Por Gustavo Rodríguez García, titular de Rodríguez García Consultoría Especializada y profesor de derecho de la competencia, protección al consumidor, propiedad intelectual, regulación, competencia desleal, publicidad y análisis económico del derecho. Es abogado por la PUCP, magister por la Universidad Austral de Argentina, fue Summer Scholar por The Coase-Sandor Institute for Law and Economics de la Escuela de Leyes de la Universidad de Chicago y participó en el Fashion Law Bootcamp organizado por el Fashion Law Institute de Fordham University en New York. La prestigiosa publicación Chambers and Partners lo considera en su ranking para el 2017 para Perú en las secciones “intelectual property” y “competition / antitrust”.
El 12 de junio leí una columna de autoría del señor Carlo Magno Salcedo titulada “El consumidor tal cual es” (Diario Exitosa). En dicha columna, su autor, luego de referirse a quienes propugnamos el estándar de consumidor razonable, sostiene que “(…) en un país como el Perú, con tantas carencias sociales, económicas y culturales, es interesado e hipócrita sobreexigir al consumidor”. Ciertamente discrepo pero ello no justificaría, normalmente, una respuesta como la que planteo en este espacio. Sin embargo, siendo uno de los que ha defendido –como ya adelanté- el estándar de consumidor razonable en el Perú, me siendo de algún modo aludido –aunque asumo que esa no ha sido la intención- con las menciones “interesado” e “hipócrita” que el señor Salcedo emplea en su ya citada columna.
Dicho ello, me parece que su columna abre un debate interesante y es una oportunidad magnífica para aclarar conceptos. La posición que plantea el señor Salcedo sobre el tema de fondo en su columna es absolutamente respetable y, debo decir, resulta oportuna por invitar, de algún modo, a una reflexión más profunda sobre un tema tan relevante. El ejercicio que planteo a continuación se enmarca estrictamente en este contexto de sana reflexión crítica y no pretende, ni por asomo, polemizar por el simple hecho de hacerlo.
El señor Salcedo se refiere al planteamiento de Juan Manuel Sosa por lo que, me parece, conviene referirse directamente a éste. En un muy interesante trabajo titulado “Una mirada constitucional a la defensa del consumidor, con especial referencia a la jurisprudencia del Tribunal Constitucional” publicado en el Libro “Ensayos sobre Protección al Consumidor en el Perú” publicado por la Universidad del Pacífico en el 2011, el señor Sosa plantea que: “(…) al consumidor que se protege constitucionalmente es al que existe tal cual es. La Carta no protege a los consumidores –ni en general a los seres humanos- como quisiéramos que deberían ser (…)”. Antes de señalar ello, Sosa adelanta que: “(…) asumir el estándar irreal de “consumidor razonable” como sujeto protegido, en la práctica implica desamparar a la mayoría de ciudadanos, lo que contradice abiertamente a la Constitución”.
Lo expuesto por Sosa, y replicado por Salcedo, tiene algo de cierto. En efecto, es cierto que el estándar es irreal en el sentido de que es indudable que no todos los consumidores se comportan razonablemente. Pese a ello, intuyo que los consumidores son más razonables de lo que Sosa y Salcedo creen. No encuentro sustento para creer que los consumidores se equivocan sistemáticamente y que incluso cuando lo hacen sean incapaces de aprender de sus errores.
Mis discrepancias estrictamente académicas son éstas: el artículo 65º prescribe: “El Estado defiende el interés de los consumidores y usuarios. Para tal efecto garantiza el derecho a la información sobre los bienes y servicios que se encuentran a su disposición en el mercado. Asimismo vela, en particular, por la salud y la seguridad de la población”.
Como podrá apreciar el lector, el artículo 65º de la Constitución no alude expresamente a estándar alguno de consumidor protegido. La clave, sin embargo, para interpretar (extraer) el estándar que mejor se ajusta a lo prescrito por la Constitución es dar una comprensión adecuada a la frase “defiende el interés de los consumidores y usuarios”. Una lectura superficial de esta frase podría llevar a sostener que la forma en la que se defiende el interés de los consumidores es dándoles la razón. Ello, sin embargo, no es exacto.
Defender el interés del consumidor implica, precisamente, coadyuvar a que este sujeto adopte decisiones de consumo que satisfacen sus expectativas y necesidades. Lo que Sosa y Salcedo no analizan –o, al menos, yo no he advertido semejante análisis- es el significado de la frase “interés del consumidor”. El consumidor ciertamente tiene un interés económico (pagar el menor precio posible) pero también puede tener interés por tutela (que se le ofrezca protección frente a alguna práctica empresarial). Deconstruir la palabra “interés” no es tan sencillo como parece dado que, en general, los consumidores tienen intereses en conflicto: el consumidor puede pagar menos si se desmontan todas las protecciones o salvaguardas que el proveedor debe observar.
En segundo lugar, es sencillo olvidar que todos realmente somos consumidores y proveedores de algo. Es curioso que en un discurso humanista se pretenda trazar una línea divisoria imposible entre dos tipos o clases de seres humanos: el consumidor y el proveedor (como si un sujeto fuera inherentemente consumidor y otro fuera inherentemente proveedor).
Dado que el interés del consumidor es múltiple, no es posible salvaguardar tal interés adoptando una noción estrecha de éste. ¿Es que acaso el consumidor quiere protecciones sin importar el precio que deban pagar? Cuando Sosa parece asumir que el interés del consumidor se sirve pensando en “tutela absoluta en cualquier escenario” adopta, a nuestro juicio, una posición reduccionista de la palabra “interés” que, en los hechos, lesiona el interés (en sentido amplio) del consumidor. La Constitución no distingue qué interés pesa más que el otro y no encontramos razón alguna para distinguir en donde no existe distinción alguna.
Cuando se acepta tutelar a un consumidor que no actúa razonablemente, se acepta que, en los hechos, el consumidor diligente subsidie a quien no lo es. Ello elimina todo incentivo para la diligencia, encarece la actuación de los proveedores y termina traduciéndose en precios altos para todos. En otras palabras, lesiona el interés de todos los consumidores ya sea porque unos pagan más o porque otros (los más pobres), no podrán acceder a un producto encarecido. ¿Eso no lesiona el interés del consumidor?
Si uno eleva los estándares que debe cumplir un producto o exige más información en las etiquetas, ¿no es previsible que el consumidor tenga que pagar por ello de alguna manera? Salcedo culmina su columna señalando que “(…) las potestades económicas deben estar subordinadas a los derechos”. Me permito destacar, sobre dicho punto, que los derechos implican costos (públicos y privados) y que no hay nada más lesivo del interés del consumidor que obligarle a pagar por algo que realmente no le interesa pagar.
El estándar de consumidor razonable se ajusta más a la salvaguarda del interés plural del consumidor porque reconoce que existe tanto un interés económico como un interés en protección específica en ciertos casos. No creo que la posición aquí planteada sea interesada e hipócrita pero, en todo caso, es un juicio que el lector deberá hacer atendiendo a los argumentos aquí vertidos. Creo, no obstante, que el consumidor de carne y hueso… quien camina por la calle y debe tomar decisiones difíciles en varios momentos de su vida, es uno al que en términos realistas no le sobra la plata. Es uno a quien le interesa obtener más opciones de consumo al menos precio posible. Precisamente ante esta realidad, quienes defienden un estándar de tutela más bajo parecieran, en verdad, pretender una tutela al consumidor tal cual no es.