*Renzo E. Saavedra Velazco
Unidad 4
- Realidad comercial y carácter instrumental del contrato.
En la primera entrada se hizo hincapié en que los seres humanos nos encontramos aquejados por una diversidad de necesidades (sean homogéneas, sea heterogéneas). Ante ello, la interacción se erige en la principal estrategia (de mercado) para la satisfacción de estos intereses privados, toda vez que cada persona posee un «set» de aptitudes y habilidades capaces de cubrir las preferencias individuales, respetando las restricciones que enfrentan los involucrados. Recuérdese, no todas las necesidades humanas son universales o incluso siéndolas tienen perfiles peculiares.
Así, resulta innegable que todas las personas sienten la necesidad de satisfacer urgencias como la sed o el hambre, lo discutible es si todos optaremos por las mismas vías para lograr satisfacerlas.
Digamos que cierto individuo tiene la necesidad de escribir un mensaje sobre una hoja de papel, para ello requiere de una herramienta apta para dicha labor, esto es, un lapicero o un lápiz. Ambos bienes[1], como es obvio, resultan aptos para satisfacer en abstracto la necesidad universal citada, y, si se piensa un poco más en ello, uno caerá en la cuenta de que el lapicero o el lápiz son bienes de carácter fungible. ¿Esto es importante? Creo que sí.
Los bienes destinados a satisfacer necesidades universales se pueden calificar como homogéneos o fungibles. La razón: los potenciales adquirentes buscan bienes que poseen sistemáticamente las mismas características, por lo que el proveedor replicará en masa tales bienes. Esto tiene un doble orden de beneficios para los involucrados. Por un lado, los beneficios para el proveedor se centran en: (a) la reducción de los costos incurridos en la elaboración del bien y (b) la reducción del costo de las inversiones necesarias para identificar las cualidades «deseadas» por los consumidores. Por otro lado, los beneficios para el adquirente se centrarán en: (a) la reducción de los costos anexos a adquirir información sobre el bien y (b) la reducción de los costos anexos a la determinación del precio al cual adquirirá el bien.
No se me malinterprete. No niego que los adquirentes, en una gran cantidad de ocasiones, buscan adquirir bienes que posean características particulares debido a que su necesidad concreta resulta distinta a la experimentada por el grueso de la humanidad. Esto explica, con facilidad, porque en el mercado existen lapiceros de distintas calidades y cualidades[2].
Si volviésemos a los bienes homogéneos encontraremos que los beneficios obtenidos por quien los provee suelen ser reducidos. La afirmación se comprende cuando se entiende que en todos los mercados se compite por calidad o precio. Dado que en los bienes homogéneos no se produce una lucha por calidad (si así lo fuese los bienes dejarían de ser homogéneos), la competencia se tendrá que centrar en el precio.
Con todo lo dicho se tiene el sustrato para comprender la contratación masiva. Este mecanismo de contratación se desarrolló justamente para: (a) comercializar bienes que adquirieron un nivel alto de homogeneidad y (b) facilitar intercambios que se repiten sistemáticamente en el mercado bajo condiciones equivalentes. Si, como se anticipó, el beneficio económico del proveedor se acerca al costo marginal del producto, vale decir, compensa únicamente el costo de oportunidad del capital; realizar negociaciones específicas en cada caso podría eliminar todo su margen de beneficio. Ante ello, el proveedor resguarda su margen de beneficio implementando contratos estandarizados.
Si se prefiere, la estandarización en la producción de los bienes y servicios se explica en el carácter universal de necesidades humanas. La estandarización en la producción de contratos se explica en el carácter homogéneo de los bienes y lo masivo de las transacciones. Adviértase que no sólo es una necesidad del proveedor estandarizar el contrato sino que el adquirente no tiene necesidad de asumir costos por condiciones que el mercado ya uniformizó y para obtener información que ya posee, justamente por el carácter su necesidad y de los bienes.
En síntesis, la contratación masiva ratifica, una vez más, el carácter instrumental del contrato. En los contratos denominados «paritarios», la negociación es el camino que recorren las partes para obtener información (sea del bien, sea de la contraparte) y ajustar el contenido del contrato a sus necesidades; por su parte, en la contratación masiva las ventaja de la negociación se diluyen hasta casi extinguirse justamente porque no se realizan ajustes al contenido contractual (porque ello no es necesario) y no se obtiene información «desconocida» (o, si se prefiere, su valor no compensa su costo)[3]. Así, el mecanismo de contratación a utilizarse es una consecuencia de las características económicas que subyacen a la transacción.
