Monseñor Lefebvre fue suspendido y luego excomulgado por Vaticano por decir y actuar con la convicción de que, tras el Concilio Vaticano II (1965), la Iglesia Católica había variado gravemente sus tradiciones. El obispo Lefebvre acusó al Concilio de haber modificado la doctrina oficial de la Iglesia Católica cultivada por varios siglos.
Monseñor Lefebvre tiene razón en su reclamo. El Concilio Vaticano II supuso una modificación radical de la forma como la Iglesia se entiende a sí misma y con respecto al mundo. El Concilio alteró la concepción de la Iglesia, la forma como se entendía el diálogo con la cultura y el mundo, su misión pastoral, su rol respecto a temas políticos y sociales, etc.
Inspirado en este movimiento se produjo la modificación del Código de Derecho Canónico (CDC) en 1983 (la primera versión del CDC es de 1917). Dicha norma canónica dio forma jurídica a muchas de las nuevas instituciones instauradas por el Concilio Vaticano II. Por ello, la Constitución Apostólica Sacrae Disciplinae Leges- que aprobó el nuevo CDC- señalaba que el “Código es llanamente congruente con la naturaleza de la Iglesia cual es propuesta sobre todo por el magisterio del Concilio Vaticano II visto en su conjunto, y de modo particular por su doctrina eclesiológica. Es más, en cierto modo puede concebirse este nuevo Código como el gran esfuerzo por traducir al lenguaje canonístico esa misma doctrina, es decir, la eclesiología conciliar”[1].
En ese mismo contexto, representantes de varias universidades católicas se reunieron y reflexionaron sobre su rol respecto a la Iglesia, la investigación y la cultura. Bajo el amparo de la Federación Internacional de Universidades Católicas (FIUC), en 1967, se firmó la Declaración sobre la Naturaleza de la Universidad Católica Contemporánea, cuyos principales principios señalan que “La universidad católica es la inteligencia reflexiva y crítica de la Iglesia” y que “Para desempeñar sus funciones de enseñanza e investigación de manera efectiva, (…) debe tener una verdadera autonomía y libertad académica de cara a cualquier tipo de autoridad, laica o clerical, que sea externa a la propia comunidad académica”.
La Constitución Apostólica Ex Corde Ecclesiae y los demás documentos de la Iglesia Católica respecto a la universidad católica han validado en su discurso estos criterios fundamentales de la educación superior.
Jurídicamente, en la línea del Concilio Vaticano II, la autonomía, la libertad académica y el carácter crítico de la Iglesia deben ser los criterios de una válida interpretación de Ex Corde Ecclesiae y del Código de Derecho Canónico. Los cuáles por cierto no son norma aplicable en el Ordenamiento Peruano ni son normas de Derecho Internacional.
Históricamente esta interpretación no es distinta. La universitas formada desde la Edad Media casi siempre gozó de una autonomía política y económica respecto a la Iglesia y el poder civil. La finalidad de entonces es la misma que la de ahora: la búsqueda de la verdad en libertad.
Debemos recordar que la riqueza de las ciencias, artes y tecnología contemporánea tienen su origen justamente ahí. En aquellos centros de pensamiento autónomo y crítico, especialmente en la época de la llamada Edad Media Tardía o Baja Edad Media.
Por ello, la situación de la PUCP es paradigmática respecto de la posición de la Jerarquía Eclesiástica frente a cómo se entiende la universidad católica hoy. Solución que influirá en el destino de otras universidades católicas en el orbe.
¿Qué hacer ahora?
Considero que no es contradictorio armonizar las posiciones de la PUCP y Vaticano. Sí es posible congeniar autonomía e identidad católica. El Estatuto mismo, que no es contrario al texto de Ex Corde Ecclesiae, ofrece ya una solución. Por el Contrario, una solución de este tipo es afín al espíritu del Concilio Vaticano II y las modificaciones que introdujo en la Iglesia hace casi 50 años.
Por ello es saludable entonces el proceso de negociación que han iniciado la jerarquía de la Iglesia Católica y las autoridades de la PUCP. En ese espíritu, creo que hay un espacio de diálogo y mutuaconcesión que se debe recorrer.
De un lado, sí es esencial reconocer la presencia fundacional e histórica de lo católico en “la Católica”. El Estatuto actual lo hace. Por ello, las expresiones de autonomía total respecto a la Iglesia católica están desubicadas. Sin desmerecer el aporte de la PUCP en el ambiente laico o civil, el problema de la PUCP es un problema de cómo se entiende el catolicismo en una universidad católica. No un problema de independencia respecto a Vaticano.
En ese sentido, el Estatuto establece por ejemplo el rol del Canciller, en este caso Mons. Cipriani, como principal representante de la Jerarquía Eclesiástica en la PUCP. Tiene entre sus funciones el derecho de “vetar” la elección de un candidato a Rector en caso este no cumpla con los requisitos que el Estatuto mismo establece. Uno de los cuales es que profese la fe católica. Se podría incluso dotar de mayor espacio y capacidad de representación de la PUCP al Canciller y dejar el gobierno interno de la PUCP al Rector.
Por otro lado, los miembros de la comunidad universitaria gozan de autonomía administrativa y académica. Es la Asamblea Universitaria la que elige y debe seguir eligiendo al Rector.
Sin embargo, no es contrario a la autonomía que en el Estatuto se hagan ajustes respecto a la conducta de los miembros de la comunidad universitaria; por ejemplo, en relación al respeto a la Jerarquía Eclesiástica y a la Doctrina “oficial” de la Iglesia. Ello sin perjuicio de la libertad de criticar y reflexionar cada aspecto de su estructura y magisterio.
Monseñor Lefebvre tiene razón cuando reclama que la Iglesia ha cambiado, aunque es mejor decir que ha vuelto a sus raíces. !Que bueno que sea así! Sin embargo, a veces parece que estos cambios son lentos y que hay muchos retrocesos.
La solución a la disyuntiva en la que está ahora la PUCP definirá si Mons. Lefebvre ha ganado una batalla más o si el aggiornamento[2]iniciado por el Papa Juan XXIII se sigue concretando.
[1]Revisado en
[http://www.vatican.va/holy_father/john_paul_ii/apost_constitutions/documents/hf_jp-ii_apc_25011983_sacrae-disciplinae-leges_sp.html] el 25 de marzo de 2012.
[2]Es la idea fuerza del Concilio Vaticano II. Significa: “Abrir las puertas y ventanas de la Iglesia al mundo”. “La puesta al día de la Iglesia”.
Ahmed Manyari Zea. Asociado del Estudio Bullard, Falla & Ezcurra Abogados. Profesor Adjunto de Seminario de Teoría General del Derecho de la Pontificia Universidad Católica del Perú