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La enseñanza del derecho: cambio de paradigma*

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Las escuelas o facultades de Derecho existen para formar abogados y se espera usualmente de ellas que enseñen Derecho a sus estudiantes. Sin embargo, un perfil de salida que se estaría discutiendo incorpora mucho más que el estudio de la ley o de la ciencia jurídica; valores como el respeto a los derechos humanos o el respeto a la diversidad aparecen juntos sin mayor inconveniente y, con ellos, la tradicional justicia. Al interior de los temas jurídicos, confluyen en igualdad de condiciones la interpretación jurídica, de un lado, y la argumentación y persuación, del otro; el conocimiento del sistema jurídico nacional y el de la problemática de la pluralidad jurídica en el Perú. Teóricamente incompatibles entre sí, que aparezcan reunidos no implica que estemos ante una mixtura de temas sino que el orden en que se presentan es otro y reclama de una visión global que integre y, al mismo tiempo, ofrezca una explicación de lo que se espera de los abogados en el siglo XXI.

Antaño, en las facultades de Derecho se enseñaba a los alumnos las ciencias jurídicas. La ciencia jurídica -o las ciencias jurídicas- proporcionaba al estudiante y luego al abogado un bagaje objetivo de soluciones más o menos definidas, dispuestas de manera sistemática. Era un bagaje objetivo en dos sentidos. De un lado, había certidumbre sobre la existencia de las normas y su acceso a ellas gracias a las formalidades materiales, tangibles, de que debían estar revestidas. De otro lado, también debían acompañar a las normas jurídicas ciertas formalidades lógicas como la generalidad en la redacción de las leyes y el uso de vocablos jurídicos -conceptos jurídicos- antes que el lenguaje natural, para asegurar el sentido de la conducta regulada y del efecto sancionado por la norma, atribuible a esa conducta.

No hubo que esperar mucho para que todo esto empezara a recibir el nombre de sistema jurídico para aludir a un orden normativo dado, integrado, coherente, completo, gracias al cual lo debido y lo prohibido, lo permitido y lo tolerado, toda conducta humana en suma, debían ser considerados como el ejercicio de una habilitación legal o como la consumación de una violación a la norma.

No obstante el evidente origen político de las leyes, una vez establecidas, el propio orden normativo las rodeaba de medidas de protección que han contribuido a otorgarles esa imagen de solidez y estabilidad que permite al derecho legislado una existencia autónoma, inclusive respecto de los actores políticos que le dieron vida. Es preciso ser enfático; no se trata de que las leyes sean autónomas o neutras; se trata de que las formalidades anotadas brindan esa apariencia a las leyes y permiten que se las utilice de esa manera. Tal era la imagen que traslucía en el derecho una concepción científica, de ciencia positiva.

Sin embargo, no debe dejarse de anotar que esta concepción tuvo un origen político; nos referimos al pensamiento liberal. A los regímenes liberales interesó particularmente que el ordenamiento legal brindara igual protección a todos los individuos, sin considerar su situación social; les interesó también que el aparato político no tuviera tal injerencia que hiciera imprevisible la conducta futura. La ley debía igualar antes que distinguir a pesar de reconocer que es propio de la actividad política privilegiar, optar, preferir.

La profesión legal y la formación jurídica es el desenlace de una serie de circunstancias históricas que tuvieron lugar en Europa continental principalmente y que se extienden a América Latina durante el período colonial y los inicios de la República. Este proceso se vería reforzado en los dos últimos siglos con el auge del positivismo filosófico y, especialmente, el positivismo jurídico. Sin embargo, esta última concepción se encargaría también de propiciar su reemplazo en el tercer tercio del siglo XX.

