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La ley de la comida chatarra promulgada por el Presidente Humala trae de vuelta una discusión que en el caso del Perú aparece pendularmente cada cierto tiempo: ¿tiene límites el Estado en la regulación del mercado? Para los liberales –entre quienes se hallan desde los que consideran que sí, en todos los casos, hasta los que consideran que sí, pero con algunas excepciones- el Estado debe cumplir, principalmente, con proveer de seguridad y estabilidad jurídica a la propiedad. No debe intervenir para limitarla, siempre que se trate de un derecho legítimo, pues ello traería como consecuencia el desincentivo en las inversiones y el aislamiento del país en el concierto internacional de la globalización.

Estos argumentos se complementan, además, en el caso concreto de la ley de la comida chatarra, con el hecho de que el Estado no debe tratar a los ciudadanos como menores de edad, que requieren que el Estado les diga qué pueden y qué no pueden comer, y qué pueden y qué no pueden oír y ver para así, supuestamente, evitar ser perjudicados por una publicidad perniciosa que los empuje a desarrollar malos hábitos alimenticios, con el consiguiente costo en términos de salud y bienestar general. Para los liberales –nuestros liberales, que es una categoría aparte dentro del liberalismo mundial- el Estado debe evitar a toda costa inmiscuirse en las decisiones que adoptan los ciudadanos. A fin de cuentas, ellos son adultos, y poseen pleno uso de sus facultades físicas. Pretender que el Estado es un mejor juez que ellos para decidir qué es lo que les conviene no sólo es contrario al principio de libre determinación de la personalidad, sino al principio de dignidad, pues no se les estaría tratando con igual consideración y respeto –para usar la famosa terminología adoptada por Ronald Dworkin- sino con una consideración y respeto de segunda mano.

Estas afirmaciones en el caso de la ley de la comida chatarra pueden tener sentido si no fuera por lo siguiente: a) no se invocan con el mismo rigor en el caso de otras medidas donde también el Estado interviene para decirle a los ciudadanos qué pueden y qué no pueden hacer, y b) resulta que, precisamente, esos otros casos son aquellos que benefician, paradójicamente, al interés privado. Es decir, el paternalismo antes alegado que trata a los ciudadanos como títeres, y poco menos que menores de edad, no es tan malo cuando se impone, por ejemplo, para obligar a los ciudadanos a hacer algo –o dejar de hacerlo- que, en el fondo, es armónico con el interés privado.

Ese sería el caso, por ejemplo, de la ley que faculta a las AFP a no entregar los depósitos realizados por los ciudadanos antes de cumplir una determinada edad, aproximadamente 65 años. ¿Por qué una ley tendría que decirnos cuándo y cómo podemos hacer uso de nuestro dinero, si, al fin y al cabo, es nuestro dinero y no el del Estado? La razón de ello se encuentra en que si eso fuera posible entonces la mayoría, débil es el alma humana, tendría incentivos para pedir el retiro de sus fondos de pensiones antes del tiempo previsto, con lo cual, llegado ese momento, en que una persona, por sus obvias limitaciones físicas, ya no pudiera seguir trabajando, tendría que o esperar la generosidad y bondad de sus familiares para poder mantenerse, o esperar la generosidad y bondad del Estado para lo mismo. Como lo primero no es seguro, y lo segundo no es realista, el Estado ha decidido obligarnos a todos a ahorrar para el futuro, de tal manera que llegado el día en que no podamos valernos por nuestros propios medios, esos ahorros nos permitan llevar una vida decorosa. El punto es que, claro, mientras tanto las AFP invierten nuestros ahorros y cobran una comisión por ello que proviene de nuestros recursos. No podemos oponernos a ello. Es obligatorio. No hay escapatoria. Si aportamos al sistema privado de pensiones, necesariamente, tenemos que pagar una comisión y aceptar, calladamente, resignadamente, que las AFP´s inviertan según su real saber y entender nuestro dinero.

Ahora bien, ¿en el caso de la comida chatarra no sucede, salvando las distancias, algo parecido? ¿No se trata acaso de un supuesto en el cual el Estado pone límites a los privados para que no difundan, por lo menos no con la misma libertad que antes, sus anuncios publicitarios en el entendido de que ello incentiva el consumo de alimentos que, medicamente, se ha comprobado que a mediano y largo plazo ponen en riesgo la salud de las personas? Es evidente que cada quien es libre de elegir si consume o no esos alimentos, y también que, llegado el caso, una medida como esa no tendrá una repercusión significativa en los hábitos de consumo de las personas, pero también es cierto que si esos hábitos se desbordan y se convierten en el futuro en lo que cualquier médico considera que se convertirían, esto es, en enfermedades graves, el Estado tendría que asumir los costos, aunque parciales, de ello. Al igual que en el caso de los fondos de pensiones, si en el futuro se desata una pandemia de enfermedades producto de malos, pésimos hábitos alimenticios a causa del consumo de la comida chatarra el Estado no podrá silbar bajito y mirar al cielo. Tendrá que actuar, y esa actuación se traducirá, a su vez, en costos económicos. Proveer de servicios y atenciones médicas a quienes puedan padecer de esas enfermedades y no tengan los recursos suficientes para costearse un tratamiento de calidad cuesta y, según se vea, cuesta bastante en un país con un sinfín de necesidades económicas. Las cuales, por cierto, no se agotan, como señalan los liberales nuestros –que son una categoría especial en el liberalismo mundial- en el respeto por la propiedad y la seguridad jurídica.

Así, pues, lo que tenemos es un debate desenfocado, caracterizado por el ataque sin cuartel del liberalismo a la peruana contra una ley que, sin duda, puede ser defectuosa, pero que en sí misma no tiene nada de espectacular. De hecho, en países como Canadá, Reino Unido, o Estados Unidos, existen medidas similares, y en Chile se acaba de aprobar una ley que prohíbe la venta de comida chatarra en los colegios, y nadie, hasta donde sé, se ha arañado por eso. El debate si en realidad pretende ser genuinamente liberal debiera enfocarse en dos temas muy puntuales: ¿cuáles son los límites del Estado en la regulación del mercado económico?, y, ¿en caso colisione el interés público con el interés privado cuál debería prevalecer? Además, y esto es algo que nuestros liberales criollos olvidan muy pronto, estas preguntas debieran ser respondidas en democracia, democráticamente, y no a través de la verdad expuesta por algún iluminado, ciertamente ideologizado, o una camarilla de empresarios que cuenta con sus respectivos think tanks que se encargan de proveerles de argumentos que, expuestos en casos donde se trata de defender el interés público aparecen como deleznables, pero cuando se trata de defender intereses privados aparecen, curiosamente, como geniales y brillantes. En suma, antes de respondernos si esta ley es adecuada o no, al menos recordemos la importancia de argumentar con coherencia.

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