Una mirada desde el garantismo penal
I. Introducción.
Tal como afirma Luigi Ferrajoli en su obra Derecho y Razón, una teoría sobre el Garantismo penal, la crisis de legitimidad que embarga a los actuales sistemas penales afecta desde hace tiempo a los mismos fundamentos clásicos del derecho penal, ya porque son inadecuados o, lo que es peor, porque no pueden ser satisfechos, porque han sido olvidados y aplastados por orientaciones eficientistas y pragmáticas[1].
Añade, el maestro italiano, que el derecho penal, aun cuando rodeado de límites y garantías, conserva siempre una intrínseca brutalidad que hace problemática e incierta su legitimidad moral y política. La pena, cualquiera que sea la forma en que se la justifique y circunscriba, es en efecto una segunda violencia que se añade al delito y que está programada y puesta en acto por una colectividad organizada contra un individuo[2].
En este sentido, la pena es la característica más tradicional e importante del Derecho Penal. Su origen se encuentra vinculado con la del propio ordenamiento punitivo y constituye, por la gravedad de su contenido, el medio de mayor severidad que puede utilizar el Estado para asegurar la convivencia en la sociedad[3].
En realidad toda concepción de la pena es, necesariamente, una concepción del derecho penal, de su función y del modo de cumplir esa función[4]. Por ello, cualquier rol que señale el Estado para la pena, lo señala también para el Derecho Penal y la teoría de la pena. De esta manera, existe una estrecha relación entre las funciones del Derecho Penal y la teoría de la pena. Toda teoría de la pena es una teoría de la función que debe cumplir el derecho penal[5]; sin embargo, no hay que olvidar que cada teoría que se adopte responde a una determinada concepción de Estado, y consecuentemente, cada teoría origina una determinada definición de Derecho Penal[6].
II. Teorías de la pena.
No es la intención de este trabajo hacer un análisis minucioso de las diferentes teorías de la pena que existen en dogmática penal, sin embargo, resulta necesario mencionarlas con la finalidad de conocer sus distintas orientaciones políticas, filosóficas y jurídicas.
Las teorías absolutas de la pena parten de considerar que el sentido y fundamento de la pena es sólo la justicia, la afirmación de la vigencia del derecho o la necesidad moral, siendo el Derecho Penal el instrumento para lograr tales valores. Consideran que la pena se agota en sí misma en cuanto mal que se impone por la comisión de un hecho delictivo[7].
Para estas teorías el Estado es un guardián de la justicia y la moral. Siendo justa la pena si al individuo que cometió el delito se le produce un mal que compense el mal que ha causado libremente, de esta manera se concibe la pena como la retribución por la lesión cometida culpablemente.
Las teorías relativas de la pena asignan a la pena una utilidad social, la prevención de delitos como un medio para proteger determinados fines sociales. La idea de prevención operaria sobre la colectividad (prevención general) y en relación al infractor (prevención especial)
Para la teoría de la prevención general la pena sirve para intimidar a todos los individuos con la finalidad que no cometan delitos, esta se puede dividir en:
- Prevención general negativa: busca inhibir a las personas en la comisión del delito mediante intimidación o disuasión de éstas a través de la aplicación de la pena[8].
- Prevención general positiva: busca la afirmación del derecho en un Estado social y democrático, busca producir en la colectividad la fidelidad y el interés hacia la fuerza y la eficacia de la pena halladas en las sentencias; que la ciudadanía crea en sus instituciones y lleve a la integración de la misma con las actividades judiciales[9].
La teoría de la prevención especial considera que la finalidad de la pena está dirigida a influir directamente sobre el agente de manera individual para evitar la comisión de nuevos ilícitos penales, por ende, actúa no en el momento de la conminación legal, sino en la imposición y ejecución de las penas.
