Los terribles atentados terroristas de los que hemos sido testigos en las últimas semanas en Francia han puesto de relieve, una vez más, la discusión en torno a los posibles límites a la libertad de expresión en las sociedades democráticas.
Ante todo, deseo dejar muy claro que en mi opinión nada justifica los actos de violencia de los que hemos sido testigos y que solo reflejan la estrechez mental que es propia del fundamentalismo, del que, lamentablemente, nosotros también hemos sido víctimas en épocas pasadas.
Dicho esto, lo que me interesa ahora es discutir sobre los posibles límites a la libertad de expresión en el caso de las expresiones blasfemas o que ofenden los sentimientos de los creyentes de cualquier religión y la necesaria tolerancia que es propia de los Estados democráticos.
Los autores liberales de distintas tendencias (claramente los libertarios, pero también liberales igualitaristas, como Ronald Dworkin[1] o Manuel Atienza, por ejemplo) apuestan por una expresión prácticamente irrestricta, en especial en cuanto al asunto de la blasfemia se refiere. Al contrario, cualquier posible restricción (incluso la autocensura no sancionada legalmente), basada en la idea de respeto a las religiones, es vista como una manifestación comunitarista e iliberal.[2]
En la jurisprudencia norteamericana (como sabemos, referente esencial al hablar del derecho a la libertad de expresión) es bien conocida la opción a favor del principio de neutralidad de contenidos, que establece que la libertad de expresión, en principio, solo podrá limitarse en función de criterios de tiempo, lugar y modo, pero no por su contenido. Asimismo, cabe recordar que tras el caso New York Times Co. vs. Sullivan (1964), la tendencia en relación con los insultos y las ofensas ha sido la de una tolerancia amplia en el ámbito público, principalmente en el caso de los personajes públicos (aunque, a decir de algunos autores, ese criterio también sería aplicable en cualquier otro caso que implique un debate público sobre asuntos de interés público[3]). Esa tendencia se ha visto reforzada tras el caso Hustler Magazine and Larry Flynt v. Jerry Falwell (1988).
En Europa, en cambio, la tendencia es ambivalente y la práctica jurídica no ha sido tan coherente como hoy alegan muchos de los líderes políticos y “opinólogos”, quienes se rasgan las vestiduras en favor de una sacrosanta libertad de expresión. Más allá de lo que podamos opinar sobre el modo en que se debieron resolver estos casos, lo cierto es que así como se habla de libertad de expresión amplia (por ejemplo, en el caso de las caricaturas de Mahoma), la expresión ofensiva contra el colectivo judío o en relación con el Holocausto ha sido sancionada en varios países.[4]
En el caso de la blasfemia la incoherencia es aún peor, pues así como se afirma que la libertad de expresión es el pilar de la democracia europea, y por tanto debería aceptarse la expresión ofensiva contra el islam y Mahoma, lo cierto es que en España el artículo 525 del Código Penal castiga a quienes “para ofender los sentimientos de los miembros de una confesión religiosa, hagan públicamente, de palabra, por escrito o mediante cualquier tipo de documento, escarnio de sus dogmas, creencias, ritos o ceremonias, o vejen, también públicamente, a quienes los profesan o practican”. En el Reino Unido también se tipifica el delito de blasfemia, y, para mayor desconcierto, el propio Tribunal Europeo ha avalado este tipo de sanciones en algunas de sus sentencias.[5]
Creo que, además de exigir un mínimo de coherencia en el decir y en el hacer de países que se consideran democráticos, la cuestión central es: ¿Cómo debería regularse este tipo de situaciones? Indudablemente, lo mínimo que se puede exigir es que se respete el principio de igualdad de trato (tan esencial como la libertad de expresión para un sistema democrático y de Derecho). Probablemente en atención a ese principio y a la creencia en el peligro que supone la censura (¿dejada en manos de quién y basada en qué criterios objetivos?) los autores liberales optan por una negativa tajante a la prohibición legal.[6]
