El papel que cumple el Tribunal Constitucional en una democracia es muy importante. Controla los excesos del poder, evita que subsistan normas inválidas y persuade a los políticos de que no aprueben otras que contradigan, en la forma o en el fondo, la Constitución. Como sostiene Gustavo Zagrebelsky, “la justicia constitucional no forma parte de la democracia pero sirve a la democracia”. Pero ¿qué sucede cuando no?
El Tribunal Constitucional ha resuelto diversos casos polémicos durante este año. Los más significativos, a mi modo de ver, fueron: el caso de los crucifijos en el Poder Judicial, la improcedencia del proceso de amparo en vía arbitral, el proceso de competencias entre el Jurado Nacional de Elecciones y la Oficina Nacional de Procesos Electorales, la prohibición de fumar en locales públicos, entre otros. No es mi intención señalar cuáles fueron los aciertos del Tribunal en cada uno de estos casos o cuales, digamos, sus errores, sino más bien precisar un aspecto que muchas veces pasa desapercibido: hasta que punto un Tribunal Constitucional debe estar comprometido con la consistencia y la coherencia de sus propios fallos.
El Tribunal se puede equivocar y para nadie debería ser eso un drama. Todas las instituciones se equivocan. El problema, como en el futbol, es cómo se equivoca uno. Es un lugar común decir que un equipo de futbol puede ganar, perder o empatar un partido pero debe dejarlo todo en la cancha. Lo mismo, pienso, se aplica para el caso de la justicia. Una corte se puede equivocar pero hacer su mejor esfuerzo para no equivocarse; y hacer su mejor esfuerzo se convierte en este caso en ser consistente con su jurisprudencia previa, en abrir las puertas de la justicia a los ciudadanos, en brindar ideas que hagan avanzar el derecho, no que lo hagan retroceder.
La impresión que me dejan los casos que he mencionado, es que el Tribunal no ha dejado todo en la cancha, que no ha sido coherente con su jurisprudencia y, lo más importante, que no nos ha dado razones valederas para ello. Por ejemplo, en el caso del proceso de competencias entre el Jurado y la ONPE no nos ha explicado en qué consiste un control que no controla, o en el caso de los crucifijos en el Poder Judicial no nos ha explicado hasta donde llega el deber de neutralidad del estado en materia religiosa, y por qué no siguió la jurisprudencia de la CIDH al respecto, o, finalmente, en el caso de la improcedencia del proceso de amparo en vía arbitral no nos ha dicho por qué la protección del derecho al debido proceso debe ser evaluado a través de un estándar menos exigente que en un proceso ordinario.
Estas críticas son validas pero sólo en la medida que identifican un aspecto que no se puede pasar por alto cuando se piensa en el papel que cumple el Tribunal Constitucional en una democracia: su coherencia. Si hace 5 años el Tribunal, siguiendo la jurisprudencia de la CIDH, sostuvo que el deber de neutralidad alcanza a todas las instituciones del Estado, 5 años después no puede decirnos que hay excepciones y que estas, según se vea, se evalúan de forma distinta. Si hace 10 años el Tribunal Constitucional sostuvo que el debido proceso es un derecho que irradia todo el ordenamiento jurídico, 10 años después no puede decirnos que en sede arbitral lo que irradia más bien es la eficiencia. En suma, el Tribunal se puede equivocar, pero no de cualquier manera.