Sin lugar a dudas, la idea de prevención especial se halla ligada a la de peligrosidad, asignándole a la pena la función de ser un mecanismo que evite la comisión de futuros delitos, buscando la neutralización, corrección o reeducación del delincuente[10].
III. La idea de resocialización como fin de la pena.
En la década de los años sesenta del siglo pasado, específicamente en Alemania, la teoría de la prevención especial fue definida de una manera uniforme con el concepto de resocialización, poniendo el acento en la co-responsabilidad de la sociedad en el delito, subrayándose la importancia de la ejecución penal basada en el tratamiento[11].
Nuestra Constitución Política de 1993 acoge esta concepción al establecer en el artículo 139, inciso 22, que el régimen penitenciario tiene por objeto la reeducación, rehabilitación y reincorporación del penado a la sociedad.
En igual sentido el Código Penal de 1991 introdujo a la legislación penal peruana normas sobre la finalidad de la pena y un nuevo sistema de penas, así el artículo IX del Título Preliminar expresa que “la pena tienen función preventiva, protectora y resocializadora”.
En las aulas nos enseñan que el sistema de rehabilitación social es la mejor opción para tratar a una persona que ha cometido un delito, resulta tan lógico como natural. Lógico, porque algo positivo hay que hacer con los condenados, y natural, porque qué más puede pedir un delincuente que cambiar para bien[12].
Además, es un sistema humano y motivador. Humano porque parte de la idea de que las personas han cometido un error y pueden enmendarlos. Motivador porque para poder rehabilitarse el estado está en la obligación de elaborar políticas para conceder rebajas a las penas, que es el mecanismo por excelencia para rehabilitar, y que a través de un sistema de estímulos se incentiva el cambio; nada mejor para una persona que saber que si hace un esfuerzo podría disminuir sus penas[13].
Si la idea de resocializar a los condenados funciona mal, no es culpa de la teoría, sino de un puño de funcionarios corruptos o por la falta de recursos del estado. El problema no es la teoría sino la forma como se ejecutan y aplican las normas en la práctica[14].
IV. ¿Se debe resocializar a una persona?
Luego de lo ya explicado se podría alegar que la respuesta a esta interrogante resulta más que obvia, pues como hemos indicado líneas arriba no hay nada más adecuado, actual y acertado que resocializar al condenado con la finalidad que no vuelva a reincidir en el delito, además, cómo podría ser posible que tanta teoría, tanta legislación, tantos juristas se puedan equivocar.
No obstante, desde la óptica de un sistema jurídico que procura ser coherente entre los derechos y su ejercicio, entre las normas secundarias y las que reconocen derechos fundamentales, la respuesta es no.
La respuesta negativa que propugnamos no es antojadiza, por ello, a continuación expondremos algunos argumentos por los cuales, desde nuestra opinión, resulta necesario redefinir la idea de resocialización como finalidad de la pena, para enfocarla, a partir de estos, desde una perspectiva que no colisione con los derechos fundamentales de las personas que se encuentran en las cárceles privadas, únicamente, de su libertad.
El primer argumento en contra de la idea de resocialización como función de la pena, lo encontramos al confrontar dicha concepción con el principio de dignidad formulado por el filósofo alemán Kant, el cual señala:
“Obra de tal modo que uses la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otra, siempre como un fin al mismo tiempo y nunca solamente como un medio”.
Lo cual indica que una persona nunca puede ser utilizada como un medio para satisfacer un fin que no lo beneficie directamente. Por ende, si aplicamos este imperativo categórico formulado por Kant como parámetro para evaluar si la idea de resocialización como función de la pena es válida, resulta más que obvio que la respuesta es negativa.
Ello se debe a que el sistema de rehabilitación social usa a la persona privada de su libertad como un medio para cumplir un fin social, sin siquiera importar la opinión del condenado, pues a éste no se le pregunta si está de acuerdo o no, tan sólo se le impone este fin porque es beneficioso para la sociedad.
