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¿Cómo limitamos el derecho a la protesta?

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Por: Fernando Loayza Jordán. Alumno de cuarto ciclo de la Facultad de Derecho de la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP). Miembro de la Comisión de Publicaciones de la Asociación Civil Ius Et Veritas.


“Es hora de aullar, porque si nos dejamos llevar por los poderes que nos gobiernan, y no hacemos nada por contrarrestarlos, se puede decir que nos merecemos lo que tenemos”

José Saramago

 

Este año ha sido especialmente convulsionado en cuanto a protestas sociales y movilizaciones. Imágenes de tomas de carreteras, marchas y plazas tomadas han sido recurrentes en nuestros diarios. Los daños económicos producto de estas movilizaciones son innegables. El costo de un hospital parado o de una carretera bloqueada es obvio. Ante esta situación ha surgido con notable fuerza una corriente de opinión clamando por mano dura por parte del gobierno. Orden y seguridad, reclaman. Algunas de las voces más duras han pedido la captura de los dirigentes sociales o la intervención del ejército.

El gobierno, a mi parecer, no ha optado por un giro de corte enteramente autoritario, pero si ha recogido muchas de las opiniones a favor de una política de “mano dura”. De este modo, el gobierno ha optado muchas veces por combatir las protestas sociales mediante la declaración de estados de emergencia. Asimismo, en los últimos años se ha promovido legislación que regulé más estrictamente la protesta social, afortunadamente, sin tanto éxito. Si bien la regulación es necesaria para el ejercicio razonable y proporcional de los derechos, temo que ante la convulsión que atraviesa nuestro país y la creciente conflictividad social, el gobierno podría optar por regular de forma excesivamente rígida determinados derechos fundamentales, vulnerando sus núcleos esenciales.

Es necesario tener en cuenta que las movilizaciones y otras clases de manifestaciones de carácter reivindicatorio involucran el ejercicio de derechos fundamentales protegidos por la Constitución (y en consecuencia, también por instrumentos internacionales relativos a la protección de derechos humanos). Si bien la protesta no está establecida como derecho fundamental en sentido estricto, ésta se ejerce bajo la tutela de otros derechos fundamentales tales como la libertad de expresión, la libertad de reunión, la libertad de asociación y el derecho de petición.

La importancia del derecho a la protesta no sólo proviene de la tutela constitucional de su ejercicio sino porque debemos entenderlo como una concreción de la libertad política propia de un sistema democrático. En ese orden, la protesta implica no sólo el disenso necesario en toda democracia, sino permite generar canales de comunicación extra institucionales, permitiendo la participación de la sociedad civil en la toma de decisiones estatales. Es pues una herramienta útil no sólo para los grupos que pretenden determinadas reivindicaciones, sino también para el gobierno, que recibe retroalimentación necesaria para legitimar sus políticas.

Por lo anterior, la protesta como herramienta de reafirmación democrática es tanto más importante en países como el nuestro, donde la institucionalidad es débil y los canales de comunicación tradicionales son defectuosos y burocráticos. Un país de democracia precaria como el nuestro necesita reforzar continuamente el rol de la sociedad civil recordando siempre que, como diría Bobbio, la democracia implica una lucha contra el poder desde arriba en nombre del poder desde abajo y contra el poder concentrado en nombre del poder distribuido. Es decir, nada más democrático que la sociedad civil manifestándose como ciudadanos de a pie (poder desde abajo) y como masa popular (poder distribuido).

Reconociendo la importancia de la movilización social, el sistema internacional de los derechos humanos ha entendido que cualquier limitación a la protesta “debe responder a una rigurosa justificación” y solo por las causales y con las condiciones establecidas en los tratados internacionales.

De esta forma, existe reiterada jurisprudencia internacional respecto al cuidado legislativo que se debe tener al regular el derecho a la protesta. En esa línea, la Corte Europea de Derechos Humanos ha establecido que los límites a la libertad de expresión y al derecho a reunión únicamente se justifican cuando: “(1) se encuentran establecidas por ley; (2) con el objetivo de proteger la seguridad nacional, la seguridad pública, la salud o la moral, los derechos y libertades ajenos; y (3) siempre y cuando se trate de restricciones necesarias en una sociedad democrática, esto es, cuando sea una medida proporcional”[1].

Podemos concluir pues que el gobierno no puede invocar cualquier razón para restringir o prohibir la protesta. Por ejemplo, dentro de los argumentos que un Estado no puede invocar se encuentran las razones de contenido y la asimilación inmediata entre movilizaciones y atentados contra el orden público o la seguridad nacional.

Sobre la asimilación automática entre movilizaciones y desórdenes que afecten el orden público, la carga de la prueba se atribuye al Estado. No es posible que las manifestaciones se prohíben o limitan sobre la base de referencias vagas y genéricas al orden público o la seguridad nacional, sin que existan razones suficientes para comprender cómo es que estos bienes jurídicos se ven afectados. Lamentablemente, muchas veces al gobierno no le queda claro que estos conceptos no son abstracciones que pueden rellenar para defender la postura política de turno.

Sin embargo, el riesgo a la llamada “criminalización de la protesta” no debe implicar la pasividad de las autoridades frente a disturbios que reclaman control. La violencia, por ejemplo, no es admisible en ninguna manifestación social. Aquellos que pretenden enmascarar el vandalismo como legítima protesta social deben ser objeto del repudio de todos los actores sociales. Las reivindicaciones se deben manifestar con ideas, no a pedradas. Si algo podemos concluir de un tema tan complicado de establecer como los límites al derecho a la protesta, es que si bien se deben reducir sus límites al mínimo, la violencia no debe ser justificada jamás en las movilizaciones.

En una sociedad en la que imperan gigantescas brechas sociales, se vuelve un imperativo expresar nuestro descontento. Marchemos. Hagamos plantones. Manifestémonos. Alcemos la voz. Luchemos por la construcción de una sociedad más igualitaria, humana y tolerante. No dejemos nunca que nuestra inacción legitime el autoritarismo, el atropello o la injusticia. Pero condenemos siempre a aquellos que tergiversan nuestro legítimo derecho a expresarnos en las calles. Ellos son tan o incluso más nocivos que la clase política que no escucha nuestro clamor.


Fernando Loayza Jordán.

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