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En respuesta a algunos argumentos para oponerse al Acuerdo de Escazú | Nicolás Boeglin

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La enseñanza de derecho internacional público conlleva algunas ventajas con relación a otras ramas específica de la Ciencia Jurídica, al permitirnos compartir criterios con nuestros colegas de otras latitudes, sobre un sinnúmero de temas de muy diversa índole usando los mismos parámetros legales: a diferencia de nuestros colegas penalistas o constitucionalistas o especializados en álgidos temas de derecho administrativo, que no siempre conocen con exactitud el marco nacional en el que se desenvuelven sus demás homólogos, en derecho internacional público usamos las mismas herramientas que derivan del ordenamiento jurídico internacional, de la práctica internacional y de la jurisprudencia internacional, así como de estudios o monografías que sistematizan las reglas vigentes en  los más diversos temas del derecho internacional público.

Es así como un internacionalista colombiano, chileno, paraguayo o peruano comparte con su colega argentino, mexicano o costarricense la misma guía de lectura; guía de la que puede adolecer un penalista chileno,  al no siempre tener conocimiento de la complejidad del ordenamiento jurídico costarricense en materia penal, para citar tan solo un ejemplo.

De alguna manera, los que nos dedicamos al derecho internacional público usamos un solo y mismo marco legal, y ello constituye un privilegio si nos comparamos con otros colegas especializados en otras ramas de la ciencia jurídica que se desenvuelven dentro de un ordenamiento nacional propio y específico.

Al haberse observado en las últimas semanas una serie de argumentos jurídicos defendidos por algunos círculos políticos en varias partes de América Latina en contra el Acuerdo de Escazú relacionados con reglas propias del derecho internacional público, nos permitiremos en las líneas que siguen analizar su fundamento.

Efectos de la firma  de un tratado

Como bien se sabe, un Estado debe primero firmar un tratado internacional y luego proceder a su aprobación. Sin firma, el procedimiento de aprobación – usualmente en manos del Poder Legislativo – no tiene cómo iniciar. Pero ¿qué consecuencias conlleva la firma de una convención internacional en derecho internacional? Los efectos jurídicos de la simple firma de un tratado internacional como el Acuerdo de Escazú (véase texto completo de sus 26 artículos), derivan de las mismas reglas aplicables, que son las mismas para todos los Estados. Contrario a lo oído en Chile en semanas recientes por parte de sus máximas autoridades y en Colombia (hasta diciembre del 2019), la simple firma de un tratado internacional no conlleva mayor obligación para el Estado firmante. Así lo establece la misma Convención de 1969 sobre Derechos de los Tratados de 1969, en su artículo 18 titulado “Obligación de no frustrar el objeto y el fin de un tratado antes de su entrada en vigor”,  al señalar únicamente que con su firma, el Estado se compromete a no ir en contra del fin y del objeto del tratado como tal. ¿Chile y Colombia (hasta diciembre del 2019) acaso tenían la intención de atentar contra el fin y el objeto del Acuerdo de Escazú? La pregunta hecha permite valorar algunos argumentos defendidos, incluso por colegas del departamento legal de una de las dos cancillerías que omitiremos mencionar (ello de manera a no causar mayor sonrojo al causado). Con relación al fin y al objeto del Acuerdo de Escazú, están contenidos en el preámbulo del texto como tal, y en el artículo primero,  cuya lectura se recomienda, en particular a quiénes siguen empecinados en sostener que la simple firma de este acuerdo resulta “riesgoso”.

El supuesto riesgo de ver a un Estado demandar a otro

Estas mismas herramientas comunes para quienes estudiamos y enseñamos el derecho internacional público permiten, de igual manera, afirmar que, a diferencia de lo oído en Chile, Colombia o Perú en estos últimos tiempos, un tratado internacional como el Acuerdo de Escazú suscrito en el 2018 en Costa Rica no abre la puerta para demandas de Estados contra otros Estados por incumplir obligaciones en las  diversas materias cubiertas por dicho Acuerdo.