Sin embargo, esta perspectiva utilitarista no armoniza con la dignidad humana. El fin de la sociedad no puede imponerse al individuo; en otras palabras, no puedo sacrificar a un individuo a pretexto de la utilidad de su sacrificio para la sociedad[15]. La resocialización sólo puede funcionar si es que está conforme con la voluntad de la persona a resocializar.
Además, una pena privativa de la libertad, de acuerdo al principio de estricta legalidad, se agota en la privación de la libertad ambulatoria del condenado, el cual no pierde su libertad para decidir cómo quiere vivir antes o después de la condena, lo contrario sería vulnerar otros derechos fundamentales de la persona de manera arbitraria.
En conclusión, la sanción penal es la privación de la libertad, no está tipificada como sanción el impedir el libre desarrollo de la personalidad. Las personas condenadas (medios) son rehabilitadas para que la sociedad tenga paz y seguridad (fin). En este contexto, las personas no tienen dignidad y por eso pueden rehabilitarlos al buen querer y entender de las autoridades penitenciarias. Esta última interpretación no se compadece con los derechos de las personas[16].
En este orden de ideas, podemos construir un segundo argumento en contra de la idea de rehabilitación como función de la pena poniendo en evidencia las contradicciones que presenta la fase de ejecución de las penas con los dos grandes fundamentos conceptuales sobre los que se asienta el garantismo penal: 1. El principio de estricta legalidad, y 2. El principio de jurisdiccionalidad.
Por el principio de estricta legalidad, los delitos, el procedimiento y las penas están predeterminados por el sistema jurídico, y éstos son respetuosos de la Constitución. Por el principio de jurisdiccionalidad, las autoridades que ejercen competencias penales deben verificar que los hechos existan y que esos hechos correspondan a los tipos penales establecidos en la ley.
De esta manera, es lamentable observar que nuestro Código de Ejecución Penal, por ejemplo, en el Capitulo Segundo del Título II referido al Régimen Penitenciario sancione conductas que podrían considerarse como tipos en blanco, así el inciso 6 del artículo 25º establece que es una falta grave “realizar actos contrarios a la moral”, pero lo que resulta aún más vejatorio es que el inciso 12 del citado artículo señale que se considera una falta grave “cometer cualquier otro acto similar previsto en el Reglamento”, teniendo en cuenta que el Reglamento de Ejecución Penal es un Decreto Supremo, es decir, un norma jurídica emanada por el Poder Ejecutivo sin ningún control por parte del Poder Legislativo.
Igualmente, las faltas atribuidas a los internos son investigadas y resueltas por autoridades que no son totalmente imparciales e independientes. En nuestro ordenamiento penitenciario se le encarga la misión de investigar al Jefe de Seguridad Penitenciaria, y la de juzgar al Consejo Técnico Penitenciario, actuando como órgano de segunda instancia el Director Regional del Instituto Nacional Penitenciario, estas autoridades administrativas a nuestro entender no son las mejor alternativa para resolver sobre las posibles faltas en las que incurran las personas privadas de su libertad, ni para ejerce el control y vigilancia de la fase de ejecución de las penas.
Como bien sabemos, el modelo penal garantista concebido por el maestro Luigi Ferrajoli, con su planteamiento empirista y cognoscitivista asegurado por los principios de estricta legalidad y estricta jurisdiccionalidad, fue concebido y justificado por la filosofía jurídica ilustrada como la técnica punitiva racionalmente más idónea -en alternativa a modelos penales decisionistas y sustancialistas, informados por culturas políticas autoritarias- para maximizar la libertad y minimizar el arbitrio de la autoridad.
Esto se debe a que la experiencia nos ha enseñado a que mientras más discrecionalidad tiene la autoridad, más arbitrariedades cometen en contra de los más débiles, en nuestro caso, los privados de libertad.
