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La educación es un derecho y un servicio público esencial, premisa que rige también para los colegios privados

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La ministra de Economía declaró recientemente que, si los colegios privados no ofrecen el mismo servicio durante la emergencia, debería haber un ajuste en las pensiones. Ante la presión pública de que el Gobierno tome medidas al respecto, luego declaró que la “educación privada es un acuerdo entre privados”. Esto último, en claro ánimo de dar a entender que no se intervendrá en la atención de la controversia generada.

Sin entrar en la discusión sobre la viabilidad de la actualización de las mensualidades a propósito de la impartición generalizada de clases no presenciales, resulta visiblemente preocupante el contenido de un mensaje tan corto, pero con tanta profundidad: el servicio educativo privado es un mero contrato ordinario entre privados, donde el Estado no debe tener intervención. Esta posición trasluce no solo un desconocimiento en la materia, sino, sobre todo, una negativa (pero no novedosa) visión de anteponer intereses económicos particulares sobre derechos fundamentales, cuya priorización legitima al propio Estado.

La educación en ningún supuesto es un negocio. Su prestación por parte de particulares, en nada desdibuja su condición de servicio público esencial, cuyo resguardo y control compete al Estado.  Y no solo porque una ley lo declara expresamente así (Ley 28988), sino porque el ordenamiento constitucional e internacional así lo reconocen. El Comité de Derechos Económicos Sociales y Culturales de Naciones Unidas[1] precisó: “La educación es el principal medio que permite a adultos y menores marginados económica y socialmente salir de la pobreza y participar plenamente en sus comunidades. Desempeña un papel decisivo en la emancipación de la mujer, la protección de los niños contra la explotación, la promoción de los derechos humanos y la democracia, la protección del medio ambiente (…)”. Esta afirmación es tan vigente y comprobada que permite traslucir la indudable condición del derecho a la educación como un servicio público que todo régimen democrático, como el peruano, debe atender, ya sea como prestador directo o como garante de su prestación por parte de terceros.

La Constitución de 1993 (artículos 13 a 19) no llama expresamente a la educación como un derecho, como sí lo hizo la Constitución de 1979. Antes que recordar el contexto en que se aprobó la constitución vigente y la política de privatización del servicio que impulsó el gobierno respectivo, hoy no existe discusión sobre la naturaleza de la educación como derecho de rango constitucional. El sustento está en los valores del modelo democrático y en la vinculación del Perú respecto de los tratados internacionales sobre derechos humanos, aspectos que han sido considerados en la Ley General de Educación y en los pronunciamientos reiterados del Tribunal Constitucional, que ha fijado sus alcances y ha definido su primer nivel de importancia.

En efecto, el derecho a la educación permite “la plena realización de otros derechos fundamentales, por cuanto la formación en valores, técnica y académica es un presupuesto indispensable para participar plenamente en la vida social y política del país”[2]. La UNESCO reconoce que es “un derecho clave, puesto que permite el completo ejercicio y disfrute de todos los demás derechos humanos. Todos los derechos pueden disfrutarse de mejor manera si las personas han recibido una educación mínima”. Si la educación es condición para el ejercicio efectivo y pleno de todos los demás derechos que garantizan las sociedades democráticas y los estados constitucionales, no puede quedar interrogante alguna sobre su configuración irrenunciable de servicio primario. Por ello, la jurisprudencia constitucional reconoce el carácter binario de la educación, pues, además de ser un derecho fundamental, es un servicio público, ya que “se trata de una prestación pública que explicita una de las funciones-fines del Estado, de ejecución per se o por terceros bajo fiscalización estatal”[3].

Con ello, queda claro que, independientemente de que el servicio sea prestado por un tercero de naturaleza privada, no deja de ser público, persistiendo, entonces, el deber de control estatal. Es decir, la dimensión objetiva del derecho a la educación, no solo se concentra en un interés justificado del Estado en su correcta prestación, sino, sobre todo, en un deber constitucional que recae en la supervisión y, en su caso, intervención permanente del Estado en la garantía de que el derecho sea ejercido en condiciones de plenitud.