En el ámbito jurídico, dice Dworkin, es mejor recordar que el problema con la censura es que no se puede controlar. Si algunas personas piensan que la igualdad racial y de género son objetivos urgentes, otros pensarán que lo son también, o más aun, la defensa de los valores familiares y las virtudes tradicionales. De este modo: “La censura siempre resultará traidora de la justicia”[7] y, en cambio, “una idea será tan poderosa como el público permita que lo sea”[8]. O, como ha sostenido Bullard en nuestro medio: “La perspectiva liberal se inclina por la tolerancia. El callar es privar a alguien de su libertad. El tolerar, por el contrario, es admitir el ejercicio de ambas libertades. Como dice Guido Calabresi, a veces le corresponde a la ley no prohibir un acto, sino forzar a quienes no les gusta a mirar a otro lado. Mientras que la tolerancia deja abierto el diálogo, la respuesta crítica o el silencio voluntario, la censura cierra las tres cosas.”[9]
Mi posición en este tipo de casos parte de una opción prudencial más que principista. De hecho, cabría recordar que la tolerancia surgió precisamente para eso: como una medida prudencial –no necesariamente una respuesta moral– frente a los conflictos religiosos del siglo XVI y XVII en Europa. Asimismo, considero que la confianza en el mercado de las ideas –a la que de algún modo aluden los autores arriba mencionados– no es siempre la mejor respuesta, pues éste, como otros tantos, es un mercado lleno de imperfecciones. Se trata de un mercado en el que no todos los sujetos tienen las mismas oportunidades de participar (ya sea por razones de educación, de capacidad de comunicación, o de falta de espacios para expresarse), pero también en el que muchas veces no habrá un público dispuesto a escuchar, debido a los prejuicios o el contexto de discriminación, por ejemplo.[10]
Sin perjuicio de optar por una concepción prudencial que restrinja al máximo la censura legal, en atención a la preservación del más amplio espacio para la deliberación pública, creo que es importante atender también a otras consideraciones normativas. El Derecho, al final, es solo un modo más de control social y no deberíamos dejar de lado lo que la ofensa supone desde un punto de vista ético.
El Derecho puede permitir muchas cosas, y, como digo, en materia de libertad de expresión quizá es peor la censura que la ofensa, pero eso no significa, creo yo, que al ofender estemos honrando nuestra herencia ilustrada y lo mejor de nuestra tradición occidental liberal y democrática.
Cierto nivel de empatía puede permitirnos entender, incluso cuando uno no sea creyente, lo que la religión significa para miles de personas en el mundo. Y aunque es verdad que la religión ha sido y es muchas veces caldo de cultivo del fundamentalismo, la barbarie y la dominación, también es importante pensar en el creyente sensato que encuentra en la experiencia religiosa algo que no tendría por qué ser tachado de estúpido porque no podamos entenderlo o no queramos compartirlo.[11]
Finalmente, como nos recuerda Todorov, nuestro comportamiento no sólo se regula por normas jurídicas sino también éticas y la responsabilidad a veces puede limitar nuestra libertad:
“En absoluto se trata de exigir que se instaure la censura o se renuncie a la crítica libre, pero debemos recordar que nuestros actos públicos no tienen lugar en un espacio abstracto, sino necesariamente en determinado contexto histórico y social. Por eso hay que tener en cuenta, junto con los principios jurídicos, el reconocimiento que necesitan los inmigrantes que viven en Europa. Se puede conseguir mostrando respeto no por las creencias, sino por los creyentes, no tanto por el profeta Mahoma como por los humildes trabajadores inmigrantes Abdallah y Mustafá…”[12]
¿Existen límites en el caso de las caricaturas?
Este es un tema que, dada la brevedad de este espacio, solo puedo dejar abierto a la discusión, pero que siempre me ha generado dudas: ¿Cabe imaginar límites legales a las caricaturas? ¿Sería posible hacer, por ejemplo, un test de ponderación en tal caso?
Me parece que es problemático evaluar el criterio de necesidad en este tipo de casos. Recordemos que en este paso del test de ponderación nos preguntamos si existen otras medidas limitadoras del derecho (en este caso, del honor) que puedan garantizar de igual modo el derecho que se encuentra en cuestión (en este caso, la libertad de expresión).