- Contratos por adhesión.
En el acápite precedente acredité que la contratación masiva responde a las peculiaridades de las necesidades individuales de las partes, las cualidades del bien ofrecido y la exigencia de reducir los costos del integro proceso de contratación (impactando en el margen de beneficios de las partes)[4]. Ante tal realidad, en el derecho de los contratos se han perfilado dos herramientas: los «contratos por adhesión» y las «cláusulas generales de contratación».
Los «contratos por adhesión» implican que una de las partes, por lo general quien se compromete a transferir el bien o prestar el servicio, controla el integro proceso de redacción del contrato.
Dado que en estos contratos una de las partes asume la redacción del texto contractual se le exige claridad. Esta exigencia es una extensión lógica del principio de que los contratos nacen para llegar a término. Así, si la parte que redacta el contrato incorpora pasajes ambiguos u obscuros impedirá la ejecución regular o sentará las bases para una futura controversia. Con el objeto de alentar a los proveedores a adaptar sus prácticas de redacción contractual se forjó un criterio interpretativo, el cual sostiene que cualquier ambigüedad u obscuridad en el contrato será interpretada en contra de quien redactó el documento (o «interpretatio contra stipulatorem»).
Bien vistas las cosas, el criterio interpretativo bajo análisis también es una derivación del principio de que nadie puede alegar en su favor su propia torpeza[5] (o «nemo auditur propiam turpitudinem allegans»). Si se amparase una interpretación favorable a quien, con su conducta, provocó la mala redacción del contrato no sólo se estaría incentivando conductas estratégicas destinadas a incluir este tipo de cláusulas, sino que se permitiría que obtenga un beneficio aquel que con su impericia o malicia abrió la puerta a un conflicto.
En última instancia, la parte que no participa en la redacción del contrato enfrenta la disyuntiva de elegir si contrata en las condiciones que se le ofrecen. Queda claro que el «contrato por adhesión» preexiste a la relación que pretende establecerse entre las partes y esto es así porque quien se encarga de predisponer el contrato lo hace por una necesidad inherente a su operación comercial. Esta circunstancia explica por qué surge el debate en torno a si existe una situación de supremacía informativa, económica o legal del predisponente por sobre quien sólo puede aceptar o rechazar las condiciones ofrecidas, lo cual será examinado en lo sucesivo.
- Cláusulas generales de contratación.
Las «cláusulas generales de contratación» son una vía intermedia entre el «contrato paritario» y el «contrato por adhesión». Sí, al igual que en el «contrato por adhesión», se reduce los costos de la negociación predisponiendo el texto contractual, pero al propio tiempo se reconoce la posibilidad de suprimir o modificar algunas condiciones con el objeto de ajustar el contrato a los estándares o necesidades de la contraparte. Lo dicho se comprende en la medida que las «cláusulas generales de contratación» se integran a aquello que resultan ser las condiciones específicas de la operación que se pretende llevar a cabo.
Es usual que en nuestros días, el proveedor de cierto bien predisponga las cláusulas por las que se obligará, las cuales en gran medida se circunscriben a condiciones de carácter legal (asignación de riesgos, costos y responsabilidades); reservando a la oferta que se emitirá las materias comerciales y/o la regulación ad hoc. No negaré que con esta estructura se replican las preocupaciones que se esbozaron en el acápite precedente, aunque cabría precisar que quien no redactó estas «cláusulas generales» tendrá un margen de responsabilidad y libertad superior a su par en los «contratos por adhesión«; y, en esa medida, tendría que implementar mecanismos para tutelar sus intereses con mayor énfasis. De no hacerlo, creo, el sistema jurídico debiera negarle cualquier remedio a menos que exista una buena razón para alegar que el modus operandi implementado impedía (o tornaba excesivamente oneroso) un comportamiento distinto.