Sobre este preciso punto, es menester precisar que el Acuerdo de Escazú es un acuerdo suscrito entre Estados, pero que no establece obligaciones sustantivas y derechos entre Estados: se limita a enunciar en la mayoría de sus disposiciones (artículos 1 a 10) una serie de obligaciones y de compromisos que cada Estado, dentro de su territorio y con relación a las personas que viven bajo su jurisdicción, se compromete a implementar.

Desde este punto de vista, el Acuerdo de Escazú se asemeja bastante a un tratado de derechos humanos. Si alguna duda persiste con relación a un supuesto “riesgo” de verse demandado por otro Estado (a la que han contribuido algunos juristas y académicos),  podemos formular las siguientes preguntas: ¿cuándo fue, en América Latina, que un Estado en el que se violaban los derechos humanos contenidos en la Convención Americana de Derechos Humanos fue demandado por otro Estado? O bien, en el ámbito universal esta vez, ¿cuándo fue que un Estado latinoamericano fue llevado por otro ante el Comité de Derechos Humanos de Naciones Unidas por incumplir alguna disposición del Pacto Internacional sobre Derechos Civiles y Políticos? Las respuestas a estas preguntas (bastante sencillas) permiten apreciar mucho mejor la posibilidad de que este supuesto “riesgo” utilizado una y otra vez por los detractores al Acuerdo de Escazú, ocurra alguna vez.

En cuanto a la Corte Internacional de Justicia (CIJ) que se menciona en el Acuerdo de Escazú, una pregunta muy similar se impone ante lo afirmado públicamente por algunos colegas estudiosos del derecho y que siguen, por alguna razón, sosteniendo que existe un riesgo de ser llevados ante la CIJ  en caso de ratificarse el Acuerdo de Escazú: ¿cuándo fue que un Estado de América Latina entabló una demanda contra otro Estado ante la CIJ por violar disposiciones contenidas en una convención sobre derechos humanos? Instamos a nuestros lectores detractores del Acuerdo de Escazú a citarnos un solo caso como el mencionado en la historia de la jurisprudencia de la Corte de La Haya (que, como bien se sabe, funciona desde 1945).

Es por lo tanto absolutamente incorrecto sostener que, mediante el Acuerdo de Escazú, un Estado se arriesga a verse demandado por otro por incumplir sus disposiciones: dicho esto, llama poderosamente la atención el hecho que sean reconocidos analistas y académicos quiénes defiendan, por alguna extraña razón, semejante argumento.

A modo de conclusión

Estos y muchos otros argumentos defendidos por los opositores al Acuerdo de Escazú, y que no resisten a  un análisis jurídico básico desde la perspectiva del derecho internacional público, son los que explican que tanto en el congreso chileno como en el congreso colombiano, paraguayo y peruano, bancadas políticas se muestren frontalmente opuestas al Acuerdo de Escazú.

No nos tomaremos el tiempo de discutir, desde el punto de vista legal, la insólita decisión del Ministerio de Relaciones Exteriores de Paraguay, al retirar en diciembre del 2019 el proyecto de aprobación del Acuerdo de Escazú después que la Iglesia paraguaya relacionara este acuerdo al aborto,  en aras de no ofuscar  a nadie en la hermosa tierra guaraní a la que le guardamos tanto cariño.

No obstante, lo ocurrido en Paraguay evidencia el nivel de creatividad y de imaginación desplegada por quiénes han orquestado en América Latina una verdadera campaña de desinformación y de descrédito con relación al contenido del Acuerdo de Escazú. En Colombia, recientemente, el equipo de La Pulla elaboró un video titulado “La nueva trampa que nos quieren hacer los congresistas“ (véase enlace), el cual responde precisamente a la creatividad e imaginación antes mencionadas, desmenuzando de manera extremadamente ingeniosa muchos de los argumentos oídos no solamente en Colombia, sino en muy diversas latitudes del continente americano, en contra del Acuerdo de Escazú.

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