Precisamente, una de las características esenciales del derecho a la educación es la adaptabilidad[4], que consiste en que los programas y métodos deben adecuarse a las necesidades de cada sociedad. Naturalmente, este aspecto no se resume en el empleo de medios tecnológicos o de uso de recursos que se adapten a los diferentes entornos, pues el fin que se describe es la atención de las necesidades de la sociedad; y este elemento puede ser armonizado, válidamente, con el sinceramiento de una contraprestación razonable y proporcional al servicio que se brinda en una situación de emergencia sanitaria, donde los escolares reciben las clases desde plataformas virtuales.

Además, el acceso al servicio educativo comprende la preferencia, ante todo, del principio del interés superior del niño[5] y no debe olvidarse que persiste el efecto horizontal del derecho a la educación en todos los ámbitos; esto, por cuanto, como se ha reconocido en el caso de la educación universitaria, “las empresas no deben perder nunca de vista que tienen frente a sí un derecho esencial para el desarrollo de todo ser humano y primordial para alcanzar la justicia. Su labor no debe desarrollarse solo en la búsqueda de un mero interés económico, sino que debe representar ese espíritu de solidaridad y humanidad”[6], que debe caracterizar la función social del servicio educativo.

A mayor abundamiento, el derecho a la educación, en su condición de derecho social, no puede ser postergado de forma incierta o indeterminada, de tal manera que afecte su eficacia por razones presupuestales. De allí, que se impone la exigibilidad de los derechos sociales, debiendo comprobarse acciones concretas de parte del Estado para la ejecución de políticas en la materia[7].

Asimismo, la Constitución, en su cuarta disposición final y transitoria, señala que las normas sobre los derechos constitucionales se interpretan de conformidad con la Declaración Universal de Derechos Humanos. Este texto, en su preámbulo, indica que el respeto a los derechos y libertades se promueven mediante la educación, reconociendo el carácter universal de dicho derecho en el artículo 26. En este sentido, la protección del derecho no solo tiene base en el pacto político de la sociedad peruana, sino en una obligación que compromete la responsabilidad del Estado peruano frente a la comunidad internacional.

Con todo, queda descartado que se pueda aceptar que el tratamiento de un acuerdo de prestación del servicio educativo escolar, pueda ser equiparado a un contrato de contraprestaciones económicas privadas, que excluye cualquier interés ajeno a las partes. El servicio educativo, sea prestado por el Estado o por una institución privada, es un servicio público, que comprende un derecho, cuyo ejercicio pleno es un asunto de interés vinculante para la administración pública. Esta afirmación solo puede materializarse en el rol activo del Estado en el control y garantía de la prestación adecuada del servicio en todos los ámbitos.

Finalmente, las precisiones hechas en nada convalidan los serios problemas que la educación pública arrastra hace muchos años, cuyas soluciones se deben seguir exigiendo en la totalidad de niveles. No obstante, tampoco se puede voltear la mirada y no identificar los problemas que la priorización o intangibilidad de la educación privada ha generado en el país, desde la ocurrencia de reprochables negocios que se sirven de los incentivos económicos estatales hasta la conversión de la educación de calidad en un servicio accesible a un sector claramente minoritario de la sociedad.


Imagen obtenida de https://bit.ly/3bsc6eZ

[1] Observación General 13, del 8 de diciembre de 1999.

[2] Sentencia del Tribunal Constitucional 00091-2005-PA/TC.

[3] Sentencia del Tribunal Constitucional 4232-2004-AA/TC.

[4] Sentencia del Tribunal Constitucional 0091-2005-PA/TC.

[5] Sentencia del Tribunal Constitucional 04646-2007-AA/TC.

[6] Sentencia del Tribunal Constitucional 00607-2009-AA/TC.

[7] Sentencia del Tribunal Constitucional 02945-2003-AA/TC.

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