Los ex presidentes Alan García y Alejandro Toledo han optado por interponer sendos recursos de amparo para defenderse de lo que consideran una vendetta política. Tienen a su favor fallos del Tribunal Constitucional que avalan sus argumentos y, en el caso del ex presidente Alan García, hasta un informe de la Defensoría del Pueblo que recomienda la nulidad de la investigación iniciada en su contra. Los ex mandatarios no se equivocan cuando afirman que el derecho al debido proceso es consustancial a cualquier proceso iniciado ya sea en sede jurisdiccional, administrativa o parlamentaria. También llevan razón cuando sostienen que la Corte Interamericana de Derechos Humanos ha dicho que la protección de este derecho es fundamental para garantizar las condiciones del sistema democrático. Parafraseando a esta alta corporación el derecho al debido proceso es un componente esencial de la democracia, pues sin este ningún otro derecho puede ser ejercido.
Quienes se oponen a los argumentos de los ex presidentes García y Toledo sostienen, por el contrario, que una investigación no puede ser asimilada a un proceso jurisdiccional. Que el Tribunal Constitucional se excede en sus competencias cuando le pide al Congreso que aplique el mismo estándar que aplica el Poder Judicial cuando va a determinar la responsabilidad de un individuo por la comisión de un ilícito. Una investigación parlamentaria, en esa medida, constituye en esencia un proceso político que se rige por criterios de oportunidad y no por criterios de verdad material. Los críticos del debido proceso en sede parlamentaria sostienen, asimismo, y en esto radica su tesis más contundente, que si se aplicara a una investigación política el mismo estándar jurídico que a una investigación en sede jurisdiccional se vaciaría de contenido a aquella, politizando la justicia y entregándole el control de la deliberación pública a los jueces.
El debate propuesto es interesante por varias cosas. En este breve post me referiré a sólo dos de ellas: a) es interesante porque permite identificar la influencia de la constitucionalización del derecho en nuestro medio, y b) es interesante porque, por primera vez, en muchos años, parece que hay una suerte de consenso en torno a las implicancias de actuar en uno u otro sentido. Respecto a lo primero: desde mediados del siglo XX en muchos de nuestros países se viene dando aquello que se denomina como constitucionalización del derecho. Este nuevo paradigma consiste en pensar el derecho desde la Constitución y no desde las leyes. A diferencia de lo que se creía en el siglo XIX en la actualidad la Constitución ya no aparece como una norma meramente programática, sino como una norma vinculante. En la medida que la Constitución es en sí misma una norma los jueces no requieren de una ley que traduzca sus contenidos para aplicarla directamente a los casos concretos, sino que mediante la interpretación constitucional pueden determinar su contenido. Pensar, por tanto, que porque el reglamento del Congreso prevé un estándar de protección menor del debido proceso en sede parlamentaria este tiene que ser interpretado de esta manera constituye un grave error. Lo que se tiene que hacer, diría alguien comprometido con este paradigma, es pensar el reglamento desde la Constitución e interpretar sus artículos a su mejor luz, de tal forma que su aplicación sea lo más garantista posible del debido proceso.
Ahora bien, respecto a lo segundo. Tanto los que están a favor de la protección fuerte del derecho al debido proceso en sede parlamentaria como los que están en contra de ella tienen claro que la consecuencia de optar por uno u otro camino genera consecuencias diversas. Los que plantean una protección fuerte sostienen, en ese sentido, que la violación de este derecho resta legitimidad a los resultados de una investigación en sede parlamentaria. Mientras que los que plantean una protección débil consideran que la inobservancia del derecho al debido proceso (o, lo que es lo mismo, su aplicación inocua) no le resta un ápice de validez a una investigación política. Esto parece claro desde un inicio; sin embargo, sí hay una consecuencia relevante de mencionarla de antemano: tenemos claridad acerca de los paradigmas jurídicos a los que cada una de estas posiciones responden. Esto, en un país como el nuestro, donde la discusión jurídica estaba confinada hasta hace poco a la exégesis de leyes y códigos es un paso muy importante.
Mi punto de vista es que, sin quererlo, ambos extremos se tocan. El derecho al debido proceso es exigible, sin duda, en sede parlamentaria pero no de la misma forma ni con la misma intensidad que en sede jurisdiccional. Ello no quiere decir que el Congreso, como algunos críticos distraídos sostienen, puede hacer lo que quiera, pero sí que aquello que haga debe ser sometido a un escrutinio distinto al que someteríamos, por caso, a una investigación fiscal o a una sentencia del poder judicial. La razón de ello radica en que el Parlamento responde a fines distintos a los del Poder Judicial y sus mecanismos de actuación son otros. Los políticos no tienen la obligación de ser imparciales pero si de asumir las consecuencias de sus actos. Tampoco tienen la obligación de ser objetivos, pero si de atenerse escrupulosamente a lo que ordena su reglamento. En suma, el debido proceso es una garantía oponible a la arbitrariedad del poder político, pero su aplicación en distinta en sede parlamentaria que en sede jurisdiccional.