Lo cierto es que hay muchas formas alternativas de decir lo que quiere decir una caricatura, pero lo cierto también es que ésta es única e irrepetible en cuanto a su forma y fuerza expresiva. La caricatura es lo que es precisamente por su forma. Uno podría criticar a Mahoma, a Humala o al Príncipe (hoy Rey) de España, ciertamente de modo menos ofensivo, pero no sería lo mismo.
Si le pusiéramos límites a la burla implícita en la caricatura quizá estemos salvaguardando el derecho al honor, pero ¿no perderíamos también mucho del efecto crítico que tiene el humor –único y particular– en una sociedad democrática? Lo más grave: ¿Quiénes serían los jueces de los límites que debería respetar la caricatura? ¿No se constituirían, más bien, en árbitros del buen gusto o la decencia, con lo subjetivos que pueden resultar esos conceptos?
Para muchos, por ejemplo, la caricatura del Príncipe de Asturias aparecida hace algunos años en la revista El Jueves resultaba no solo ofensiva sino indecente. La caricatura en cuestión era la siguiente[13]:
Esta caricatura pretendía criticar las medidas de ayuda a las familias españolas que había dispuesto el gobierno de Zapatero, cuando no estaban ya muy lejos las elecciones en España. Además, buscaba criticar las cualidades (o falta de cualidades) del futuro rey de España y –en la línea de lo que era la orientación republicana de dicha revista– la propia existencia de la institución monárquica.
Es verdad que las ideas que quisieron ser transmitidas por la caricatura en cuestión podían expresarse de otra forma (¡de mil formas más si se quiere!). En ese sentido, la caricatura no era necesaria, pero el efecto humorístico que se logró a través de ella era único e irrepetible. Desconocer esa particularidad de la caricatura y evaluarla solo en términos del mensaje que quiere expresar y que podría transmitirse de algún otro modo sería, en cierto modo, condenar al silencio a este tipo de expresión humorística.
La caricatura es un caso complejo que probablemente constituye el mejor ejemplo del alto nivel de tolerancia que exige una sociedad democrática.
[1] Dworkin defiende, como parte del derecho a la libertad de expresión, la libertad que se tiene de ofender a otros con nuestras ideas u opiniones. En su opinión: “La esencia de la libertad negativa es la libertad de ofender, y eso se aplica tanto a lo vulgar como a lo heroico” (DWORKIN, Ronald. Freedom’s law. The moral reading of the American Constitution. Oxford: Oxford University Press, 1996, pp. 218-219).
[2] Sin embargo, Atienza cree que existe cierta versión liberal (la del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, por ejemplo) que considera que aunque la libertad de expresión tiene una posición prioritaria, puede ser ponderada y eventualmente derrotada por otro derecho (ATIENZA, Manuel. Podemos hacer más. Madrid: Pasos Perdidos, 2013, p. 66).
[3] SUNSTEIN, Cass. “Words, conduct, caste”. University of Chicago Law Review, vol. 60, nº 3 & 4, 1993, pp. 814.
[4] Cabe recordar, por ejemplo, el caso Violeta Friedman, que se originó a raíz de las opiniones dadas por un ex miembro de las SS (León Degrelle) en la revista Tiempo. Degrelle afirmaba que la matanza de judíos en los campos de concentración nazi nunca había ocurrido y que todo era una invención de ellos. Algunas de sus frases fueron: “¿Los judíos? Mire usted, los alemanes no se llevaron a judíos belgas, sino extranjeros. (…) Y evidentemente, si hay tantos ahora, resulta difícil creer que hayan salido tan vivos de los hornos crematorios”. “El problema con los judíos es que quieren ser siempre las víctimas, los eternos perseguidos, si no tienen enemigos, los inventan”. En el caso, aunque el Tribunal Constitucional español consideró que las opiniones del demandado acerca de los acontecimientos históricos a los que hacía referencia (su negación de la existencia de hornos crematorios en los campos de concentración nazi y otras interpretaciones personales) estaban protegidas por el derecho a la libertad de expresión, sancionó aquellas expresiones que consideró ofensivas (de tipo racista) en contra del pueblo judío. (STC 214/1991, del 11 de noviembre).