El razonamiento subyace a la aprobación administrativa de las cláusulas generales de contratación. Esta exigencia tiene por propósito que un organismo del Estado sea quien examine el equilibrio de las condiciones ofrecidas y sustituya a la contraparte en la revisión del contrato. Si se prefiere, esta exigencia se trata de la centralización de la revisión y aprobación de la lógica legal y económica de las cláusulas generales, las cuales en otro contexto se habrían evaluado de manera descentralizada (esto es, en el mercado) o durante la negociación paritaria. Dado que en estos casos se asume que la evaluación descentralizada es insuficiente (las condiciones estandarizadas son de cariz complejo y no al alcance del grueso de los consumidores) y el examen concreto imposible (los individuos no tienen un período de negociación que lo permita), un organismo administrativo suple este rol y procura reducir los costos de transacción asumidos por los consumidores, quienes se concentrarán únicamente en los aspectos de la oferta que se adapten en concreto a sus necesidades.
- Cláusulas vejatorias.
Se entienden por «cláusulas vejatorias o abusivas» a las condiciones que desequilibran el contrato, al trasladar, sin algún tipo de compensación (no necesariamente económica), los costos, riesgos o responsabilidades que de éste derivan. Así, se trata de cláusulas que en términos usuales no serían aceptadas sin algo en contrapartida, pero que llegan a ocurrir cuando quien las ofrece ostenta una posición de preeminencia económica, legal o informativa.
En definitiva, se trata de cláusulas en las que, de manera indirecta, se cuestiona el consentimiento otorgado, el cual habría sido alcanzado afectando la libertad de la contraparte o aprovechando sus limitaciones. Esto explica por qué un segmento de académicos considera a estas cláusulas, sea de manera explícita o no, como manifestaciones de un defecto volitivo y por extensión de un tipo de vicio de la voluntad.
Otro segmento de académicos, sobre todo aquellos que forman parte del mainstream del Law & Economics (o apelan a sus razonamientos), niegan la existencia de estas cláusulas. El argumento no es complejo: mientras que el consumidor aceptante sea libre de decidir no existe razón legal para que cuestionar la transacción y no es aconsejable exigir que el consumidor adquiera niveles muy altos de información, toda vez que el margen de beneficios anexos a tal conocimiento es bajo en comparación con sus costos. En consecuencia, si el mercado es lo suficientemente profundo, el consumidor desplazaría su consumo a favor de los proveedores que no exigen estas cláusulas; y si no existe un mercado profundo, pero no existen barreras de acceso, se generarán los incentivos para que ingrese un nuevo agente económico que cubra ese espacio.
Ambas posiciones tienen sus defectos. La primera posición, creo, no toma en cuenta los fines de la contratación masiva y minimiza el valor (no sólo económico) de la reasignación de costos, riesgos y responsabilidades que las partes llevan adelante. La segunda posición, exacerba el poder corrector del mercado en ciertas circunstancias[6]. No niego que el mercado pueda hacerlo, pero sucederá si existe un margen significativo de competencia real o al menos de competencia potencial; y aún en estos casos, la corrección aludida puede tomar tiempo, sobre todo si los participantes incurren en conductas paralelas o implementaron carteles.
Imagen obtenida de: https://bit.ly/2SbtiPz
* Abogado por la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP). Profesor de Derecho Civil y Law & Economics en la PUCP, Universidad del Pacífico y Universidad de Lima. Candidato a Doctor en Derecho por la PUCP. Asociado Senior de Hernández & Cía. Miembro de la Asociación Latinoamericana e Ibérica de Derecho y Economía (ALACDE), la American Society of Comparative Law y del Centro di Studi sull’America Latina de la Universidad de Boloña. Árbitro inscrito en la nómina del Centro de Arbitraje PUCP.
[1] En lo sucesivo aludiré a «bien» en términos amplios por lo que incluirá también a los servicios.
[2] Como se sabe, las dos (2) estrategias básicas de competencia son: (a) precio y (b) calidad. La primera estrategia tiende a implementarse respecto de bienes fungibles (necesidades universales), mientras que la segunda estrategia se implementa en el caso de bienes infungibles (necesidades ad hoc).
[3] Stigler, George J., The economics of information, en Journal of Political Economy, vol. LXIX, núm. 3, 1961, pp. 213-225.
[4] Schwartz, Alan y Scott, Robert E., Contract theory and the limits of contract law, en Yale Law Journal, vol. CXIII, núm. 3, 2003, pp. 541-619.
[5] El principio ha sido reconocido por el Tribunal Constitucional en la sentencia recaída en el Expediente N°00394-2013-PA/TC.
[6] Kornhauser, Lewis A., Unconscionability in standard forms, en California Law Review, vol. LXIV, núm. 5, 1976, pp. 1151-1183.