El desenlace anotado no solo forma parte de las páginas de la historia del pensamiento político sino que se hizo patente en los estudios de derecho. Así, el derecho natural, materia ordinaria en la formación jurídica hasta el siglo XIX, desaparecería en casi todas las universidades en la siguiente centuria o quedaría circunscrita a formar parte del temario en el curso de Filosofía del Derecho. Es curioso notar cómo durante décadas en el siglo XX la cátedra iusfilosófica no trascendía los marcos del derecho natural, aun cuando el resto de la formación académica dirigiera al futuro abogado a convertirse solo en un experto en el manejo de la ley positiva. En otros términos, la práctica forense había tomado distancia del derecho natural, ya entrado el siglo XX, para dar preeminencia a la reflexión racional acerca del derecho positivo. En efecto, uno de estos aspectos, vinculado al carácter científico del Derecho, implicaba un conocimiento de los principios y conceptos subyacentes tras cada opción del legislador, es decir, la doctrina jurídica que explicaba la ley. Esta literatura se convertiría en fuente del derecho, pues actuaría  como depositaria de ese desarrollo conceptual que se conoce bajo el nombre de “dogmática jurídica”.

En los últimos treinta años, los cursos no han variado en denominación sustancialmente; tampoco las ramas del derecho. Sin embargo, el derecho constitucional ha sustituido al derecho civil en el papel de fundamento del ordenamiento jurídico y ha empezado a teñir todas las ramas del derecho, sea por la ruta de los derechos fundamentales, sea por el camino de los derechos políticos y económicos. El derecho procesal y el derecho administrativo están impregnados de las garantías de la administración de justicia, sancionadas constitucionalmente y, simultáneamente, incorporan una dosis importante de normas con exigencias éticas y finalistas. De otro lado, el análisis económico del derecho, método novedoso en nuestro medio, coexistirá con la necesidad de proteger sustantivamente el sistema de mercado; la empresa aparecerá  como núcleo temático de varias ramas del derecho y compartirá escenario con el derecho medioambiental no obstante sus incompatibilidades; la globalización, como escenario que procura homogenizar a los actores del comercio internacional, acercará las diferencias culturales pero no las diluirá, por el contrario hará evidente el pluralismo y la necesidad de la tolerancia; las tecnologías de la comunicación y la información  harán posible el auge de los bienes inmateriales y la propiedad intelectual; los nuevos productos o servicios demandarán regulación antes que reglamentación; y, en conjunto, la sociedad posindustrial o del conocimiento y la economía de mercado globalizada o mundializada estarán demandando otros conocimientos, competencias y destrezas al abogado del siglo XXI, no obstante las inconsistencias anotadas o, quizás, justamente por causa de ellas.

Un reciente documento de trabajo que delinea el perfil de salida de los estudiantes de Derecho proporciona datos interesantes acerca de las posibles transformaciones ocurridas y pendientes en la formación jurídica de los estudiantes actuales. Valores, competencias y conocimientos nuevos son requeridos al futuro abogado.

Una de las primeras manifestaciones del cambio de paradigma se da en la convocatoria a los valores como parte de la formación del abogado. En el modelo de la ciencia jurídica no solo era innecesario sino hasta absurdo pretender una formación en valores porque la ciencia era y es axiológicamente neutral o, por lo menos, así debía ser tratada. En un escenario como el contemporáneo, en el que no predominan “discursos fuertes”, resulta paradójico pero comprensible a la vez que el abogado no guíe meramente su conducta por lo que la ciencia le indica sino por valores que debe realizar en su ejercicio profesional, sea en pro del medio ambiente, sea en protección de la competencia en el mercado. En efecto, es comprensible porque se ha sufrido la experiencia de un modelo de derecho que no precisa o expresa los valores que persigue o cultiva. Han sido suficientes las experiencias traumáticas del siglo XX, incluyendo un ordenamiento que admitía todo, incluso los anti valores. Hoy, que no se cuenta con ideologías dominantes y que, en todo caso, impera un pragmatismo y hasta un escepticismo, se prefiere hacer explícito el cuadro de valores en juego que orienta el desempeño profesional. Estado constitucional de Derecho, derechos humanos y responsabilidad social, por mencionar tres, no necesariamente coinciden pero guían el proceder de los abogados y nos permite hablar de un modelo de derecho heterónomo, esto es, un ordenamiento normativo que se legitima por la observancia de ciertas normas superiores al sistema jurídico, en sustitución de un modelo de derecho autónomo.