Asimismo, como recuerda Todorov, en febrero de 2006 –en el mismo momento en que surgió todo el problema con las caricaturas de Mahoma–, el historiador inglés David Irving era condenado a tres años de prisión en Austria por negar la existencia de las cámaras de gas en Auschwitz (TODOROV, Tzvetan. El miedo a los bárbaros. Más allá del choque de civilizaciones. Barcelona: Galaxia Gutenberg / Círculo de lectores, 2008, pp. 204-205).
[5] Cfr. Atienza, op.cit., pp. 63-77.
[6] De ahí que, por ejemplo, un autor tan atento a las virtudes de la ponderación como Manuel Atienza considere, sin embargo, que en este caso existe una clara primacía de la libertad de expresión sobre las creencias religiosas (ATIENZA, op. cit.).
[7] DWORKIN, op. cit., p. 258.
[8] Ibid, p. 221.
[9] BULLARD, Alfredo. “De ‘Charlie Hebdo’ a Chespirito”. Columna de Opinión de El Comercio, sábado 17 de enero de 2015.
[10] En ese sentido apuntan las críticas de Owen Fiss en el caso de las expresiones de odio o sexistas. Fiss señala que las expresiones de odio afectan la dignidad de quienes son aludidos con ellas, produciendo un sentimiento de inferioridad o de inseguridad que repercute, a su vez, en su menor participación en el debate público. Pero incluso en el caso de que estos sujetos logren participar en el debate, existirá una percepción pre-condicionada de ellos por parte de sus eventuales oyentes. Así, los miembros de los grupos tradicionalmente discriminados por el hate speech llegarán al debate público con un auditorio que –consciente o inconscientemente, debido a la continua recepción de expresiones de odio o de menosprecio– mantendrá prejuicios referidos a su condición intelectual o moral, lo que redundará en la posible hostilidad o falta de atención o de seriedad hacia sus mensajes. De este modo, para Fiss, las expresiones de odio tienen una repercusión importante en la posición social de los grupos humanos afectados y vulneran no sólo los derechos individuales a la igualdad y a la dignidad de cada miembro del grupo, sino que también los ubican en una condición de desigualdad en el debate público (FISS, La ironía de la libertad de expresión. Barcelona: Gedisa, 1999, 28-34).
He profundizado sobre el tema del hate speech en: “El lenguaje sexista y el hate speech: un pretexto para discutir sobre los límites de la libertad de expresión y de la tolerancia liberal”. Revista Derecho del Estado. Universidad Externado de Colombia, nº 30, 2013. Una versión anterior aparece en Pensamiento Constitucional. Fondo Editorial PUCP, nº 15, 2011.
[11] En ese sentido por ejemplo van las críticas de Eagleton a la intelectualidad liberal de Hitchens, Rushdie o Dawkins, por ejemplo, que incurren en una visión caricaturesca de la religión y de Dios (esencialmente basada en las versiones oficiales y más dogmáticas de la fe) y en una concepción cientificista y ultra racional que no puede entender el modo en que puede ser racional la religión para un creyente. Dice Eagleton: “Para los cristianos, la resurrección no es simplemente una metáfora. Es suficientemente real, pero no entendida como un hecho que, de haber estado allí (espiando la tumba de Jesús armados con una cámara Kodak), habríamos podido captar en una fotografía. Los significados y los valores son igualmente reales, y tampoco podemos fotografiarlos. Son reales en el mismo sentido en que lo es un poema”. (EAGLETON, Terry. Razón, fe y revolución. Barcelona: Paidós, 2012, 147).
[12] TODOROV, op. cit., pp. 219-220.
[13] Por cierto que este es otro buen ejemplo de cómo en Europa la libertad de expresión – nuevamente en un caso de caricaturas– no siempre es sacrosanta. En este caso, un concepto tan cuestionable como el prestigio de la Corona prevaleció sobre la libertad de expresión.
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