Las personas privadas de la libertad, como en la peor época del positivismo penal, están al arbitrio de las concepciones “científicas” de médicos, psicólogos, pedagogos, burócratas y de su calificación profesional (ahí el poder), pues son ellos los que otorgan los certificados que exigen las normas para acceder a beneficios penitenciarios.
Por ello resulta sumamente importante que, el garantismo, a través de la lógica y del discurso de los derechos fundamentales, imponga vínculos y límites. Las personas en la cárcel tienen todos los derechos humanos salvo el ejercicio de la libertad de movimiento y no deben ganarse privilegios[17]. Actualmente podemos afirmar que no hay control garantista sino más bien controles burocráticos: importan los papeles no las personas.
Por otro lado, un tercer argumento radica en que el sistema de resocialización del condenado se asienta sobre la base del derecho penal de autor, pues tan pronto como una persona es condenada y llevada a un centro de privación de libertad, el acto por el que se condenó a la persona se torna totalmente irrelevante y el actor se encontrará bajo estudio científico.
Lo primero que van a hacer es clasificar a la persona según su peligrosidad. Entra y se le clasifica. Durante la permanencia se va a valorar el comportamiento del individuo. Mientras mejor se porte, que quiere decir que mientras más se adapte al sistema de privación de libertad, tendrá una serie de privilegios y premios: rebajas de penas, semi libertad y libertad condicional. Si una persona no se adapta a la privación de libertad, que parecería desde nuestra perspectiva la más normal, tendría mayor tiempo de privación de libertad y no se le aplicaría el famoso régimen progresivo, sin importar –insistimos– el acto cometido por el que se le puso sentencia[18].
Finalmente, el último argumento que expondremos resulta ser el más preocupante y contradictorio, pues sin miedo a equivocarnos podemos afirmar que el sistema de rehabilitación lamentablemente no resocializa a las personas privadas de la libertad. Y este argumento se demuestra estadísticamente cuando revisamos los altos índices de reincidencia que existen actualmente, lo cual sumado a que resulta muy paradójico sostener que es posible enseñarle a una persona a vivir en sociedad encerrándola en una cárcel en condiciones infrahumanas, hacinada, brindándole programas de rehabilitación que imponen oficios marginales a personas que puede no interesarle ni servirle.
Es por eso que podemos afirmar, como bien enseña el maestro José Ávila Herrera, que las personas no se resocializan por la cárcel, sino a pesar de la cárcel; ya que el sistema penal no puede ni podrá garantizar la resocialización de los condenados.
Sin embargo, no podemos negar que hay gente que cambia y para bien, pero esos cambios no se producen porque el sistema rehabilite sino por condiciones de carácter personal o por aprendizajes que surgen por lo terrible de la cárcel y no por su ambiente o sus programas rehabilitadores. Se dice que cuando se pierde lo que se tiene, se valora. En ningún caso se justifica que el cambio se deba a un enunciado legal de rehabilitación, cuando el ambiente propicia exactamente un ambiente de vida ajeno al que se predica[19].
V. Hacia una nueva concepción de resocialización de la pena.
Ante lo argumentado líneas arriba consideramos que no conviene mantener una ficción que sabemos que en la práctica no funciona, y que además es terriblemente destructora de personalidades, de integridades, de familias, de vida.
Lo que nos toca ahora es luchar por desterrar la idea de un sistema de rehabilitación que imponga un fin distinto al de la voluntad de la persona privada de su libertad. Pensamos que la idea de resocialización, establecida por la Constitución, hay que interpretarla como el desarrollo de las capacidades de las personas para ejercer derechos y, como en cualquier derecho, uno puede decidir si lo ejerce o no. El sistema de rehabilitación debe existir como una opción seria y eficiente para los condenados que decidan optar por resocializarse, esto quiere decir, que debe existir un compromiso real por parte del Estado para mejorar las condiciones de vida en la cárcel, para brindar un sistema de rehabilitación que de manera real permita la reeducación del privado de libertad en un ambiente en donde se le respeten todos sus derechos fundamentales.