Junto a la heteronomía, un segundo rasgo de cambio es la desregulación en el Derecho. Por desregulación, nos referimos a los ámbitos que el derecho positivo ha abandonado, liberándolos a favor de la voluntad privada para dar dinamismo al libre mercado, a la regulación finalista en lugar de reglamentaria, y a los recursos extrajudiciales o extra coercitivos a los que se apela en sustitución de los tradicionales procesos judiciales. El abogado debe dejar de ser solo un abogado para el litigio; debe prepararse para ser un abogado que concilia, que opta no por defender una posición sino por encontrar soluciones satisfactorias ante intereses reales, prescindiendo del recurso coercitivo por ineficiente o ineficaz.

La seguridad jurídica que se alcanzaba con un derecho complacido de su racionalidad y formalidad mediante mecanismos que garantizaran su existir y su aplicación, goza aún de crédito pero tampoco proporciona ya un resultado satisfactorio. Con la seguridad jurídica se simplificó el derecho pero se convalidaron también las inequidades porque la norma podía ser pública, clara, general y factible, y consagrar una injusticia. Una justicia sustantiva, procesalmente asegurada,  que defina en cada caso lo que “a cada quien corresponde” es un imperativo ineludible y tercer rasgo del cambio paradigmático. Sin embargo, esta justicia nueva no será ya un objeto preestablecido que deba ser esclarecido por un sujeto investigador. La justicia se hará patente en las relaciones interpersonales y según las particularidades de cada relación o situación jurídicas. Lo que deberá asegurarse es el procedimiento a seguir para alcanzar soluciones justas.

Heteronomía frente a la autonomía, desregulación frente a la coerción jurídica y justicia frente a la seguridad jurídica, son los nuevos rasgos de una concepción en la que se privilegian los valores y se atiende a los fines o principios. No se nos ofrecen como un todo ordenado e integrado; no tienen ya la fisonomía de un sistema jurídico. El derecho no es ya algo dado, fijo, general y estable. Mientras conservemos esta percepción –elementos sobran aún- el abogado y el estudiante de derecho deberán indagar, en un repertorio, por la norma aplicable; hallada, deberá interpretarla y aplicarla.

Si el derecho, con minúscula, lo entendemos como algo no dado sino en proceso, haciéndose y rehaciéndose constantemente, tendrá sentido que todo no aparezca ordenado u organizado y que las contradicciones asomen porque el proceso central de la creación y aplicación del derecho estará en la argumentación jurídica, proceso por el cual reconocemos una etapa de elaboración del discurso mediante el cual expresamos la comprensión del caso concreto y del papel de los actores involucrados. Este discurso debe dar lugar, en el interlocutor, a un examen hermenéutico en busca del camino convergente hacia la actualización de los valores en juego y la determinación del curso más apropiado, regulado o no. Acercadas las partes, el discurso ha de ser persuasivo porque el derecho procura que la gente actúe.

Una concepción con estos caracteres no renuncia a lo conseguido con el modelo anterior sino que no se conforma con ello; aspira a más.


* Versión reducida de comunicación presentada al VI Congreso Iberoamericano de Docencia Universitaria, realizado del 4 al 6 de noviembre del 2010. Esta versión ha sido publicada en: OLIVERA CÁRDENAS, Luis (editor). 2012. DOCENCIA UNIVERSITARIA. Reflexiones y experiencias. Lima: Pontificia Universidad Católica del Perú. Fondo Editorial. Pp. 329 a 333.


René Ortiz Caballero. Profesor Principal de la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP), Miembro del Departamento Académico de Derecho de la PUCP.

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