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Derechos humanos, costos y beneficios

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Una reciente nota del profesor de la Universidad de Chicago Eric A. Posner en Slate, sobre por qué EE.UU. no debería firmar tratados para la defensa de las personas discapacitadas ha regresado a mi mente una pregunta que vengo haciéndome desde hace algún tiempo: ¿son los tratados de derechos humanos eficientes? En otras palabras, acaso el sistema de defensa de los derechos humanos, lleno de tratados y convenciones, ¿cumple en la realidad su cometido de mejorar la calidad de vida de las personas?

La evidencia me hace pensar que no lo son y que, más bien, en algunos casos, cumplen incluso el rol contrario. En otras palabras, los supuestos beneficios intencionales que generan los tratados de derechos humanos, parecen ser superados por sus costos no intencionales. Significando esto que el sistema es ineficiente.

Empezaré mi análisis partiendo de una premisa que considero fundamental; encuentro que los tratados de derechos humanos son, muchas veces, contradictorios entre sí. Si se pretende defender la libertad, entonces no se puede promover la igualdad en términos de riqueza. Si se defienden los derechos laborales, entonces en cierta medida se deben violar los derechos de propiedad y viceversa. Eso, en mi opinión, genera que el cumplimiento de estos tratados termine siendo antojadizo y que algunos países muy pobres se jacten del nivel de igualdad patrimonial que han alcanzado (que ciertamente no mejora la calidad de vida de sus habitantes) y que otros más bien de la prosperidad que han logrado, gracias a libertad que han defendido, siendo en términos de ingresos bastante desiguales. Dejo constancia de que yo considero que los derechos humanos que deben ser defendidos principalmente son la vida, la propiedad y la libertad y que varios de los recogidos en estos tratados no son derechos en realidad, pero no es materia de este artículo, y será discusión de otro momento.

A esa inconsistencia se le suma, como bien indica Posner en la nota reseñada, que los países que firman este tipo de tratados tienden a asumir algunos costos para su cumplimiento que no necesariamente los benefician, considerando que toda decisión implica un trade-off y que lo que se gasta en una cosa no se puede gastar a la vez en otra. No hay almuerzo gratis. Por ejemplo, si un país pobre decidiese firmar un tratado para la defensa de las personas discapacitadas, entonces tendría que dedicar recursos a hacer rampas y elevadores para facilitar el desplazamiento de los inválidos, cuando probablemente la mayoría de éstos ni siquiera tenga sillas de ruedas con las cuales desplazarse y utilizar esas rampas y elevadores. Nótese además que tal país no estaría usando esos recursos en combatir la pobreza, que podría considerarse una prioridad más grande. Este tipo de limitaciones de actuación (costos en términos económicos) que imponen este tipo de tratados sobre los países pueden hacer que tengan que destinar recursos a bienes que, considerando los problemas de cada país, podrían no ser los más importantes. Más aún, otro costo que imponen estos tratados es tener que consultar con otros países la modificación de leyes internas que versen sobre los temas regulados en los tratados.

Algún defensor de los derechos humanos diría que estos son fundamentales porque sirven de freno a los abusos de las dictadoras o de los países autoritarios que se ven compelidos por ellos a no abusar del poder que detentan. Sin embargo, la evidencia parece contradecir este argumento. Parece, como veremos, que más bien estos tratados sirven de propaganda para ocultar las atrocidades que esos países cometen. Posner ha recogido evidencia del Human Rights Watch’s 2012 World Report que demuestra cómo países que han firmado este tipo de tratados los violan sistemáticamente. Uzbekistán, que es parte de una convención en defensa de los niños, tiene programas promovidos por el gobierno para el trabajo de niños. Arabia Saudita, parte de una convención contra la discriminación contra la mujer, prohíbe que las niñas y mujeres de todas las edades puedan viajar, estudiar o trabajar sin permiso de sus guardianes varones. Vietnam, que dice garantizar las libertades políticas gracias a que firmó un tratado en sentido, viola sistemáticamente el derecho a la asociación, expresión y libertad de expresión. China firmó un tratado contra la tortura, pero no parece haberla detenido. Nigeria es parte de una convención que condena la discriminación racial y étnica, sin embargo tiene políticas que discriminan a quienes no pueden rastrear sus ancestros a lo que se dice son los habitantes originales. En fin, los ejemplos son muchísimos y muy tristes.

La evidencia parece demostrar que muchas veces estos tratados, lejos de promover el respeto de los derechos de las personas, sirven para que los países que violan sistemáticamente estos se escuden en ellos y los utilicen como propaganda internacional para ocultar sus abusos y barbaries. Ese costo debe ser tenido en cuenta al sopesar los supuestos beneficios que realmente generan estos tratados.

Es mi impresión, además, que quienes tienen más incentivos para firmar este tipo de acuerdos son ese tipo de países que tienden a violar los derechos humanos y nos los democráticos que, probablemente, respetan los derechos humanos porque sus instituciones y leyes así lo establecen y no porque se sientan compelidos por los tratados que han firmado.

Parece ser el caso que, haciendo un análisis costo-beneficio propio de la Escuela de Chicago, nos damos con que los costos no intencionales que generan estos tratados (servir como escudo justamente para la violación de tales derechos) superan los beneficios intencionales de éstos, en este caso, que tales derechos sean protegidos. Por los que los considero, hasta que obtenga evidencia en contrario, ineficientes.

Abogado, Universidad de Lima. Máster en Derecho (LL.M.), University of Chicago Law School. Profesor de Análisis Económico del Derecho, Contratos, Teoría Legal, Economía y Medio Ambiente, y Libre Competencia en la Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas, Universidad de Lima y Pontificia Universidad Católica del Perú. Miembro de la Mont Pelerin Society. Investigador Asociado de la Fundación para el Progreso (Chile).

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