Debemos dejar muy en claro que el sistema no debe imponer fines ni tampoco puede direccionar la libertad de elección de las personas condenadas. Así como el derecho penal supone que libremente se delinque, debe suponer que libremente se escoge rehabilitarse[20].
Por otro lado, la fase ejecutiva de la pena debe de ser de competencia de un Juez de Ejecución Penal, el cual será el encargado de la investigación y resolución de cualquier asunto que surja durante esta etapa del proceso penal, la cual lamentablemente carece actualmente de vigilancia y control judicial, convirtiéndola en una etapa que no responde a las exigencias que impone la garantía constitucional del debido proceso, pudiéndose afirmar que no se encuentra protegida por el garantismo penal, consecuencia lógica, existe un margen amplio de discrecionalidad por parte de la autoridades administrativas que actualmente tienen competencia en ella, de lo cual se deriva que exista también un amplio margen de arbitrariedad, pues donde no hay derechos que contengan el poder, la arbitrariedad se desborda.
Lamentablemente con este escenario convivimos día a días en las cárceles de nuestro país, y lo apreciamos en la calificación de las personas, la distribución de las celdas, el ingreso a los programas y en el reparto de los beneficios, de las redenciones, de la semi libertad y de la libertad condicional.
Lo que nos toca como profesionales del derecho es buscar una trasformación de esta etapa del proceso penal hacia estándares de coherencia con los derechos fundamentales de las personas involucradas en ella; la que tristemente no sólo ha sido y es descuidada por las autoridades competentes, sino sobre todo por los estudiosos del derecho y las universidades, pues solo basta revisar en una librería que porcentaje de libros de ejecución penal existen en relación a libros de derecho penal o procesal penal para darnos cuenta del total abandono académico en la que ha caído esta disciplina jurídica, esencial para nuestro sistema penal.
Fuente de la imagen: www.minutouno.com
[1] Ferrajoli, Luigi. Derecho y Razón, una teoría sobre el garantismo penal. Editorial Trotta. Madrid. 1995. p. 21.
[2] Ferrajoli, Luigi. Ob. Cit. p.21.
[3] Berdugo Gomez de la Torre, Ignacio et al. Lecciones de Derecho Penal. Parte General. Editorial Praxis. Barcelona. 1999. p. 23.
[4] Zaffaroni, Eugenio Raúl. Tratado de Derecho Penal. Parte General. Tomo I. Ediar. Buenos Aires. 1980. p. 83.
[5] Bacigalupo, Enrique. Principios de Derecho Penal Parte General. Quinta Edición. Akal. Madrid. 1998. p.7
[6] Villavicencio Terreros, Felipe. Derecho Penal Parte General. Editorial Grijley. Lima. 2006. p. 45.
[7] Berdugo et al. Ob. Cit. p. 24.
[8] Villavicencio. Ob. Cit. p. 57.
[9] Villavicencio. Ob. Cit. p. 59.
[10] Rodríguez Delgado, Julio. La reparación como sanción jurídico penal. Editorial San marcos. Lima. 1999. p. 41.
[11] Bacigalupo. 1998. p.13.
[12] Ávila Santamaría, Ramiro. La rehabilitación no rehabilita, en Ejecución Penal y derechos humanos: una mirada crítica a la privación de la libertad. Ministerio de Justicia y Derechos Humanos. Quito. 2008. p. 144.
[13] Ávila. Ob. Cit. p. 144.
[14] Ávila. Ob. Cit. p. 145.
[15] Ávila. Ob. Cit. p. 147.
[16] Ávila. Ob. Cit. p. 149.
[17] Ávila. Ob. Cit. p. 155.
[18] Ávila. Ob. Cit. p. 153.
[19] Ávila. Ob. Cit. p. 158.
[20] Ávila. Ob. Cit. p. 160.