y que no ha permitido, en gran parte, llevar adelante designaciones en el marco de un proceso idóneo.

Tal como ha venido sucediendo en los últimos tiempos, la noticia de la próxima elección viene acompañada de cuestionamientos enfocados en el previsible cuoteo político que se desarrollará en el seno del Poder Legislativo. Dicha desconfianza tiene un justificado fundamento en la experiencia que este tipo de nombramientos ha tenido en el caso peruano. Basta ver el contexto en el que se llevó a cabo la elección de los miembros del TC que próximamente dejarán el cargo: la elección fue precedida de un proceso anulado, como consecuencia de la presión social generada por la filtración de audios, donde se daba cuenta que las discusiones parlamentarias para elegir a los jueces constitucionales no comprendían consideraciones de meritocracia, sino un reparto de porcentajes, donde el respeto a la institucionalidad y el compromiso del Congreso con el fortalecimiento de la justicia constitucional, importaban nada.

Así las cosas, sería ingenuo pensar que en esta oportunidad la determinación en las postulaciones por parte de las bancadas parlamentarias no corresponda a decisiones políticas con intereses partidarios. Finalmente, ello es inevitable, y no es un asunto exclusivo de la realidad peruana. Es casi natural que allí donde el Parlamento participa en la selección de integrantes de órganos jurisdiccionales, se produzca este riesgo. Por ello, creemos que la mirada hacia el actual proceso de elección no debe estar sentada en una suerte de ánimo de resignación sobre lo que va a ocurrir y realizar las mismas críticas que se oyen de manera recurrente en este ámbito. Tenemos un modelo de selección de magistrados, donde el monopolio competencial se haya en el Congreso de la República, no existiendo participación de otros órganos, como ocurre en Colombia (el Senado elige a partir de ternas presentadas por otros poderes) o Chile (la elección es desconcentrada, correspondiendo a los tres poderes públicos). En ese sentido, antes que discutir sobre los inconvenientes del sistema adoptado por la Constitución de 1993 en el extremo del sello político del órgano encargado de la elección (de hecho, hay modelos como el alemán, aunque con diferencias apreciables, que también tienen un sistema de selección concentrada en el Parlamento), es oportuno dirigir los esfuerzos hacia los mecanismos de control y límites que deben estar presentes en el modelo nacional.

La experiencia ha demostrado que la modalidad por invitación, seguida en las tres últimas elecciones desde 2013 (aunque en 1996 también se empleó esta alternativa), no garantiza una elección adecuada. Si bien haber dejado relegada a la modalidad de convocatoria (que aún es una posibilidad permitida en la ley) respondió a un fin de mejora en el procedimiento, sobre todo en el campo de generar incentivos para atraer a los juristas más calificados, debe decirse que el estado de las cosas no tuvo un cambio significativo, precisamente, porque los principales problemas se mantuvieron. Estos problemas tienen que ver, en esencia, con dos aspectos, que son, por un lado, la valoración de la reconocida competencia y conducta intachable de los candidatos y, por otro lado, la institucionalización de la más amplia transparencia en el desarrollo del proceso de elección.

No ponemos en tela de juicio que los magistrados que dejarán próximamente el TC cumplieron con el perfil deseable, pero, lamentablemente, su caso no es el mejor ejemplo para resaltar la labor de selección que cumplió el Congreso. En todos los demás casos, las elecciones han estado identificadas por consideraciones negativamente subjetivas al momento de evaluar y por el desempeño de procesos sin apertura pública y, menos, con estímulos razonables para generar participación ciudadana.

En este escenario, solo cabe exigir que la comisión especial parlamentaria actúe con irrestricta transparencia en todas las etapas del desenvolvimiento de su labor. Todas sus sesiones no solo deben ser públicas, sino transmitidas en el canal del Congreso. Las discusiones sobre los criterios que definen las posiciones de los miembros de esta comisión no pueden ser secretas, más aún si se ha optado por el modo de invitación, donde el margen de discrecionalidad, en ningún caso puede confundirse con arbitrariedad. Precisamente, en este entorno, el límite a la discrecionalidad la debe marcar la trayectoria y el perfil profesional sobresaliente del candidato. En todo caso, en tanto se actúe con transparencia y se permita tener acceso a toda la documentación con que cuenta la comisión (actas de las reuniones o expedientes de los aspirantes), se tornarán eficaces los mecanismos válidos de control en este campo, como las denuncias públicas en el obrar de dicho grupo de trabajo o la propia interposición de tachas.

Ahora bien, estando sobre la marcha un proceso de elección, una vez culminado este, será pertinente reflexionar sobre la necesidad de reformar el modelo vigente, de cara a una posterior renovación de magistrados. La reforma debe tener un enfoque integral con el objetivo no solo de limitar las facultades del Parlamento, sino sobre todo de consolidar la institucionalidad del TC, como un órgano altamente especializado y con la mayor legitimidad en el ejercicio de sus funciones dentro del régimen democrático y el Estado de derecho. Algunos aspectos de la reforma, deberían incluir la aprobación de un nuevo estatuto con prevalencia de la evaluación objetiva (meritocracia); la obligatoriedad legal de garantías de transparencia en el proceso de elección; la inclusión de la exigencia de la trayectoria democrática y la solvencia moral; la regulación de requisitos para conformar la comisión especial parlamentaria de elección de miembros del TC; la ampliación del número de magistrados; la extensión del período y la renovación parcial de jueces; entre otros.

Finalmente, si bien consideramos que es un aspecto central en la reforma antedicha, es indispensable que en el presente proceso de elección se tome en cuenta la participación femenina en la conformación del colegiado. No es coherente con un modelo democrático que, desde la aparición del Tribunal de Garantías Constitucionales hasta el TC actual, hayamos tenido solo dos mujeres de un total de cuarenta y seis magistrados. Ya existen experiencias, cercanas a la peruana, donde hay obligación de considerar cuotas femeninas o criterios de paridad en los tribunales constitucionales, como es el caso de Colombia[2] (en la terna que presenta el presidente de la República), Ecuador[3] (su Constitución impone que en la Corte Constitucional se procure la paridad entre hombres y mujeres) y Bolivia[4] (su Tribunal Constitucional Plurinacional, por mandato constitucional, está integrado por “magistradas y magistrados”). En ese sentido, no puede dejar de observarse que el Tribunal Constitucional requiere estar dotado de una impostergable vocación plural al momento de interpretar las disposiciones constitucionales que recaerán, en muchos casos, en los cambios de paradigmas de la sociedad en la que tiene lugar.

[1] Abogado por la Pontifica Universidad Católica del Perú. Máster en Derecho Parlamentario por la Universidad Complutense de Madrid y magíster en Derecho Constitucional por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Profesor en la Escuela de Posgrado de la Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas (UPC) y asesor principal del Congreso de la República.

[2] Artículo 2 del Decreto 537 de 2015.

[3] Artículo 434 de la Constitución del Ecuador.

[4] Artículo 197.1 de la Constitución boliviana.

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